Del bolsillo de su chaqueta sacó una pequeña caja. Cathy se quedó mirándola.
– Gracias -dijo, y la voz le tembló por que estaba conteniendo las lágrimas.
– Aún no la has abierto.
– Ah, sí.
Le costó un poco abrirla, pero al final lo hizo. Sobre una cama de terciopelo blanco, había unos pendientes cuadrados de esmeraldas rodeados de brillantes. Centelleaban a la luz de las velas.
Apenas podía hablar.
– Son increíbles.
– Pues no te atrevas a decir que son demasiado o alguna de esas tonterías que soléis decir las mujeres en momentos como estos. Quería que tuvieras algo bonito, y ya está.
La aspereza de su voz lo delató y Cathy puso una mano sobre la de él.
– Entonces, no lo diré. Son el regalo más perfecto que me han hecho en toda mi vida. Gracias, Stone, Los conservaré siempre.
– Eso está mejor -masculló.
Se quitó sus sencillos aros de oro y se colocó las esmeraldas.
– ¿Qué tal? -preguntó.
– Son muy bonitos -contestó, frunciendo el ceño.
– ¿Qué pasa?
– Estaba pensando que necesitabas estar en un sitio especial para llevarlos.
– Este sitio es especial.
– No me refiero a eso.
– Stone…
– No es nada. Es que esta es la primera vez que salgo a cenar desde… -se encogió de hombros-. Desde hace mucho.
Desde que Evelyn murió, se dijo ella en silencio.
– Deberías salir más. Llevo meses diciéndotelo.
– Lo sé. No es que me guste, pero tengo obligaciones sociales que llevo meses dejando de lado. Puede que haya una forma de hacerlo.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo?
Stone sonrió.
– Una fiesta de disfraces. Yo seré el fantasma de la ópera.
Los dos se echaron a reír, y aún seguían cuando Art volvió con sus platos. Él los miró extrañados, pero ellos lo ignoraron.
– No puedo hacerlo -susurró Cathy a través del teléfono móvil, aunque estaba sola en el coche y nadie podía oírla.
– Entonces, ¿por qué has accedido? -preguntó Stone.
Cathy miró a su alrededor. Estaba en el aparcamiento.
– Si no vas a ser medianamente razonable, prefiero no tener esta conversación contigo.
– Cathy, todo va a salir bien. Te están esperando, saben que eres una mujer inteligente y se desharán en atenciones para que te sientas cómoda.
Cathy cerró los ojos.
– Ojalá pudiera creerte.
– Después de la reunión, serás tú quien informe directamente al jefe, a quien muchos de ellos no conocen en persona, así que querrán que me hables maravillas de ellos.
No se le había ocurrido pensarlo así.
– Ah, pues eso me gusta.
– Me lo imaginaba.
– Gracias por prestarme el BMW.
– Pensé que conducirlo te asustaría lo suficiente para que no pudieras pensar en la reunión.
Cathy se echó a reír.
– Y ha funcionado como esperabas… hasta que me has deshecho con tu lógica, claro.
– Respira hondo. Estás fantástica, conoces el tema y si alguno de los presentes te molesta, tienes el poder para despedirlo.
– ¿De verdad?
– Claro.
– Yo nunca haría algo así.
– Lo sé, pero recuerda que eres tú quien manda. Si alguien se sale del tiesto, lo fusilas. O me lo dices a mí, que seguramente es mejor.
– Ya. Bueno, señor Ward, muchas gracias por el apoyo moral.
– Llámame en cuanto vuelvas al coche. Quiero saberlo todo.
– Te lo prometo. Hasta luego. Colgó y sonrió. Sabía que Stone conseguiría serenarla. Por eso lo había llamado. Por eso y para oír su voz. Ojalá estuviera allí con ella. La reunión sería mucho más fácil estando juntos. Pero Stone, de Ward International, no asistía a las reuniones. Al menos, ya no.
Recogió su maletín, una sorpresa que la esperaba en su mesa aquella mañana, y su bolso. Tras cerrar el coche con la alarma, tomó el ascensor hasta el piso veinticinco.
Mientras el pequeño habitáculo ascendía, comprobó su traje. Era una mezcla de lino que parecía caro pero no se arrugaba. Llevaba una blusa del mismo color, al igual que los zapatos. Llevaba más de un mes viendo revistas de modas y tiendas. Ir de un solo color reforzaba su autoridad. Cualquier otra cosa habría sido demasiado… sexy.
Cathy sonrió. ¿Quién iba a pensar que eso pudiera llegar a ser un problema para ella? Pero lo era. Con su nueva imagen, atraía la atención de los hombres algunas veces, y no quería que eso ocurriera en la reunión. Quería dar la impresión de llevar años en el negocio.
La puerta del ascensor se abrió y salió a una zona de recepción grande y bien decorada. No se había dado cuenta de que la firma de Stone ocupaba toda la planta, y el estómago se le cayó hasta los pies, pero aun así, se obligó a sonreír y se irguió ligeramente.
Antes de que pudiera acercarse a la recepcionista, dos hombres de unos treinta años se acercaron a ella.
– ¿Señorita Eldridge? -preguntó el más alto de los dos. Ambos eran altos, con los ojos azules e iban bien vestidos.
– ¿Sí?
– Soy Eric McMillan, y él es Bill Ernest. En esta ocasión somos nosotros los encargados de la presentación del trimestre. Encantado de conocerla.
Mientras se estrechaban la mano, Cathy se dio cuenta de que no iba a ser capaz de retener sus nombres.
– ¿Encontró bien el edificio? -preguntó Bill.
– No ha sido difícil, teniendo en cuenta las enormes letras con que se ha puesto el nombre de la calle sobre el edificio.
Pretendía que fuese una broma para rebajar la tensión, pero en lugar de sonreír, Bill pareció asustado.
– Claro. No pretendía decir que no fuese a encontrarlo.
– Lo sé. Era una broma.
– Ah… claro.
Cathy inspiró profundamente. Estaban tan nerviosos como ella, pero por diferentes razones. Ella estaba aterrorizada ante la posibilidad de cometer algún error que no sólo hablase mal de Stone, sino que pudiera descubrir que no había ido a la universidad y que tampoco había trabajado antes en el sector. Para ellos, ella era una desconocida, una emisaria enviada por el gran jefe, alguien que era sus oídos y que podía decir lo que quisiera sobre ellos.
Poder, pensó. ¿Quién iba a imaginarse que llegaría a tenerlo alguna vez?
Pero aquella agradable sensación duró sólo hasta entrar en la sala de reuniones. La mesa era muy grande y todos los asientos estaban ocupados. Los presentes se volvieron hacia ella y la miraron.
Cathy intentó mantener inalterada su expresión.
– Buenos días -dijo, y afortunadamente la voz no le tembló.
Hubo un murmullo general en respuesta. Eric, o quizás Bill, le presentó a todo el mundo. Cathy asintió y ni siquiera intentó recordar sus nombres. Ya lo haría la próxima vez. Aquella mañana ya era bastante con sobrevivir a las primeras horas.
La mesa era muy ancha, de modo que dos personas podían acomodarse en la cabecera. Cathy se encontró junto a Eric. Sabía que era él porque había un informe delante de él con su nombre.
– Seguiremos el orden del día -dijo Eric, señalando el informe-. El señor Ward ya tiene una copia del informe. Se le entregó esta mañana.
– Bien.
– Hola, Cathy.
Aquella voz familiar le hizo sonreír. Levantó la mirada y vio que alguien había colocado un altavoz en el centro de la mesa.
– Buenos días, Stone.
Habló sin pensar y vio que varias personas intercambiaban miradas al oírla utilizar su nombre de pila.
– ¿Te están tratando bien?
– Por supuesto.
– ¿Estás lista?
– Sí -inspiró profundamente-. Empecemos.
Cathy se lavó las manos y se las secó en la toallita esponjosa que había sobre la encimera. Miró a su alrededor: la decoración era perfecta, así como la elección de colores y accesorios, y sonrió. La mujer que trabajaba en el turno de noche del servicio de contestador quedaba ya muy lejos.