– La habitación estaba muy bien -dijo.
– ¿Una suite?
– Esta vez, no -consultó la información del hotel-. Era de esquina, y resultaba muy grande. Desde la terraza se veía la piscina y el mar al fondo. Había un tobogán larguísimo en la piscina y de tanto subir y bajar, casi me rompo el bikini.
Él se rió.
– Ya me hubiera gustado verlo.
– ¡Señor Ward, por favor, me avergüenza usted!
– Mentirosa -su voz era como la caricia de un guante de seda-. ¿De qué color es tu bikini?
– Rojo.
– ¿Pequeño?
La pregunta le hizo sonreír. Aunque no fuese real, disfrutaba con aquel flirteo.
– ¿Te refieres a la parte de arriba o a la de abajo?
Él gimió.
– Me matas con estas cosas, Cathy. Lo que yo me estoy imaginando ya es bastante gráfico y no necesito que me des más detalles. ¿Has buceado?
– Sí -revisó otra página-. Había un barco en el hotel y nos llevó a los restos de un naufragio. El barco se había hundido a poca profundidad y fue una experiencia maravillosa. El agua es tan cálida allí que se puede estar nadando durante horas sin dificultad.
– Suena bien.
Claro que sonaba bien. Cualquier día intentaría ir de verdad. Y a París, y a todos los demás lugares en los que le había dicho que había estado. En realidad, ni siquiera tenía pasaporte.
– Además, el hotel tenía un restaurante construido sobre el agua -continuó-. El sábado fuimos todos a cenar allí. Resultó ser un sitio muy elegante.
– Estoy seguro de que llevabas algo corto y sexy.
– ¿Me has estado espiando? -bromeó.
– Ojalá. Sigue.
– La cena fue fantástica. Un pescado y un vino deliciosos -se volvió a su ordenador portátil y revisó el menú-. Su postre flambeado es famoso, y decidimos probarlo. El camarero trajo un carrito con todo lo necesario para preparar el postre junto a nuestra mesa, pero éramos seis y el recipiente que estaba usando era muy pequeño. Supongo que no quiso hacerlo en dos veces, ni pedir ayuda.
– Tengo la sensación de que se avecina un desastre.
– No teníamos ni idea de lo que iba a ocurrir, así que el hombre empezó a echar coñac sobre el postre para poder flambearlo, y mientras nosotros nos mirábamos atónitos, él seguía echando y echando. Después encendió la cerilla…
– No me dirás que se incendió el restaurante, ¿verdad?
Ella se echó a reír.
– No, pero hubo una enorme llamarada, tanto que todos los clientes del restaurante se levantaron de sus mesas. Resulta que el camarero era novato, y el hombre casi se echó a llorar.
– Ay, Cathy, qué vida más excitante tienes.
– Ese es mi objetivo -dijo, decidida a que nunca averiguase la verdad-. ¿De verdad has estado encerrado todo el fin de semana?
– Sí.
– Stone, el mundo está ahí fuera, esperándote. Deberías salir y explorarlo. Nunca sales.
– Me gusta mi intimidad.
– Eso no es saludable.
– Ya hemos hablado antes de esto -le recordó-, y no vas a hacerme cambiar de opinión.
– Lo sé; es que… -suspiró-. Me tienes preocupada.
Y era verdad, por absurdo que fuese. Stone era un millonario excéntrico, propietario de una de las firmas de inversores más importantes de toda la costa oeste, pero siempre estaba recluido, hasta tal punto que resultaba misterioso. Según había averiguado, en contadas ocasiones salía de su casa, ni si quiera para ir a la central de su empresa. Todas sus llamadas personales le llegaban a través del servicio de contestador, y nadie tenía el número de su casa, incluyendo el propio servicio de contestador, cuyo trabajo consistía en recoger sus mensajes y guardarlos hasta que él llamase.
– Te agradezco la preocupación -contestó-, pero no tienes por qué.
– Si tú lo dices.
– Claro. ¿Y Muffin? ¿Estaba enfadado contigo cuando volviste a casa? -le preguntó, seguramente para cambiar de tema.
– Se le pasó pronto -Muffin era su perra imaginaria, una preciosa Lhasa a quien no le gustaba estar sola-. Su cuidadora la saca de paseo cuando yo no estoy, y eso ayuda.
– Al menos, no tienes que llevarla a un hotel para perros.
– ¿Terminaste el libro?
– Anoche. Tenías razón, es genial. No hubiera adivinado nunca la identidad del asesino.
Se recomendaban libros el uno al otro por turnos, y Cathy se lanzó a hablar del último argumento de su escritor favorito. Tuvo que dejar a Stone a la espera un par de veces para atender otras llamadas, pero estuvieron charlando casi una hora.
– Es tarde -dijo él-. Debería dejarte trabajar.
Ella asintió sin hablar. No quería que se marchase… nunca quería que se marchase, pero no podía decírselo. Era una mentira más por omisión.
– ¿Estarás mañana?
– Claro.
– ¿A la misma hora?
– Perfecto.
Tenía la sensación de que su voz dejaba entrever demasiadas cosas, y es que sus llamadas eran el punto culminante de su existencia.
Él suspiró.
– ¿Sabes, Cathy? Uno de estos días voy a tenerme que escapar hasta tu oficina para conocerte en persona.
Era una vieja amenaza. La primera vez que la había hecho, ella se había echado a temblar, pero desde entonces, había llegado a la conclusión de que no pretendía hacerlo, y que simplemente le gustaba tomarle el pelo.
– Estoy en el séptimo piso, y los de seguridad no van a dejarte entrar -contestó.
– Tengo mis métodos.
Seguro que sí.
– Pura palabrería. Que duermas bien, Stone.
– Hasta mañana. Buenas noches.
– Hasta mañana.
Esperó a que hubiera colgado el teléfono y después desconectó la línea. La luz de la consola se apagó.
Cathy suspiró. Por ahora, habían terminado, hasta que se encontrase de nuevo mirando el reloj y esperándolo. Se quitó despacio el auricular y se acercó a la máquina del café. Como había hecho todas las noches desde la primera vez que hablaron, repetiría aquella conversación una y otra vez en la cabeza hasta casi haberla memorizado. Analizaría su voz, sus palabras y se diría que era bueno que se sintiera atraído por una mujer producto de su imaginación.
Se sirvió el café y le añadió azúcar, pero antes de volver a su asiento, se miró en el espejo de la pared.
No tenía ni idea de lo que Stone pensaría de ella, pero sabía lo que le había dicho: que era rubia y que medía un metro setenta y cinco, y él debía imaginarse a alguien a quien le sentara bien un pequeño bikini rojo. Más fantasía que no hacía daño a nadie, y ella quería tener ese aspecto, pero no era capaz de conseguirlo.
La mujer del espejo tenía un pelo castaño desvaído que le llegaba hasta más allá de la mitad de la espalda, cuyos mechones delanteros le caían de vez en cuando sobre la cara. Vestía con vaqueros amplios y camisetas sueltas con la esperanza de que esa ropa ocultase los diez kilos que le sobraban, y no se había puesto en su vida un bikini.
Bajó la mirada hasta su café. No tenía importancia, porque Stone no estaba interesado en ella como en una persona real. Lo que le gustaba era aquella Cathy de mentirijillas que además tenían una voz agradable al teléfono. Stone tenía su propio mundo, y ella no debía ser ni siquiera una nota al pie en la historia de su vida.
Cuando volvió a ocupar su asiento y se colocó el auricular, miró el reloj. Menos de veinticuatro horas para volver a hablar con él.
Stone miró la hoja que tenía delante pero sin ver los números. Él, que normalmente disfrutaba de una habilidad por encima de lo normal para concentrarse, estaba distraído.
Era esa hora del día. Bueno, de la noche. Casi las doce. Casi la hora de llamar a Cathy.
Era curioso cómo una simple voz sin cuerpo había llegado a formar parte de su vida. Durante los últimos dos años, ella había sido su nexo de unión con el mundo exterior y su única compañera. Solía acusarle de pasarse la vida encerrado, pero es que no tenía ni idea de cuál era su verdadera situación, o del hecho de que jamás salía de la prisión que él mismo se había construido. No podía saber que su risa, o que el sonido de su voz, sus historias imposibles sobre mundos empapados de sol y alegría eran las imágenes a las que él se aferraba y las únicas fantasías que se permitía.