La mujer se encogió de hombros.
– Yo nunca me la pongo. Además, hoy cumple veintinueve años y se merece algo especial.
Cathy quería protestar. Además, Ula ya le había preparado un pastel bajo en calorías que las dos habían compartido a la hora de la comida, y le había regalado un libro que sabía que quería. Pero no podía hablar, y no porque no supiera qué decir, sino porque tenía la garganta agarrotada por las lágrimas.
– Ha sido tan buena conmigo -dijo al fin.
– Qué tontería -dijo-. Y nada de llorar, o echará a perder el maquillaje. Además, empezaré a llorar yo, y no me gusta nada hacerlo, así que póngasela. A mí me arrastra, pero seguro que a usted le quedará perfecta.
Cathy tomó la prenda y se la colocó sobre los hombros. El forro de seda era suave y resultaba muy fresco contra el cuello y los hombros.
– Me siento como una princesa -dijo, y abrazó a Ula. Era increíble que al llegar aquella mujer le pareciese severa y fría. Ahora sabía que tenía un corazón cálido de bajo de una fachada de hielo.
– Páselo bien, Cathy. Y disfrute de su cumpleaños.
– Gracias.
La capa le daba la confianza que le faltaba para salir. Con un poco de suerte, Stone no se daría cuenta de que estaba nerviosa.
Salió a la noche. Eran poco más de las nueve. Cuando Stone la había invitado a cenar fuera para celebrar su cumpleaños, sus dos únicas peticiones habían sido que fuera él quien eligiera el restaurante y que cenaran tarde. Comprendía que estuviera nervioso por salir, y dadas las circunstancias, su invitación lo había conmovido aún más. Ojalá pudiera convencerle de lo poco que significaban sus cicatrices para ella. Quizás si…
Un vehículo esperaba en la entrada circular de la casa y Cathy se quedó boquiabierta. Esperaba ver el BMW y a Stone al volante, pero lo que aguardaba era una limusina oscura y Stone de pie junto a ella.
– Pareces sorprendida -dijo con una sonrisa.
– Y lo estoy. Nunca me he subido antes a una limusina.
Stone abrió la puerta y la invitó a subir.
– Entonces, echa un vistazo. Son divertidas.
Mientras bajaba las escaleras, se recordó que aquello no era una cita, sino una cena con su jefe. Nada más. Pero al acercarse vio que iba vestido con traje y corbata, y el champán que les esperaba en hielo dentro de la limusina, y no pudo evitar hacerse ilusiones. No le cabía la menor duda de lo que iba a pedir al apagar las velas de la tarta.
Stone se acomodó junto a Cathy en el asiento de la limusina y abrió el champán. Quizás había exagerado un poco, pero no se había podido resistir. Sospechaba que en su vida anterior no había recibido demasiadas sorpresas agradables, y se merecía aquella y mucho más.
Llenó dos copas y le entregó una.
– Feliz cumpleaños.
Ella sonrió.
– Gracias, Stone. Has conseguido que esta noche sea muy especial.
– Pues todavía no ha empezado.
– Pero ya lo es.
A la luz tenue de la limusina, sus ojos parecían negros. Las sombras jugaban con las líneas de su rostro, realzando sus pómulos y sus labios. La capa ocultaba sus formas, pero la había visto ya bastantes veces como para saber lo que su compromiso con el ejercicio y la dieta había conseguido. Siempre le había gustado, y siempre había disfrutado con su compañía; es más, siempre la había encontrado atractiva, incluso antes de que empezase con su programa de mejora, pero ahora había un brillo especial en ella. Él la admiraba antes porque sabía quién era por dentro; ahora cualquier hombre la desearía, basándose solamente en su aspecto.
Stone sintió algo primitivo despertar en su interior y tardó un instante en darse cuenta de que se trataba de los celos. Qué ridiculez. No había nadie de quien sentirse celoso. Además, a él Cathy no le interesaba en ese sentido.
Pero aquella mentira cada vez era más difícil de creer. Con estar cerca de ella le bastaba para excitarse. Pero ella no debía llegar a saberlo nunca. Primero por Evelyn, y segundo por ella misma.
– Hace una noche perfecta -dijo Cathy tras tomar un sorbo de su copa-. Mientras me vestía, me di cuenta de que se veían las estrellas desde la ventana de mi habitación.
Esa era la diferencia entre ellos. Ella, al mirar la noche, veía las estrellas, y él la seguridad y el refugio de la oscuridad.
– Tendremos que admirarlas cuando lleguemos al restaurante -dijo.
– No sales mucho, ¿verdad? Creo que no te he visto salir de casa desde que vivo en ella.
– Eso es cierto.
Cathy puso su mano sobre la de él.
– No tenías que hacer esto por mí.
Su roce era confiado, al igual que su expresión. Si supiera lo que el contacto de su mano estaba provocando en él, tendría miedo. En el último mes, su deseo se había vuelto insoportable. La necesitaba constantemente. Estar simplemente en la misma habitación que ella lo excitaba. Y no le gustaba el cambio. Preferiría que las cosas siguieran como al principio. Quería volver a estar muerto. No sentir nada era mejor que aquella constante agonía.
Pero no había forma de dar marcha atrás al tiempo. Ya encontraría la forma de controlar su cuerpo.
– Quería que esta noche fuese especial para ti -le dijo-. Los cumpleaños son sólo de tarde en tarde.
– Una vez al año, para ser exactos bromeó.
– ¿No me digas? Hablé con Ula sobre lo que quería hacer y ella lo ha arreglado todo. Estaremos bien.
Cathy volvió a apretar su mano.
– Yo no estoy preocupada, Stone. Creo que esas cicatrices te preocupan más a ti que a todos los demás.
– Puede -fue todo lo que dijo.
¿Qué experiencia tenía ella con las miradas curiosas o asustadas, con los comentarios de los niños que no conocían la mentira?
La limusina tomó dirección a Hermosa Beach. Stone reconoció la zona y supo que estaban cerca del restaurante. Tal y como le habían indicado, el conductor aparcó en la parte de atrás y bajó del vehículo.
– Será solo un momento -dijo Stone.
El hombre volvió, efectivamente, en un instante y abrió la puerta de atrás.
– Todo está dispuesto, señor Ward. Si hacen el favor de seguirme…
Dentro los recibió un joven llamado Art que los condujo a un reservado con una mesa dispuesta para dos.
Flores, varias plantas en macetas y unas telas artísticamente dispuestas sobre las persianas conferían al lugar un aire íntimo. Una música suave hacía de telón de fondo.
Art se acercó a Cathy para hacerse cargo de la capa, y Stone sintió la tensión familiar del vientre nada más ver su vestido. Su estilo sencillo era engañoso, porque un escote redondo y amplio sugería el inicio de sus pechos y el tejido se ceñía con elegancia a sus curvas. Art la miró con apreciación y Stone pensó en aplastarle su nariz griega e inmaculada.
Cuando fue a apartar la silla para que Cathy se sentara, Stone se interpuso.
– Ya me ocupo yo -dijo con frialdad.
Art tomó nota de la indirecta y les dejó sitio. Hasta aquel momento, apenas lo había mirado. Ula debía haberle advertido sobre las cicatrices, y aunque Stone apreciaba su consideración, por un momento deseó que no fuese necesario. Pero no. Aquella no era noche para esa clase de pensamientos. Era la noche de Cathy.
– El chef les ha preparado un menú muy especial, tal y como solicitó -dijo Art-. El champán está enfriándose. ¿Quieren tomarlo ahora?
– Por favor -contestó Stone y se sentó frente a ella, pero la mesa era lo bastante pequeña para poder mantener la intimidad. Además estaban solos, y no corrían peligro de que otros clientes curiosos pudieran oírlos.
Art asintió y se marchó.
– ¿Qué te parece?
Ella se echó a reír.
– No hago más que acordarme de la frase de una película que vi hace años: no está mal ser el rey.
– Yo no soy un rey.
– Como si lo fueras -su sonrisa palideció-. En serio, Stone, te agradezco mucho todo esto. El tiempo que llevo contigo está siendo maravilloso. Casi no me puedo creer lo que me ha ocurrido en estos últimos meses.