Capítulo 3
Cathy se estiró. Era agradable la sensación de estar adormilada en aquella habitación en penumbra, pero la necesidad de abrir los ojos era fuerte. Llevaba todo el día yendo y viniendo entre el sueño y la vigilia, y sabía que probablemente debía intentar estar despierta un poco más, pero el sueño era tentador.
Cambió de postura en un intento de ponerse más cómoda. Aparte de algunos otros golpes que tenía repartidos por el cuerpo, las dos fuentes de dolor más intenso eran el golpe de la cabeza y la rodilla derecha. Cuando el doctor Tucker había pasado visita aquella tarde estaba despierta, y le había explicado cuál era su situación. Había tenido suerte, según él. Podía haber muerto.
Cathy sabía que era verdad, e intentó no recordar aquellos horribles minutos de espera hasta que llegaron los bomberos. Si Stone no hubiese permanecido en línea con ella, no habría podido conseguirlo.
Stone. Pensar en él le hizo sonreír. Había sido tan bueno con ella, intentando que no perdiera la serenidad, diciéndole que todo iba a salir bien. Además, le había enviado flores como para llenar un invernadero. Qué amable…
Le echaba de menos, y esperaba que él también. Quién sabe cuánto tiempo tardaría en poder volver a trabajar. ¿Seguiría funcionando la empresa? ¿Y las facturas del hospital? Porque seguro que todo aquello no lo cubría el seguro. Su sonrisa se desvaneció y con ella, el buen humor. Mejor sería volverse a dormir.
Inspiró profundamente y se obligó a relajarse. El dolor de la cabeza era palpitante, pero pronto llegaría la hora del calmante. Mientras, cerraría los ojos y se dejaría llevar. Los problemas seguirían estando allí cuando se encontrara más fuerte.
– Me dijeron que te habías despertado, pero creía que se trataba de un error.
La frase se quedó en el aire. ¿Se habría imaginado las palabras o de verdad las habría pronunciado alguien? Esa voz… No podía ser. ¿Stone? ¿Allí?
La alegría le llenó el cuerpo, pero sólo para estrellarse en el muro de la realidad. Si Stone estaba allí, podría verla. El horror la estremeció. Puede que ya supiera la verdad, y si no era así, no tardaría en descubrirla.
No. Aquello no podía estar ocurriendo. Tenía que habérselo imaginado. El golpe de la cabeza había sido fuerte, así que tenía que haber perdido la cabeza. Eso.
Alguien se movió en la habitación. No se atrevió a abrir los ojos, pero sintió una presencia… su presencia. Una silla rozó el suelo y tomó su mano entre las suyas.
El contacto era cálido, vagamente familiar. Quizás porque se lo había imaginado cientos de veces durante los últimos dos años.
– ¿Cathy? -murmuró él-. ¿Me oyes? Mary, tu enfermera, me ha dicho que estabas despierta. ¿Cómo te encuentras?
No quería abrir los ojos. Si seguía teniéndolos cerrados, no sería real. Pero lo era. La vergüenza le hizo sentirse horrible. Vergüenza por sus mentiras y por la verdad que ya debía saber de ella. No sabía qué podía ser peor: su ira o su piedad.
– Vete, por favor -susurró.
– Pues no es la clase de saludo que yo me esperaba. Al menos podías haberme dicho hola. Podías haberme dicho: «hola, Stone. Me alegro de conocerte, pero ahora vete, por favor.»
Los ojos le ardieron con las lágrimas que no podía verter.
– Te estás riendo de mí.
– No. Sólo intento que los dos nos sintamos un poco mejor. Vamos, inténtalo: hola, Stone. No puede ser tan difícil.
No tenía ni idea, se dijo, girando la cabeza hacia el otro lado, y una sola lágrima rodó por su sien hasta perderse en su pelo. Su pelo. No era bastante ya con que no tuviera los amigos que le había dicho tener; además, no era como le había dicho. Se esperaba una rubia de piernas largas y figura esbelta, y lo que había encontrado era una mujer pálida, corriente, con diez kilos de más y pelo de ratón.
– Pensé que te gustaría tener compañía -continuó él-. ¿Me equivoco?
– Pero no tú -consiguió decir, aunque las lágrimas le atascaban la garganta.
– Ya.
Soltó su mano y Cathy sintió frío.
El silencio llenó la habitación.
– Creía que éramos amigos.
Eso le llamó la atención e involuntariamente se volvió hacia él y abrió los ojos.
Stone Ward estaba de verdad en la habitación. Vio su figura en las sombras. No pudo reconocer sus facciones, pero vio que se trataba de un hombre grande, alto y de hombros anchos. Su pelo parecía oscuro.
– ¿Cómo puedes decir eso? Tienes que saber la verdad sobre mí -se agarró al borde de las sábanas-. Sobre las mentiras -musitó.
Él volvió a acercarse y entrelazó los dedos con los suyos. Cathy volvió a sentirse consolada, cálida y confusa. Ojalá la habitación no estuviese tan a oscuras y pudiese verlo.
– Eso no importa -le dijo.
– Pero…
– Lo digo de verdad, Cathy. Además, no es bueno hablar de cosas que te inquieten. Lo que importa es que te estás recuperando, y el resto puede esperar. ¿Cómo te encuentras?
No supo muy bien cómo contestar a la pregunta, porque se sentía perdida e insegura. Todo su mundo se había trastocado y no podía encontrar el equilibrio. Stone Ward estaba allí, hablándole, dándole la mano, actuando como si le importara algo, y no parecía preocuparle que le hubiese mentido. Pero tenía que importarle y mucho…
– No entiendo -dijo en voz baja-. ¿Por qué estás siendo tan bueno conmigo? Deberías odiarme, o al menos, despreciarme -parpadeó varias veces, intentando ver con más claridad-. ¿O es que siempre has sabido que no era verdad, y te estabas riendo de mí?
Él apretó su mano.
– Cathy, no. No digas eso. Yo no sabía nada, pero no importa porque no eran los sitios a los que ibas o tu aspecto lo que me empujaba a hablar contigo por teléfono, sino lo bien que lo pasábamos juntos.
Quería creerle, pero se sentía como aturdida, seguramente por el efecto de los analgésicos. Se sentía demasiado cansada para discutir. Más tarde, cuando pudiese pensar, encontraría el sentido a todo aquello. Por ahora, le bastaba por saber que él estaba allí y que no estaba sola.
– Está bien. Gracias por tu comprensión.
– Es un placer. Bueno, ¿cómo estás?
– Dolorida.
– ¿La rodilla?
– Y la cabeza.
– Según el médico, van a tener que operarte la rodilla.
Cathy se frotó la sien.
– Algo de eso me dijo cuando estuvo aquí. Que no era una operación grave, pero que tendría que usar muletas durante un tiempo.
Muletas. Tenía un seguro médico por estar trabajando, pero no sabía hasta dónde se extendía su cobertura. Quizás los propietarios del edificio corrieran con parte de los gastos, o quizás el edificio tuviese un seguro. O a lo mejor…
Se mordió un labio. No quería pensar en eso. Le dolía demasiado el cuerpo y estaba demasiado confusa.
– ¿Cathy?
Esa voz. Aún no podía creer que Stone estuviese de verdad allí y que no pareciera enfadado por el engaño.
– Sí, perdona. Es que estoy un poco aturdida.
– Lo comprendo -se acercó un poco, pero no lo bastante para salir de las sombras-. No quiero que te preocupes por nada. Todo está ya arreglado: el médico, el cirujano y la rehabilitación.
– No puede ser…
– Me he ocupado de todos los detalles. De lo único que tienes que preocuparte tú es de ponerte mejor.
Cathy lo miró e intentó comprender por qué estaba siendo tan amable con ella.
– No lo entiendo -dijo. Ni la situación, ni a él.
– Es muy sencillo. Cuando te den el alta dentro de un par de días, quiero que te vengas conmigo. Mi casa es grande, y tendrás todo el espacio que necesites. Ya he dispuesto que venga una terapeuta a ayudarte. Mi ama de llaves estará también allí, y se ocupará de todo lo que puedas necesitar. Quiero hacerlo, Cathy, porque el fuego me asustó de verdad. Creía que te había pasado algo irremediable.