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Jacquie D’Alessandro

Caricias de fuego

Caricias de fuego (2010)

Título Originaclass="underline" Touch me (2009)

Serie: 2º Guía para damas

Capítulo Uno

Little Longstone (Kent), 1820

«Genevieve. En la caja de alabastro hay una carta… en ella está el nombre del que me ha hecho esto…»

Las últimas palabras del conde de Ridgemoor resonaron en la cabeza de Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn, mientras caminaba hacia la casa de campo que se alzaba entre los olmos. Las había pronunciado con su último aliento, en respuesta a la pregunta de Simon:

– ¿Quién le ha disparado?

Con suerte, Simon estaba a punto de descubrir la respuesta y de atrapar al asesino del hombre que, según los rumores, se iba a convertir en primer ministro. Las reformas sociales que el conde propugnaba no eran populares en todos los sectores del país; ya habían atentado contra su vida dos semanas antes, y Simon estaba investigando el suceso en calidad de representante de la Corona. Pero ahora era demasiado tarde. Habían conseguido silenciar a Ridgemoor en el segundo intento; y por si fuera poco, él se había convertido en el sospechoso principal.

No era la primera vez que fracasaba en sus ocho años como espía de la Corona, pero sí la primera que lo creían culpable de un delito. Desgraciadamente, el mayordomo del conde lo había visto junto al cadáver de su señor, pistola en mano. Simon se había acercado a su domicilio tras recibir una nota en la que se afirmaba que Ridgemoor tenía una información importante. Fue entonces cuando lo encontró en el suelo, moribundo. El mayordomo declaró a las autoridades que él era el único que había entrado en la casa y que todas las puertas y ventanas estaban cerradas por dentro.

Cuando Simon notó la mirada de desconfianza de John Waverly, su superior inmediato, supo que se había metido en un buen lío. Waverly no dudó de su versión de los hechos, pero era evidente que no las tenía todas consigo y eso le dolía más de lo que estaba dispuesto a admitir. Hasta ocho años antes, Simon no sabía nada de la profesión de espía; se limitaba a disfrutar de la riqueza y de los privilegios que le ofrecían su título y el apellido de la familia. Pero necesitaba un cambio; necesitaba hacer algo útil. John Waverly le enseñó todos los trucos del juego del espionaje y se convirtió en su mentor y en su amigo; un hombre al que admiraba y respetaba.

Por si la desconfianza de Waverly fuera poco dolorosa, Simon también se había enfrentado a la de William Miller y Marc Albury, sus colegas más cercanos, dos hombres con los que mantenía una relación casi fraternal. A veces sentía más apego por ellos que por su propio hermano, lo cual no tenía nada de particular; a fin de cuentas, sus actividades como espía no eran algo que pudiera compartir con la familia o los amigos.

Simon se dijo que si Miller, Albury o el propio Waverly se hubieran visto envueltos en una situación tan difícil como aquélla, él les habría concedido el beneficio de la duda por muchas pruebas que tuvieran en su contra. Pero no estaba totalmente seguro. Tal vez habría dudado de ellos como ellos dudaban de él.

Con el rey y el primer ministro exigiendo una pronta captura del asesino de Ridgemoor, Simon temía que la precipitación se impusiera a la exactitud y que terminaran por ahorcar al hombre equivocado, que sería él mismo porque no había más sospechosos.

Además, el servicio de espionaje había sufrido tantos fracasos a lo largo de un año que Miller, Albury, Waverly, el propio Simon y otros muchos colegas estaban convencidos de que entre ellos había un traidor. Y tras lo sucedido con el conde, él también era el sospechoso principal en tal sentido.

Como no sabía en quién podía confiar, se había visto obligado a mentir cuando le preguntaron si Ridgemoor le había pasado alguna información. Pero Miller, Albury y Waverly olían una mentira a veinte pasos y eso sólo había servido para aumentar su desconfianza. Aunque todavía no habían presentado cargos contra él, sabía que sólo era cuestión de tiempo. Por eso necesitaba la caja de alabastro. Y la necesitaba ya, inmediatamente. Era la única forma de descubrir la identidad del verdadero culpable.

El tiempo apremiaba, así que le pidió a Waverly que lo dejara marchar para poder limpiar su buen nombre. Su jefe lo miró durante un momento, asintió y dijo:

– Creo que me ha mentido, y espero que tenga buenos motivos para ello; pero no creo que haya matado a Ridgemoor. Sin embargo, las pruebas en su contra son demasiado concluyentes; si presentan cargos, no podremos hacer nada. Le concedo quince días, Kilburn. Diré que se está recuperando de unas fiebres contagiosas… eso los mantendrá temporalmente alejados de su camino. Haga lo que tenga que hacer para limpiar su nombre, pero sea rápido. Por mi parte, intentaré ayudar en lo posible.

Simon no perdió el tiempo. Ya habían pasado dos días desde el asesinato del conde, y sus pesquisas lo habían llevado a aquel lugar, a la residencia de la señora Genevieve Ralston, la mujer que hasta el año anterior había sido la amante de Ridgemoor. ¿Significarían las últimas palabras del conde que la señora Ralston estaba involucrada en la conspiración para asesinarlo? ¿Habría querido insinuar que ella era la asesina? Era bastante posible.

Para entonces ya sabía que Ridgemoor había roto bruscamente su relación con la señora Ralston, con quien había estado una década. Tal vez fuera un caso típico de venganza. Pero sus motivos también podían ser puramente políticos, los de alguien que había conspirado para librarse de él antes de que asumiera el cargo de primer ministro de la Corona.

Según sus fuentes, la señora Ralston salía muy pocas veces de su casa de campo en Little Longstone, y el conde había sido asesinado en Londres. Sin embargo, la capital sólo se encontraba a tres horas en carruaje. ¿Qué mejor estrategia que tener fama de ermitaña para escabullirse y cometer un asesinato?

Por ejemplo, Simon llevaba un rato vigilando, la casa y la había visto salir de su domicilio cinco minutos antes; como sólo tenía un criado, un hombre enorme llamado Baxter, que en ese momento se estaba tomando una pinta de cerveza en la taberna del pueblo, la señora Ralston podía volver a su domicilio antes que él y nadie llegaría a saber que había salido. Nadie, excepto la persona o personas a quienes hubiera visitado. Y el propio Simon, por supuesto.

Escondido entre las sombras de los altos árboles, Simon la había visto alejarse por el camino que llevaba al manantial de su propiedad y a las casas de un par de vecinos. Había averiguado que una de esas casas estaba vacía y que la otra pertenecía a un artista, el señor Blackwell, desde hacía varios meses. Simon no podía saber si la mujer había ido a visitar a Blackwell o si se dirigía al manantial o a algún otro lugar. Podría haberla seguido, desde luego, pero la casa se había quedado vacía y era la oportunidad que necesitaba para entrar y encontrar la caja de alabastro con la carta.

Corrió hacia el edificio con sumo cuidado e introdujo un alambre entre las dos hojas de uno de los balcones. La suerte quiso que las nubes ocultaran momentáneamente la luna, así que pudo tomarse su tiempo y abrir el balcón con la seguridad de que nadie lo vería.

Al entrar en la casa, se encontró en un salón muy elegante. Mientras buscaba la caja, asegurándose de dejar todo en su sitio, notó que la señora Ralston poseía un gusto excelente en materia de muebles y una debilidad no menos obvia por el arte. Las paredes estaban llenas de cuadros y otros objetos, desde paisajes hasta retratos en miniatura, pasando por poemas enmarcados.

Por lo que había podido averiguar durante los dos días anteriores, la señora Ralston no nadaba en la abundancia; sin embargo, sus posesiones eran las de una mujer rica. Simon se preguntó de dónde se las habría sacado. Ciertamente, podían ser regalos de un benefactor muy generoso; pero también el pago de un asesinato.