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Quería a Stone y sabía que él no la quería a ella. Pertenecían a mundos diferentes. Ella era virgen en su primer encuentro. La única diferencia era que no estaban casados y que él la deseaba físicamente… al menos, por el momento.

El cuerpo le dolía. Era como si los huesos se hubieran salido de su sitio. Le dolía respirar y tenía los ojos como llenos de arena. Sus palabras la laceraban como dagas. No importaba que no fuese Evelyn, porque ambas eran demasiado parecidas.

El amor no correspondido es una de las historias más antiguas del mundo, se dijo. Dios, cómo detestaba ser un cliché. La pena era que no había podido elegir. No había podido evitar querer a Stone, lo mismo que no podía dejar de respirar. Era involuntario.

– ¿Estás bien? -preguntó él-. Te has puesto pálida.

«No debe saberlo nunca», pensó.

– Sólo estaba pensando en lo que me has contado. Siento que las cosas no salieran bien entre Evelyn y tú. Debía ser una mujer encantadora.

– Te habría gustado.

Seguramente no, a pesar de que tenían algo en común. Y no creía que a Evelyn ella le hubiera gustado. Habrían sido competidoras en un juego que ambas estaban destinadas a perder.

Stone apartó la sábana y dio una palmada en la sábana.

– Ven a la cama -dijo.

Ella asintió, se quitó la bata y se unió a él. Aquella historia era mucho más larga, pero no iba a presionarlo para que se la contara.

Stone la abrazó.

– ¿Preferirías que no te hubiese hablado de Evelyn? -preguntó.

– No, en absoluto.

Él le apartó unos mechones de la cara y la besó.

– Te deseo -murmuró junto a su boca.

Más tarde, cuando ambos habían estado perdidos en el abismo de la pasión y habían encontrado el camino de vuelta a la realidad, Cathy estaba tumbada boca arriba en la oscuridad. Stone dormía a su lado. Aún tenían las manos entrelazadas.

Se dijo a sí misma que no importaba; que ella no era Evelyn y que su relación era muy diferente. Pero las palabras no le ofrecieron ningún consuelo, porque no eran verdad. Sí que importaba. No había forma de ignorar el pasado, ni la verdad inherente a la historia de su esposa. Él no la amaba, del mismo modo que no la amaba tampoco a ella. Y sin embargo, las dos lo habían querido. Al final, ese desamor había destruido a Evelyn. ¿Qué le ocurriría a ella?

Stone cerró el expediente.

– Ya basta por ahora -dijo, y miró el reloj de la pared-. Ula traerá la comida en un momento. Me ha dicho que ha preparado esa ensalada de pollo y mango que tanto te gusta.

Cathy sonrió.

– Es un encanto, pero no tengo hambre. ¿Podrías decirle que me la guarde para más tarde?

Stone frunció el ceño.

– ¿No vas a comer?

– Puede que más tarde. Quiero ir a correr.

Y se levantó.

El principio del mes de septiembre estaba siendo caluroso, pero soplaba una agradable brisa del océano. Cathy llevaba una falda corta y una blusa sin mangas, y ambas cosas mostraban con perfección su figura. Stone se encontró deseándola. No importaba el número de veces que hicieran el amor: él seguía sintiendo necesidad de ella. Pero Cathy entró en su despacho sin mirar hacia atrás, y de pronto no estuvo seguro de qué le diría si se lo proponía.

Algo había cambiado entre ellos. Lo venía notando desde un par de días después de la fiesta. Intentaba convencerse de que era cuestión hormonal o de presión de trabajo, pero ya no se lo creía. ¿Sería por lo que le había contado sobre Evelyn? ¿Estaría celosa?

No, no podía ser. Le había explicado lo de su matrimonio, y sabía ya que no quería a su mujer, al menos del modo que se espera. Desde luego, nunca la había deseado del modo en que la deseaba a ella. Eso tenía que saberlo. Su relación sexual era maravillosa para ambos, y ella siempre estaba preparada para él. Eran perfectos juntos. ¿Cuál sería entonces el problema?

Quizás estuviera sintiendo la misma confusión que él. Le gustaba tenerla a su lado, y a pesar de sus intentos por evitarlo, había llegado a sentir algo por ella. No estaba preocupado porque pudiera llegar a quererla, ya que nunca volvería a querer a nadie, pero tampoco deseaba perderla. No estaba muy claro qué clase de situación estaba viviendo.

Alguien llamó con los nudillos a la puerta. Por un instante, pensó que era Cathy que volvía, pero después se dio cuenta de que habían llamado a la puerta que daba al recibidor, y no del otro despacho.

– Adelante -llamó.

Ula entró. Como siempre, estaba perfecta con su vestido gris.

– He dispuesto la comida.

– Gracias. Cathy va a salir a correr, así que comerá un poco más tarde.

Ula asintió.

– Me he cruzado con ella en el recibidor y me lo ha dicho.

Hizo una pausa y él supo que tenía algo más que decir.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó, ya que sería absurdo intentar evitar lo inevitable.

Dio un par de pasos en la habitación. A pesar de su estatura, o mejor de su falta de ella, era imponente.

– No puede seguir haciendo esto mucho más tiempo -le dijo, mirándolo a los ojos.

No estaba seguro de a qué se refería con «esto», pero tenía la impresión de que Ula iba a darle todos los detalles, así que se recostó en su sillón y permaneció en silencio.

– Ella no es un juguete -dijo Ula.

Ella era Cathy, por supuesto.

– Lo sé. Yo la respeto. Trabaja para mí y hace un gran trabajo.

Sabía que todo, aquello no tenía nada que ver con el trabajo, pero era la única carta que podía jugar.

– La chica está enamorada, y la está tratando como si sintiera algo por ella, cuando al final va a tener que enfrentarse al dolor. Debe dejarla marchar ya.

– No es así -protestó, intentando no recordar la primera vez que habían hecho el amor. Cuando se dormía, Cathy había susurrado un «te quiero». Después no había vuelto a repetirlo, y casi había conseguido convencerse de que no había pronunciado aquellas palabras en realidad… o bien, si lo había hecho, que no había puesto el corazón en ellas.

Desgraciadamente, ni siquiera él podía convencerse de una cosa así. Sentía algo por él lo bastante fuerte como para salir malherida. No quería que lo quisiera, porque él no merecía la pena, y por otro lado, sabía bien que no debía dejarse llevar por los sentimientos.

– Yo nunca le he dicho que pudiera esperar nada -dijo a la defensiva, tanto ante sí mismo como ante Ula.

– Se merece algo mejor. Ha sido maravillosa con usted, y así es como se lo paga, utilizándola como si no fuese una persona de carne y hueso, merecedora de consideración.

– No es eso -protestó, aunque en el fondo sabía que podía tener razón.

– Es exactamente eso, y no sé que es peor: si que se esté mintiendo a sí mismo tratando de ocultarse la verdad, o que esté tan ciego e inmerso en sí mismo y en sus propios problemas que no sea capaz de ver lo que está ocurriendo en realidad.

Cathy se quedó mirando aquel pequeño vaso de plástico.

– ¿Tengo que hacerlo?

La enfermera de pelo rizado sonrió.

– Eso me temo.

– Si es que he ido al baño justo antes de salir de casa.

– Hay una fuente de agua fría al final del pasillo -sugirió la enfermera-. Podría probar a beberse un par de vasos.

– En fin… primero probaré a ver lo que puedo hacer yo sola.

Cuando terminó, la enfermera la condujo a una consulta y le entregó una bata de papel.

– Estoy segura de que conoce ya la rutina -dijo-. El aire acondicionado sigue estropeado, así que puede dejarse los calcetines puestos.

– Ah, vale. Mucho mejor.

Cathy entró tras la cortina. Aunque detestaba ir al médico, sabía que era importante someterse a una revisión anual. Y quería que le recetasen anticonceptivos.