– Es ya mi segundo turno -suspiró-, así que perdóneme si no hago frases completas.
– ¿Tiene alguna noticia para mí?
Ella asintió e hizo girar los hombros.
– Cathy Eldridge es una chica con suerte. Acaban de subirla a una habitación. Tengo el número -se buscó en el bolsillo de su pantalón verde de hospital y le entregó una hoja de papel-. Sólo la familia va a poder entrar un par de minutos por ahora.
Él la miró a los ojos.
– ¿Le he dicho que somos primos?
– Ya me imaginaba yo que sería algo así.
– Entonces, ¿está bien?
– Ha tenido mucha suerte, porque no ha llegado a tragar mucho humo. Tiene una contusión en la cabeza que puede presentar alguna complicación, pero nada serio. Estamos esperando que recupere la consciencia. Se ha hecho un esguince de rodilla, y eso sí es un problema. El médico de urgencias piensa que van a tener que operarla y que tendrá que hacer rehabilitación después. Pero en general, el pronóstico es bueno.
Él esperaba algo mejor.
– ¿Está inconsciente?
La enfermera asintió.
– Todos los síntomas son positivos. Podría haber salido mucho peor parada. El humo podría haberle dañado los pulmones, o podría haberse quemado. Los bomberos llegaron hasta ella justo a tiempo.
Debería sentirse aliviado con las noticias, pero no era así. Cathy estaba herida, y él tenía que verla.
Con el papel en la mano, se levantó.
– Voy a subir a verla. Gracias por la información.
– De nada -contestó con una sonrisa de cansancio.
En la segunda planta, buscó el ala correcta y después habló con la enfermera del control.
– Ya sabe usted que no se le permiten visitas -declaró.
– Lo sé, pero necesito verla. Estaba hablando por teléfono con ella cuando se declaró el incendio. Hablamos hasta que se cortó la comunicación.
La mujer frunció el ceño.
– Cinco minutos, ni uno más. No sabrá usted nada de su familia más allegada, ¿verdad? -Y antes de que él pudiera contestar, ella frunció aun más el ceño-. Y no vaya a decirme que es usted su hermano o algo así.
Y él que pretendía ser su primo…
– Cathy me ha hablado de varios amigos, pero no de familia.
– Supongo que encontrarán a alguien -dijo ella.
Él tomó un bolígrafo del mostrador y anotó su número de teléfono en un bloc de notas.
– Este es mi nombre y mi número de teléfono particular. Si no contesto, déjeme el mensaje y yo me pondré al habla con usted.
Ella miró el papel.
– ¿Para qué es esto?
– Mientras encuentran a su familia, yo soy todo lo que tiene Cathy. Quiero estar informado de cualquier cambio que pueda producirse en su estado, y me haré cargo de cualquier factura médica que no cubra su seguro.
La mujer lo miró sorprendida.
– ¿Está usted seguro? Puede resultarle bastante caro.
– No me importa.
Tenía muchas preocupaciones en su vida, pero el dinero no era una de ellas.
– Si usted lo dice, señor… -miró el papel-… Ward. Adelante, pero no se exceda de cinco minutos.
– Gracias.
Stone avanzó por el pasillo y se detuvo frente a la penúltima puerta a la derecha. Había mantenido una relación telefónica con Cathy durante más de dos años, pero no sabía qué aspecto podía tener. Ella le había dicho que era alta y rubia, y él había querido imaginarse a una mujer preciosa, casi una modelo, pero una voz en su interior le había susurrado que eso no era verdad. Y aunque había sido capaz de imaginarse su cuerpo, no había sido capaz de imaginarse su cara.
Miró por encima del hombro, casi esperando ver aparecer a su grupo de amigos. Si aparecían, él no entraría. Ellos tenían derecho a estar allí; él, no. Pensar en lo mal que lo habría pasado si hubiese llamado y ella no hubiera estado allí le dio valor para entrar.
Siendo de madrugada, la única luz de la habitación era un tenue resplandor de una lámpara instalada sobre la cama. Se acercó a ella con cuidado de permanecer en la sombra. Si se despertaba, no quería asustarla.
Dio un paso, y después otro, hasta que estuvo a una distancia en la que podría haberla tocado. Tras dos años de imaginar, por fin sabía.
Estaba tumbada, así que no podía calibrar su estatura.
Lo primero en lo que reparó fue en su cara. Tenía tiznajos del humo en las mejillas y en la frente, que contrastaban vivamente con la palidez de su piel. No era rubia, sino castaña, y su pelo descansaba desparramado sobre la almohada. Su boca era de labios carnosos y su nariz, recta. De los ojos no podía decir nada puesto que dormía.
No era la mujer que él se había imaginado, y tampoco la mujer que ella había descrito. Stone se acercó un poco más para poder leer la pulsera de plástico que le habían colocado. El nombre era el suyo: Cathy.
Confuso por aquella revelación en una noche ya de por sí difícil, acercó una silla a la cama y se sentó. Ella tenía los brazos estirados sobre la cama y rozó el dorso de su mano. Tenía una piel suave. Tomó su mano y la apretó. Ella se agarró a él.
Stone sintió una breve sacudida, como si una corriente eléctrica hubiese saltado del cuerpo de Cathy al suyo, y aquello le hizo fruncir el ceño. No debía ser más que una reacción tras todo lo que había pasado. Estaba cansado, nada más, pero siguió dándole la mano y acariciándola con el pulgar. Suave y fina, pensó, igual que la de su cara. No era la piel de una mujer que acababa de pasar un fin de semana de vacaciones en un lugar soleado. Según ella, se había pasado la mayor parte de la primavera viajando a lugares de vacaciones. Le había hablado de su bikini y del bronceado, pero no había ni rastro de ello en su piel.
La ropa de la cama ocultaba los detalles de su cuerpo, pero no parecía la clase de mujer que llevase los bikinis y las minifaldas de las que le hablaba.
– Ay, Cathy -suspiró-. De las veces que me he imaginado que llegaría a conocerte, jamás pensé que fuera a ser así -y siguió acariciando su mano-. Me alegro de que estés bien -continuó-. Sé que lo has pasado muy mal y que necesitas descansar, pero vas a tener que recuperar pronto la consciencia. Necesitamos saber que estás bien. Bueno, supongo que soy yo quien necesita saberlo. Así que hazlo por mí, ¿vale?
Por un momento le pareció que iba a despertarse, y Stone se quedó paralizado en el sitio sin saber qué hacer si se despertaba. Tendría que escabullirse de la habitación antes de que se diera cuenta de que estaba allí. Pero no abrió los ojos, y si le pareció que mostraba alguna reacción era porque la estaba observando muy atentamente.
– ¿Señor Ward?
– ¿Sí?
La enfermera estaba en la puerta.
– Puede quedarse un par de minutos más, pero después tendré que pedirle que se marche.
Él asintió y volvió su atención a Cathy.
– Quieren que me vaya para que puedas descansar. Volveré mañana, y me encantaría que estuvieras despierta para entonces.
Aunque no sabía cómo podría enfrentarse a la situación si de verdad lo estaba, pero ya cruzaría ese puente cuando llegase a él.
Soltó su mano y se levantó, pero antes de salir abrió el pequeño armario que había junto a la puerta del baño. Dentro encontró unos vaqueros viejos, una camiseta grande y un bolso, que tenía claramente marcadas las huellas sobre el material barato. Debía estar aferrada a su bolso cuando la rescataron.
Tras asegurarse de que la enfermera había vuelto al control, lo abrió y sacó el monedero de Cathy. Anotó la dirección que figuraba en su permiso de conducir.
– Te veré pronto -le prometió, antes de besarla en la mejilla. Ella no se movió.
Una vez fuera, le dijo a la enfermera que quería que trasladasen a Cathy a una habitación privada, y que él se haría cargo de pagar la diferencia.
Veinte minutos más tarde, salía de la autopista con su BMW para entrar en la urbanización de North Hollywood. En el mapa que llevaba en el coche, buscó el nombre de la calle y tras unas cuantas vueltas, localizó la calle de Cathy.