Él levantó la mirada y al ver su reflejo en el espejo, sonrió.
– Lo has conseguido.
Cathy se echó a reír.
– Esta sala está tan lejos que casi es otro país. He tenido que dejar migas de pan para encontrar el camino de vuelta.
– Yo te lo enseñaré.
– No me fío de ti -bromeó.
Él se levantó y se acercó a ella.
– Vamos, pequeñina, que voy a enseñarte cómo trabajan los chicos.
– No me hagas daño, y no te lo hagas tú tampoco -dijo, mirando todo aquel equipo.
– Eso jamás.
Al menos en eso, confiaba ciegamente en él.
– Empezaremos con pesas ligeras -dijo, acercándose a una máquina que parecía de tortura medieval-. Se trata de trabajar primero los músculos grandes, y después los pequeños. Mira, así es como funciona.
Y le hizo una demostración.
Cathy se acomodó en la posición que él le dijo.
– Lo difícil debe ser no mutilarse en un chisme así -comentó.
Pero no era tan difícil como parecía. Stone le iba enseñando los ejercicios. Después ajustaba el peso y el asiento para ella. Iban poco a poco. Cathy sentía cómo iban despertándosele los músculos y cómo protestaban por aquella actividad poco habitual. Stone era un profesor paciente, y debería estarle agradecida… y lo estaría… si dejara de tocarla.
Una mano en el brazo, sus dedos en la rodilla, una palmada en el hombro. Se estaba volviendo loca. ¿Cómo iba a poder concentrarse en lo que estaban haciendo? ¡Y el condenado iba casi desnudo! Los ojos se le iban a las nalgas, tan bien dibujadas por aquel pantalón corto, y a los músculos del abdomen que dejaba entrever la camiseta.
Hicieron un descanso unos treinta minutos después. Stone se acercó a un pequeño frigorífico que había en un rincón y sacó dos botellas de agua. Cathy la vació sin descansar hasta la mitad. Luego se acercó a la ventana.
Nunca se había asomado desde aquella parte de la casa. El mar quedaba detrás de ellos y de frente, árboles y un césped bien cuidado. En la distancia, otra gran propiedad.
Él se acercó y apoyó una mano en su hombro. Cathy no supo si desmayarse o gemir.
– ¿Qué tal estás?
– Bien. Mañana será otro cantar.
– Date un buen baño esta noche. Te sentará de maravilla.
Genial. Ahora podía añadir a la lista de sus fantasías imaginarlo en una bañera. Si al menos ella fuese su tipo, tendría una oportunidad. Pero no era así. Stone era de esa clase de hombres que salían con mujeres que…
Frunció el ceño. Llevaba en su casa casi cuatro meses y que ella supiera, no salía con nadie. Evelyn había muerto hacía ya tres años. ¿Todavía no se había recuperado de su pérdida? Debía estar muy enamorado de ella.
– ¿Vivías ya aquí con tu mujer? -le preguntó.
Él tomó un trago de agua y asintió.
– Evelyn fue quien encontró esta casa. Le encantaba. Cuando nos mudamos, fue ella quien la decoró. Había crecido en una familia muy modesta que vivía en una caravana, pero pasaba mucho tiempo en mi casa. Decía que llevaba años soñando con una casa perfecta, así que cuando compramos esto, ya tenía pensadas la mayoría de las habitaciones.
Cathy se sorprendió de no sentirse celosa por su relación con Evelyn. Seguramente porque aquella mujer era casi irreal. No se conocían, y no había rastro de ella en aquella casa.
– ¿Dónde os conocisteis?
Stone se sentó en un banco de abdominales con al botella de agua colgando de una mano.
– Por cuestión de política, hubo un realojo de las caravanas en otra zona de la ciudad, y los niños vinieron a nuestro colegio. Una de esas experiencias de mezcla. Evelyn estaba a mi lado en clase, y yo me enamoré locamente de ella en el acto. Comíamos juntos, y el primer día del tercer curso ya éramos amigos -su mirada llegó a un lugar que ella no podía ver-. Jamás dejamos de serlo.
– Me sorprende que tus padres aprobasen esa relación.
Stone se encogió de hombros.
– A mí, también. Pero siempre que hiciera lo que ellos esperaban de un heredero, no se metían en nada más. Es más, casi ni se ocupaban de mí. Evelyn fue mi verdadera familia. Después del instituto, fuimos juntos a la universidad, ella gracias a una beca. Era una mujer increíble. Tan brillante… No me dejaba pasar ni una.
Cathy se apoyó contra la pared. El amor era palpable en la voz de Stone, y eso le dolió un poco. A ella, nadie la había querido de esa manera. Ni siquiera sus padres.
– La echas de menos -dijo.
– Sí. Ahora ya lo llevo mejor, pero sigo echándola de menos. Era mi mejor amiga y llevábamos tanto tiempo juntos que cuando faltó, tuve la impresión de que el mundo no sería el mismo sin ella -se incorporó-. Jamás podré reemplazarla. Y no es que lo intente, pero era única.
Cathy asintió. El suyo tuvo que ser un matrimonio muy especial. Los años de amistad habrían añadido una dimensión más a su amor.
Terminó su botella de agua y la tiró a la papelera. Era una idiota. La amabilidad de él, sus sueños, incluso el cambio de circunstancias, no podrían cambiar la realidad. Estaba viviendo en un mundo de sueños.
Un sueño muy agradable, eso sí, y por el momento le bastaba. Estaba haciendo un buen trabajo y aprendiendo todo lo posible. Quería crecer como persona, pero todo tenía un precio, y para ella, ese precio era enamorarse de su jefe. Un hombre que seguía enamorado de una mujer que había muerto tres largos años atrás.
Capítulo 11
Cathy se detuvo al pie de la escalera. Como siempre, el corazón le latía más deprisa. Estaba empezando a acostumbrarse a la sensación. Trabajaba con Stone todos los días y se las arreglaba para actuar e incluso sentirse completamente normal. Pero en cuanto ocurría algo que rompía su rutina habitual, o salían de la cómoda relación empleada jefe, sus nervios se despertaban.
– No va a pasar nada -se dijo, apartándose el pelo de la cara. Se lo había cortado hacía poco y le encantaba cómo caía alrededor de sus mejillas. Después del corte, había pagado por una segunda lección de maquillaje e incluso se había comprado unos cuantos productos, y la práctica diaria le había otorgado la confianza suficiente para imitar lo que hacían los profesionales. El vestido era nuevo, una de las cosas que se había comprado para ensalzar su renovada figura.
Seguía saliendo a correr con regularidad, y unas cuantas semanas de pesas le habían ayudado a tonificarse.
Desde luego aquella época estaba siendo la mejor de su vida. Si conseguía acostumbrarse a ser permanentemente un manojo de nervios, todo iría bien.
Oyó pasos en el recibidor. Ula se acercó despacio a ella con algo largo y oscuro en las manos. El ama de llaves se detuvo delante de ella.
– Está muy guapa -le dijo, sonriendo.
– Es demasiado amable conmigo -contestó, ruborizada. Guapa era una exageración, aunque comparada con cómo era antes…
– Ese vestido es precioso.
Cathy se miró el vestido de punto color óxido que llevaba. Tenía manga larga y se le ceñía en la cintura y en las caderas. El escote delantero era pronunciado, y el de la espalda aún más, y el color realzaba los reflejos rojizos de su pelo y el verde de sus ojos.
– Gracias -dijo-. Me enamoré de él nada más verlo en la tienda. Nunca he tenido cosas así de bonitas y no pude resistirme.
– El señor Ward va a quedarse impresionado. Y con ese fin, tengo una contribución que hacer. Esta noche hace un poco de fresco, y he pensado que le podría gustar llevar esto.
Ula le mostró una maravillosa capa color verde caza. El forro era de seda y de un verde un poco más oscuro.
– Es preciosa, Ula, pero no puede prestármela. Es demasiado bonita.