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"-No debiste ser el último.

"-Nuestra raza merecía un fin mejor.

"-¿Por qué naciste?

"-Eres un hombre estéril.

"-Crees que nos engañas? ¿Por qué nos engañas? Cinco cabezas no son una vida. Cinco cabezas son una monstruosidad.

– "No nos engañes. Tus otras cuatro cabezas son tan feas como la que te dieron tus padres".

Nada más difícil en el mundo que provocar el interés en un hombre feo. La fealdad del hijo se refleja en la actitud de los padres. Yo pertenezco a una familia noble en una ciudad innoble. En su vuelo de Palestina a Italia, la Virgen María desdeñó a Recanati, mi pueblo, y fue a instalarse a Loreto. Mi padre, para vengarse de Dios, se robó los libros de los conventos abandonados cuando los abolió la Revolución Francesa. Veinticinco mil volúmenes, como para compensar en una gran biblioteca el viento incesante de las calles estrechas, las hojas muertas, la gente lisiada que se arremolina en nuestro patio esperando una limosna, por más que las celosías de nuestro palacio estén siempre cerradas y una anciana se siente a la puerta sobre una silla de paja con el semblante de la prohibición. Veinticinco mil volúmenes robados a Dios.

Mi padre es un aristócrata de provincia. Está enfermo del orgullo de la decadencia: la soberbia del fin de la raza. No es el único. Es el mío. No sé si me quiere o no. Me da acceso a la biblioteca. Le gusta que lea. Pero no le gusto yo. Cómo le va a gustar un niño enclenque, cegatón y de espalda casi jorobada. Y sin embargo, yo me pregunto si mi raquítica naturaleza no corresponde a la voluntad de extinción de mi padre. Que se acabe la raza, que se extinga la línea, él siente en ello la vanidad del ocaso, el protagonismo de la muerte de nuestro linaje.

Mi padre se está quedando calvo de miedo. ¡Ay!

Mi madre, en cambio, quisiera tener más hijos, los hijos que mi padre le niega. La oigo gritar en la recámara, no podemos acabar con un hijo tan feo, mi padre le contesta no más, ella vuelve a gritar, el siguiente será hermoso, te lo juro, déjame tener un hijo bello.

– Tener un hijo al año es voluntad de Dios. Así fueron hechas las mujeres.

– ¿Aunque nazcan feos y deformes?

– Para mí, la belleza no es una desgracia. Veo feo y deforme a mi hijo y le doy gracias a Dios.

Mi padre abre sus libros con un cortapapeles de hueso. Me permite leer pero sé que no me quiere a mí. ¿Por qué? Creo que él detesta la grandeza y no quiere que yo sea grande. Para él, más vale ser infeliz que mediocre. Sospecho.

– Dame un hijo cada año -implora mi madre.

– Resígnate al fin de la raza -contesta mi padre.

Casa fría. Casa gris. Vivimos como mendigos en un palacio arruinado. Miro al mundo a través de los barrotes de mi ventana. Me pregunto, ¿qué nos une como familia?

– La religión -dice mi madre-. Híncate y reza. Si eres creyente, caminarás de rodillas hasta el paraíso. No lo eres. Oye los consejos de tu madre. No te distancies del amor de Dios. No seas amigo de nadie. Que nadie te quiera.

– Jamás comas solo -me regaña mi padre cuando me ve con un pan en la mano-. Comer solo es una infamia. Siéntate a la mesa.

Yo me siento y conmigo mis cuatro dobles.

Sólo yo los veo.

Pronto he de preguntarme: ¿sólo yo la veo?

Entonces un día me asomo por los barrotes de mi ventana y la miro pasar. Esconde el rostro. Parece ocultarse a mi mirada para invitarme a imaginarla. No puedo. No existe nada que se parezca a ella y si lo hubiese, sería menos bello que la mujer que pasa por la calle, bajo mi ventana, celosa, dejándose imaginar por mí.

Ahora levanta la cara. Me muestra su semblante. No sé si mi imaginación es más fuerte que la verdad, o si la verdad corresponde a mi imaginación. La mujer vestida de color violeta oscuro levanta una mirada, lo juro, voluptuosa a causa de sus secretos, no sé de qué otra manera describirla. Un voluptuoso secreto en una mirada que ella me dirige, de eso estoy cierto, levanta la mirada y me mira a mí detrás de los barrotes de mi ventana mirándola a ella, su cuerpo tierno y delicado en movimiento, mi cabeza se siente incapacitada para recibir la belleza de esta mujer, ella me mira con un sentimiento que yo no sé reconocer y que acojo con todo el vigor que aún le queda a mi joven vida.

Digo al verla que su hermosura y la felicidad son la misma cosa, que su paso me provoca un amor desmesurado, ansias indescriptibles, impulsos indeseables, delirios que yo mismo no entiendo. Porque nunca los he sentido antes.

Es una mañana muy fría en un pueblo desolado.

Y le pertenece a ella, a su paso vestida de violeta, más bella que todas las mujeres, convertida en un simple paso por la calle (vestida de violeta), los hombros cubiertos por un mantón, el pelo partido a la mitad y reunido en la nuca, el rostro como el de una noche con dos lunas, o un día con doble soclass="underline"

Ella pasa.

Yo me convierto en un siervo que la espera para siempre, al grado de que su figura fugitiva reaparezca en todos los rostros de todas las mujeres.

Y yo sabré que son mentira.

Que nadie es o volverá a ser como la mujer que pasó ese día helado bajo la ventana de mi casa.

– Pasó una extranjera -nos dice mi padre sin que yo le pregunte nada a la hora de la celia-. Vino de paso rumbo a Nápoles. El hortelano me lo contó. Él me cuenta todo.

– Lo sé -digo sin recriminarle la soledad ausente de esta casa.

– Se llama Carolina Grau. Ya se fue.

Me miro al espejo. Mi ser múltiple ha desaparecido. Tan lo sé que me atrevo a verme reflejado. Si no lo supiese, no me atrevería. Me veo como soy. Delgado y con la mirada hundida en la sombra. El pelo ralo y el cuello flojo. La boca, en cambio, cercada con determinación. Tengo veintiún años y he visto para siempre a la mujer amada. He perdido a los cuatro monstruos que me habitaban. Me he quedado con uno solo: el de la cabeza de Leopardi. Dudo: ¿será ésta la cabeza del poeta? Me contesta la voz desconocida de la mujer que pasó por la calle:

– Sí. Tú eres el poeta Giacomo Leopardi. Yo soy la mujer Carolina Grau. Esta es tu cabeza. Y yo estoy, desde ahora, en tu cabeza.

Bastan estas palabras para hacerme creer y dudar al mismo tiempo. ¿Vale la pena ser un hombre individual en amores al precio de abandonar las cinco cabezas del monstruo? ¿Cuál es la cabeza del poeta? ¿La que dice ella o el que creía ser yo? Acaso mi monstruosidad era la cara paradójica de un despojo que me obligaba a multiplicar mi persona y ahora la visión de la mujer ha unificado mi visión de mí mismo. ¿Por qué entonces esta angustia casada con mi pasión? ¿Nunca más veré a la mujer, su aparición fue un regalo fugaz, un feliz despojo, una piedad avara, un deseo impostergable de tocar su cuerpo a sabiendas de que ella se separaba para siempre y me dejaba ardiendo y temblando en vano, anhelante, triste, lamentable, los ojos llenos de lágrimas cuando desperté y Carolina Grau seguía viva en mi mirada y el primer rayo del sol no pudo desvanecerla y sus palabras, a pesar de todo, ondeaban en mi cabeza: "Esta es tu cabeza. Y yo estoy, desde ahora, en tu cabeza"?

Debo caer en el deleitoso error de pensar que no la vi si es que quiero volverla a ver por vez primera. Me diré que mi amor no sabe si esta mi mujer -y así la llamo porque sólo a ella la deseo- vive en la tierra o es extraña a ella, voy a pensar que no soy su contemporáneo, como creí al verla el otro día, y que amaré a una mujer que no se puede encontrar, con la esperanza de que, negándola, ella me demuestre que existe y vuelva a aparecer.

Tengo veintiún años. Nunca he salido de mi casa. Nunca he tenido dinero.

Pasa el tiempo y la sigo esperando. Ella no vuelve a pasar. El alma se complace en imaginar lo que no puede ver. Yo no me resigno a no ver de nuevo a Carolina Grau. Temo el regreso de mis monstruosas cabezas. El recuerdo -la esperanza de volver a ver a Carolina- aplaza a los fantasmas. ¿Es ella misma el fantasma encargado de ahuyentar a mis monstruos?