– Lo intentaré.
No podía ser más sincera, porque en aquel momento dudaba de que fuese capaz de hablar con Ula o con cualquier otra persona.
– Tengo que irme. Cuídese.
Y colgó.
No supo cuánto tiempo estuvo sentada allí. Stone se había marchado. No iba a ir a buscarla. No iba a llamar. Había desaparecido de su vida. Nunca le había importado.
Al final, apoyó los brazos en la mesa, bajó la cabeza y lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas.
Cuando por fin se levantó, vio que eran las once y media. Tenía que marcharse si quería llegar a clase. Recogió el bolso y el catálogo, pero se detuvo. ¿Qué sentido tenía ir a clase? ¿A quién quería engañar? ¿La universidad, ella? Era demasiado mayor. Esperaba un niño. Tardaría demasiado.
– Olvídalo -se dijo en voz alta-. Ve a trabajar, vuelve a casa, espera a tu hijo. Eso es suficiente. No necesitas hacer nada más. Fíjate cuánto tiempo sobreviviste antes sin hacerlo.
Sin pensar, se acercó al armario de la cocina, lo abrió y arrugó la nariz. Pan integral, galletas bajas en calorías, sopa. Ni una sola galleta de verdad, ni una tableta de chocolate. Necesitaba chocolate, y lo necesitaba ya.
Tomó el bolso y salió. En la puerta, reparó en que habían traído el correo; sacó los sobres e iba a lanzarlos sobre la mesita del recibidor cuando una caligrafía que le resultaba familiar llamó su atención. Era la letra de Stone.
El corazón le dio un vuelco. Abrió el sobre. ¿Qué sería? ¿Una nota? ¿Un billete? ¿Una explicación?
Dinero. Un montón de billetes de cien dólares. Contó. Cinco mil. Había una cuartilla doblada con una sola frase: «Recibirás la misma cantidad cada mes».
El bastardo ni siquiera se había molestado en firmar con su nombre.
Cathy miró el dinero. Así que esa era su forma de pensar en ella. Bien. Ahorraría el dinero para su hijo. Quizás empezaría a guardar para cuando llegase el momento de ir a la universidad.
Miró a su alrededor como si de repente no recordase adónde iba. Ah, por chocolate. Frunció el ceño. Eso no era lo que quería. No quería comer. Quería tener una vida. Y por Dios que iba a tenerla.
Catorce semanas más tarde, Cathy aparcaba frente a su casa, sonriendo de oreja a oreja. Estaba cansada, pero era más feliz de lo que lo había sido desde hacía meses.
Lo había conseguido. Acababa de hacer el último examen final. Había completado el primer semestre de universidad.
– ¿No estás orgulloso de tu mamá? -le preguntó al bebé, poniéndose una mano en el vientre. Estaba embarazada de cinco meses, y el embarazo ya no era fácil de ocultar. La verdad es que no le importaba. Sus compañeros de clase no la habían discriminado por estar embarazada y ser soltera. Es más, habían sido bastante amables con ella.
La verdad es que la universidad era dura. Le encantaba el mundo de las finanzas y toleraba en la economía, pero ¿a quién podía interesarle ser contable?
Estaba agotada. Entre estudiar, los exámenes e ir a trabajar cuando más cansada estaba…
– Merece la pena -le dijo a su niño-. Tú también la merecerás.
Paró el motor y bajó del coche. Eran casi las nueve de la noche. Se había unido a un grupo de estudiantes para ir a cenar tras los exámenes finales a un restaurante italiano. Había disfrutado mucho con la conversación y las risas. No había tenido mucho de ambas cosas en su vida.
Eddie, su jefe en el servicio de contestador, estaba tan orgulloso porque hubiese conseguido finalizar el primer semestre que le había dado la noche libre, y la verdad es que se lo agradecía enormemente. Se iba a meter en la cama y pensaba dormir doce horas seguidas.
Al acercarse a la casa, una sombra se movió. La sorpresa fue demasiado grande para sentir miedo. La sombra volvió a moverse y se convirtió en un hombre. Entonces, supo.
Stone había vuelto después de tanto tiempo. No sabía qué pensar, ni qué decir. Había seguido enviándole dinero todos los meses, dinero que había ahorrado en su mayoría. Había hablado con Ula en varias ocasiones pero no tenía noticias de él.
Se quedó allí de pie, en el camino de acceso a la casa, sin saber qué sentía en realidad. No estaba furiosa, ni siquiera triste, aunque sentía rodar las lágrimas por las mejillas. A pesar de todo, no había sido capaz de dejar de quererlo, y ese amor se movió en su interior, llenándola con un calor que no había sentido desde hacía mucho tiempo. El mismo amor que había experimentado antes, pero con una diferencia: que los últimos cuatro meses le habían enseñado a ser fuerte. Habría sobrevivido sin él, y continuaría así.
– Hola, Cathy.
Stone se acercó a ella. La noche estaba cuajada de estrellas, pero no había luna, de modo que el momento fue igual que cuando se encontraron por primera vez en su casa.
– Stone… qué sorpresa.
– ¿Estás enfadada?
– Debería estarlo, seguramente, pero no, no lo estoy -dio un paso hacia la casa-. Entremos para que me expliques por qué estás aquí.
– ¿Así, tan tranquilamente?
– ¿Qué esperabas? ¿Una escena?
– No. Supongo que me has olvidado por completo, y no te culpo. No merezco otra cosa.
– Es verdad, no la mereces, pero desgraciadamente no he olvidado. Eso sí, he aprendido a vivir sin ti -una brisa fresca le hizo estremecerse-. Vamos, que hace frío.
Iba a llevarse una buena sorpresa cuando se quitase el abrigo, y esa idea le hizo sonreír. Dijera lo que dijese, sería capaz de enfrentarse a ello, tal y como venía haciendo con todo últimamente.
Abrió la puerta y fue a encender la luz, pero él se lo impidió.
– No, por favor. Todavía no.
– Ya he visto tus cicatrices, ¿recuerdas?
– Lo sé, pero hazme ese favor.
Stone cerró la puerta a su espalda y ambos quedaron en la oscuridad.
– Te pediría que te sentases, pero temo que nos tropecemos con algo.
Inspiró profundamente e intentó encontrar algo ingenioso que decir. Algo que le demostrase lo bien que le había ido sin él. Pero entonces Stone rozó su mejilla, y Cathy se derritió.
– Te he echado de menos -dijo él en voz baja-. Cada día. Cada hora. Fui un imbécil, y tú eres una mujer increíble. Eres todo lo que siempre he deseado, pero me comporté como un estúpido. No sé si fue el orgullo, la culpa o que estaba tremendamente enfadado conmigo mismo. He tardado lo mío, pero al final he conseguido desprenderme del pasado, como tú me dijiste.
Cathy fue a hablar, pero se había quedado muda. ¿Estaba Stone diciendo lo que de verdad ella creía que estaba diciendo? No podía estar segura.
– Tenías razón -continuó-. En todo. Ula también la tenía. Me dijo que era un idiota.
– ¿Ula te dijo que eras un idiota?
– Más de una vez.
Cathy le sintió acercarse; sintió que ponía las manos en sus mejillas.
– Si decides no volverme a mirar, lo comprenderé. Incluso si hay alguien más, también. Pero si no es así, ¿estarías dispuesta a darme una oportunidad? Te quiero, Cathy. Creo que siempre te he querido, pero me daba miedo admitirlo. Lo de arreglar tu vida era sólo una excusa para tenerte cerca de mí sin tener que aceptar la responsabilidad de lo que sentía. Te quiero. Por favor, vuelve a casa conmigo.
No podía creer lo que estaba ocurriendo.
– ¿De verdad estás aquí? ¿De verdad me estás diciendo todas esas cosas?
– Sí. Todas. Te quiero, Cathy.
– Stone…
Cathy se echó en sus brazos y le besó, y sus cuerpos se apretaron en la oscuridad.
– Yo también te quiero -dijo-. No hay nadie más. ¿Cómo podría haberlo? Te di mi corazón, así que no se lo puedo dar a nadie más -se echó a reír-. Esto es increíble.
– Entonces, ¿volverás conmigo?
Cathy dudó.
– Te quiero, y deseo estar contigo, pero no puedo ser la amante de un hombre rico. Te veré cuando quieras, pero me voy a quedar aquí. He empezado en la universidad, y no quiero renunciar ahora.