Cathy sonrió. El vestido sin hombros color crema y oro que se había comprado estaba en el escaparate de la primera tienda a la que se acercó, y nada más probárselo, supo que estaba bien. Ni siquiera habían tenido que subirle el bajo.
– ¿Se ha comprado la máscara?
Cathy asintió.
– La recogí ayer, junto con la de Stone.
Mientras que la de él era grande para que le cubriera la mitad de la cara, la suya era una pequeñez de seda y lentejuelas que apenas le cubriría los ojos.
– No puedo creer que de verdad vaya a asistir a un baile de máscaras -comentó, riéndose.
– Pues imagínese cómo me siento yo -contestó Ula, y se levantó para volver a llenar de café la taza de ambas-. Durante tres años, esta casa ha estado cerrada como un mausoleo, y de pronto, el señor Ward se decide a dar una fiesta -su expresión se suavizó-. Como hacíamos antes.
– ¿Daban muchas fiestas Evelyn y él?
– Algunas. La recepción de su boda fue en el club de campo, pero en cuanto se vinieron a vivir aquí, la casa se transformó en un lugar abierto. Celebraban fiestas por Navidad y barbacoas en verano. A Evelyn no le gustaba demasiado lo de las fiestas, pero lo hacía por complacer al señor Ward. Habría hecho cualquier cosa por él.
– Lo quería mucho, ¿verdad?
Ula la miró y volvió a colocar la jarra de la cafetera en su sitio. La breve pausa le confirmó a Cathy que estaba midiendo con mucho cuidado sus palabras.
Comprendía bien su reticencia a hablar, porque no sólo no quería traicionar la confianza puesta en ella, sino que se sentía atrapada en medio de una situación nueva.
Cathy y Stone llevaban dos semanas siendo amantes. Tras aquella primera tarde, él le había pedido que se trasladase a su habitación, y ella había aceptado encantada, así que cada tarde, se retiraba a su dormitorio y hacían el amor, y cada noche, dormían juntos, sus cuerpos satisfechos y enredados.
Aunque Ula no conocía los detalles, era conocedora del cambio de circunstancias. No había hecho ningún comentario, aunque había dejado la ropa limpia de Cathy en uno de los cajones de la cómoda de Stone sin que nadie se lo sugiriera.
– No importa -dijo Cathy-. No pretendía ponerla en un aprieto. Esta situación es un poco confusa para todos.
Ula asintió.
– Sé que tiene preguntas; algunas no me importa contestarlas, pero otras tendrá que hacérselas al señor Ward. Y en cuanto a Evelyn, sí, lo quería. Lo había querido desde que eran niños. Él era todo lo que ella siempre había querido.
Cathy lamentó haber hecho la pregunta. No es que le sorprendiera la información, pero le resultó extraño oírla, seguramente porque no sabía cómo competir con el pasado de Stone. Porque en realidad era una competición, pero que ya había sido ganada por Evelyn.
– Las cosas habrían sido diferentes si hubieran tenido hijos -dijo Ula-. Los dos querían tenerlos, pero no tenían prisa. Después, ella falleció -el teléfono sonó-. Otro invitado que confirma la asistencia. Son los de última hora.
Cathy se quedó mirándola sin pestañear. La sangre se le había acelerado de tal modo que tuvo la sensación de que iba a desmayarse.
Niños. ¡Niños! Stone y ella no habían hablado ni una sola vez de utilizar métodos anticonceptivos.
Ni siquiera se le había pasado por la cabeza. Era virgen, y no tenía experiencia, y Stone llevaba años de soltería. Los dos estaban sanos, pero ¿qué habían hecho de su buena cabeza y de su responsabilidad como adultos?
No podía dar marcha atrás, pero sí podía mejorar el futuro. Concertaría una cita con el ginecólogo para que le recetara un anticonceptivo, y problema resuelto.
Stone se ajustó la máscara intentando convencerse de que lo estaba pasando bien, pero no lo consiguió. La verdad es que había dado la fiesta por Cathy, intentando que tuviese algo divertido que esperar, y para de mostrarle que no estaba completamente fuera del mundo, y puede que un poco para presumir. No había reparado en gastos.
Ninguna de las razones era de peso, y no estaba orgulloso de ellas, y al ver el tumulto de gente, incluso deseó no haberlo hecho. No quería tener a toda aquella gente en su jardín, ni quería tener que soportar sus miradas, y las preguntas que se suponía que no debía oír. Pero lo más difícil eran las palabras y las miradas de la gente que de verdad sentía algo por él. Loa amigos que habían intentado estar en contacto después del accidente. Los amigos que él había rechazado negándose a hablar con ellos por teléfono y a responder sus notas.
– ¿Stone?
Se dio la vuelta y vio a Meryl Windsor acercándose a él. A pesar de la máscara y la falda de vuelo de su vestido, la reconoció.
– Hola, Meryl -la saludó, estrechando su mano.
Ella lo besó en la mejilla.
– ¿Cómo demonios me has reconocido? Han pasado años, y estaba segura de llevar un disfraz infalible.
– Recordaba perfectamente tu voz.
– Demasiados años en un internado inglés. No podré dejar de pagar por ello ni en toda mi vida -suspiró dramáticamente y luego se echó a reír-. Ni siquiera mis profesores de inglés aprobaban mi sentido del humor.
– Yo lo he echado de menos -dijo, intentando ser amable, pero luego se dio cuenta de que de verdad era así.
Era una mujer alta y pelirroja que llevaba años felizmente casada. Su marido había sido un buen amigo suyo.
– ¿Cómo está Ben?
– Bien. Me ha pedido que le disculpe, pero por cuestiones de trabajo está en París.
– ¿Y cómo es que no lo has acompañado?
Meryl siempre viajaba con su marido.
– Es que los niños acaban de empezar el curso y no podía dejar pasar la oportunidad sin hacerles unas cuantas fotos -su sonrisa era descarada-. Pero por suerte para ti, llevo un bolso demasiado pequeño para poder camuflarlos dentro, porque si no, te habría torturado con ellos sin piedad. Soy una madraza.
– Lo recuerdo.
Meryl se acercó y pasó la mano por su brazo.
– Ay, Stone, cuánto te hemos echado de menos. Yo no me había rendido. Seguía enviándote postales en las vacaciones y llamando por teléfono para interesarme por ti.
– Me lo ha dicho Ula.
La carpa era grande, con una pequeña barra de bar en un rincón, junto a una plataforma de madera para bailar. Unas mesas redondas en las que había sentada un montón de gente rellenaban el resto del espacio y Meryl le llevó despacio hacia la salida de la tienda.
– Stone, ¿por qué insistes en hacerte el mártir? Nadie te culpa por lo que ocurrió. Estoy segura de que ni siquiera Evelyn.
Meryl había sido siempre una persona franca y directa, pero que no conocía todos los hechos. Ojalá no fuese así. Ojalá pudiera creerla.
– ¿Sigues colaborando con organizaciones humanitarias? -le preguntó.
– Un cambio de tema no demasiado sutil -protestó, pero aun así le habló de los esfuerzos que estaba haciendo para recaudar dinero para el hospital infantil.
Al principio escuchó sus palabras, pero después algo llamó su atención. Miró hacia la puerta y vio que Cathy había entrado en la carpa. Estaba rodeada por un grupo de admiradores, y le costó trabajo asimilar que una mujer tan increíblemente hermosa formase parte de su vida.
La luz intensa iluminaba sus cabellos y realzaba el tono rojizo, y el vestido sin hombros hacía que su piel pareciese de satén. La pequeña máscara escondía sólo sus enormes ojos verdes. Era una imagen maravillosa, y tan intenso fue el deseo que lo sobrecogió.
– Hay que ver, Stone; ni siquiera finges escucharme -protestó Meryl con un suspiro-. Por lo menos Ben disimula mejor.
– Lo siento -se disculpó-. Estaba…
– Sé exactamente lo que estabas haciendo -Meryl hizo un gesto con la cabeza hacia Cathy-. ¿Quién es? ¿Por fin te has decidido a dejar atrás el pasado?