Estoy sentado en la terraza. Las dos mujeres tocadas con gorros blancos me han traído, casi inánime, a mi lugar en la mesa. Una de ellas se quita la capa de lana gris y me arropa. No hay en el gesto ni cariño ni compasión ni desprecio. Sólo un movimiento profesional. Ellas están aquí para cuidarme. La mesa de mantel azul es muy elegante, como refinados son los juegos de té, los cubiertos, las porciones de comida.
Paseo mi mirada desatacada por el platillo de mantequilla, las jaleas y la poso al cabo en el camarero de pechera a rayas que me sirve el té humeante y me pregunta,
– ¿Todo está satisfactorio?
Yo miro con debilidad a las dos enfermeras con uniformes grises de cuellos tiesos y faldas estrechas. Una de ellas levanta la taza y la lleva a mis labios.
Yo me siento emaciado, exhausto y alcanzo a distinguir en la curva de una cuchara mi rostro deformado, mis ojos perdidos en cuencas profundas, mi nariz nerviosa, mis orejas silenciosas, mis mejillas grisáceas. Siento en mí una desolación profunda que no logra disimular una débil y enfermiza sonrisilla.
El camarero pregunta: ¿Necesita algo más el señorito?
En la segunda cueva, el lobo cohabita con el cordero. En otra, el leopardo duerme con la cabra. En la tercera -donde los perros devoran al anciano-, ahora una niña mete la mano en el hoyo de la serpiente. La niña viste un traje azul, medias azules, zapatos azules y un delantal blanco con las iniciales bordadas, C. G.
Olmeca
A Tamara y Arturo Fontaine,
compañeros de viaje a la tierra olmeca
1.
Me cuesta mucho saber dónde estoy. Quién soy. He tardado en acostumbrarme a la oscuridad. Me corrijo: tardo en descubrir la luz. Me contradigo: ¿la luz que descubro es parte de la oscuridad que reconozco? ¿O la oscuridad es la verdad que me rodea y la luz un engaño mío?
Iba a decir: un engaño de mi alma. Me corrijo otra vez. Sé que esa palabra está prohibida aquí. Alma. Anima. Espíritu. Son palabras prohibidas. Sin que nadie me lo enseñe, yo sé que aquí todos somos distintos. ¿Todos? ¿Somos? Mi escasa visión me va permitiendo distinguir. No sé bien quiénes somos o dónde estamos. Sé que el tacto está prohibido. Lo sé en el "alma". Esa será mi única posibilidad de saber. Guiarme casi a ciegas y tocar las cosas. Eso está prohibido.
He tardado mucho tiempo obedeciendo la orden. El tacto está vedado. Mi mirada se esfuerza por penetrar las tinieblas que me rodean. Mi desánimo es muy grande. Me doy cuenta de que si logro ver en la oscuridad podré distinguir lo que me rodea, y si logro distinguir, querré acercarme, tocar, quizás hablar. Mi "espíritu" me dice que eso no es posible. Nosotros no hablamos. Debo conformarme con adivinar desde mi escasa visión lo que mi ceguera sabía desde siempre. Me rodea la oscuridad. Hay otras cosas -¿serán almas?- en este lugar. No tengo derecho a mirarlas. Sé que mi presencia aquí es inerte. Las cosas están. ¿Tendrían también "alma" como yo creo tenerla? ¿O soy yo una excepción: la única cosa que quiere ver otras cosas, la única "alma" que adivina lo imaginable? Que hay otras cosas parecidas a mí -¿iguales a mí?- en este lugar que desconozco aunque lleve mucho tiempo en él.
Sospecho. ¿Encerrada aquí?
Sospecho, sin derecho. ¿Quién me ha dicho que estoy encerrada aquí? ¿Quién me mete en la cabeza la idea de un encierro? Si estoy encerrada, ¿qué es lo contrario del encierro? Me castigo a mí misma. Nada me autoriza a pensar estas cosas. ¿Por qué pienso así? ¿Por qué imagino "luz" si todo es "oscuridad"? ¿Por qué hablo de un "afuera" si todo está adentro? ¿Y qué me da derecho a hablar de un "adentro" si ésta es la única realidad que conozco? Esta que habito.
Me basta pensar esto para conformarme de nuevo, como lo tengo sabido desde hace siempre. No tengo derecho a hacerle preguntas. Está prohibido imaginar que existe "otra cosa" que no sea lo que, en la oscuridad, conozca. Culpable de nuevo. "La oscuridad." ¿De dónde me vino esta absurda idea? ¿Qué es lo contrario de lo oscuro? ¿Dónde está?
Regreso entonces a mi verdad original, asida a ella. No hay "oscuridad" porque no existe la "no-oscuridad". No hay "adentro" porque no hay nada "fuera" del espacio que habito.
Lo habito. Y lo comparto.
Esto es lo que me revela la débil luz que me va llegando poco a poco. La luz, acaso, nace de mí e ilumina lo que me rodea. No sé.
Me detengo aquí. Sentí un miedo espantoso al pensar esto. Miedo de dejar de ser. Miedo de alejarme. ¿De qué? Temor de ser expulsada. ¿Adonde?
Tú te preguntarás por qué digo esto. Sobre todo, por qué lo pienso. Te lo preguntas porque me sabes oculta en el fondo de la oscuridad. ¿Cómo sé lo que digo? ¿Cómo puedo comparar, adivinar siquiera lo que hay fuera de las tinieblas?
Lo sabrás al terminar esa historia. Sé paciente. Por favor.
Ahora voy contando con la cabeza algo que tú llamas "tiempo". Mucho "tiempo". Algo me dice que estoy aquí desde hace mucho "tiempo" y que estaré aquí para "siempre". No recuerdo en qué momento llegué hasta donde estoy. ¿Por qué, entonces, me viene la idea de otro lugar que no es el sitio donde me encuentro?
Como mis ojos empiezan, poco a poco, a distinguir las formas que me rodean, me digo a mí misma que si hoy empiezo a ver algo es porque antes de venir aquí estuve en un lugar donde podía verlo todo. Esta es una ilusión solamente. Aunque esa ilusión -¿ese sueño?- me permite creer, a veces, que estoy donde estoy porque hay un "arriba" y un "abajo" de mí. Esta es una fantasía inútil, puesto que saberlo no autoriza mi movimiento hacia "arriba" o hacia "abajo". Hacia ninguna parte, quiero decir. Esta es una idea conformista. Esto lo sé. Si no tengo nada "arriba" o "abajo", mi lugar es la realidad y debo aceptarla con sumisión. Pero si hubiese un "abajo", yo me preguntaría por qué no desciendo uno o dos escalones más para conocer lo que vive debajo de mí. O por qué, sobre todo -éste es mi impulso más peligroso-, por qué no asciendo, por qué no "subo" a un lugar que está encima de mí.
Créanme. Lo intento. Me levanto y me golpeo con fuerza. Me golpeo la "cabeza". Hay algo "encima de mí que me impide ascender". Piso. Hay algo "debajo de mí que me impide, también, descender". Cuando entiendo esto, estoy a punto de conformarme. Estoy aquí. Desde siempre. Para siempre. No debo hacerme ilusiones. Si me levanto, me golpeo la "cabeza". Si piso la tierra, veo que no hay más realidad que la tierra misma. Pero tengo lo que tú llamas "pies".
Óyeme. ¿Te das cuenta de lo que acabo de decir? ¿No entiendes, tú que estás aquí? ¿No te llena de alegría y de congoja, como a mí, saber de repente que aquí donde estoy hay un "arriba" y un "abajo" y en consecuencia un "espacio", no sé cómo explicarlo, tú me lo dirás un día, un "espacio" acotado, encerrado, y que en ese "espacio" yo soy pero soy con fatalidad, sin voluntad propia? Que yo estoy aquí en contra de mis deseos. ¿Será cierto lo que apenas intuyo?
Este pensamiento me alarma terriblemente. Yo no tengo derecho a pensar que estoy donde estoy como una prisionera. Ese no es mi destino. Y si éstas no son ni mi fatalidad ni mi tarea, ¿cuáles podrían ser, si no destino, función?
Esta duda me penetra y me acorrala, corno si la piedra pudiese, de súbito, adquirir un pàlpito y convertirse en algo diferente. Algo vivo.
Lo único diferente es mi mirada. A cada instante -¿qué es un "instante", por qué me enseñaste esta palabra, por qué me has perturbado tanto?- veo con mayor claridad lo que me rodea. Y al distinguir otras cosas, me animo a dar unos pasos. Créeme que esta sola acción -dar unos pasos- es lo más incomprensible que hasta ahora me ha sucedido. Yo aceptaba que la luz se hiciese en torno a mí -¿desde mí, me dices, desde mi mirada?-. No contaba con que al "ver" -así lo llamas tú- me animase a caminar. Luz y movimiento. Date cuenta de lo que esto es para alguien -o algo, yo no sabía lo que yo misma era- que se creía de piedra y condenada a la inmovilidad.