Pasan cosas. Los ruidos de la calle se repiten con una regularidad sin horarios. El silencio, en cambio, evoca la eternidad. Las estaciones se suceden, desaparecen y mueren. Un perro en mi casa le tira un hueso a un perro de la calle. Observo este acto extraño y me digo que nadie debe confesar sus desgracias porque se pierde la protección del secreto y con el secreto desaparece el amor y, a veces, hasta el simple afecto.
Ella es mi secreto. Yo soy su siervo. Sé que amo simbólicamente a Carolina Grau y que quererla, durante estos años, se convierte en el motivo de mi poesía. Escribo pensando en ella y espanto a las cuatro cabezas de mis pesadillas. Llego a creer que la cabeza que escogí y mantuve es la que me permite escribir. ¿Amar a Carolina sin volverla a ver es la condición de mi escritura? Si llegase a verla de nuevo y aun a amarla físicamente, ¿dejaría de escribir? ¿Mantendré a raya -por cierto tiempo- el renacimiento de las cabezas monstruosas? Bien sé que el mundo se burla de todo aquello que, si no se ignorase, se vería obligado a amar.
Me miro al espejo, temeroso de que reaparezcan las cuatro cabezas. Al mismo tiempo, sé que si las cabezas reaparecieran, lo sabría porque no me atrevería a mirarme. Pero la gran duda me persigue. De las cinco cabezas de mi espejo, ¿cuál es la que me dicta el poema? ¿O serán como un coro que llegó a multiplicar por cinco mi propio reflejo para que de esa asamblea de cabezas surgieran las líneas de un poema que siendo múltiple -palabras unidas como perlas- se vuelve único, insustituible?
Mi angustia es ésta: el alma me pide amor, fuego y vida. Entusiasmo. Me pregunto, sabiéndolo, si el mundo me lo dará o si el mundo me lo negará advirtiéndole: no fui hecho para ti.
¿Por eso escribo? ¿Por eso soy poeta? ¿Porque el mundo no fue hecho para mí?
Me sumo a veces en el tedio, el fastidio, la molestia y sin embargo saludo a este sentimiento como algo sublime porque sé que no me satisface ningún bien mundano: ni siquiera el mundo entero. Gracias al tedio, acuso a la vida de insuficiencia y veo en ella un testimonio del tamaño y de la noble virtud de la naturaleza humana que nos permite, a diferencia de los animales, dañarnos a nosotros mismos y a nuestros semejantes.
Escribo sobre la naturaleza a partir del oído de cuanto llevo dicho -el croar de las ranas y el paso de la servidumbre, el canto de las aves, el movimiento secreto del zorro y el rumor de la tormenta que se avecina-. El grito de los ancestros.
Le escribo cartas a la ausente:
"Nunca me abandones. Que jamás se enfríe nuestro amor. Hagas lo que hagas, estés donde estés, asegúrame que vivimos el uno para el otro o por lo menos, que yo vivo para ti, que eres mi última y única esperanza. Adiós, amada mía. Pase lo que pase, fui tuyo eternamente. Te mando mil besos. Y te advierto que sin ti no puedo vivir más."
Esta carta me la devuelve un hombre. Dice llamarse Ranieri.
Creo que esta carta me llegó por equivocación.
No sé -balbuceo-. No sé adonde mando mis cartas.
– ¿Cómo?
– Sí. Las envío al azar. En espera de que las reciba…
– Vaya -ríe Ranieri-. Pues ésta la recibí yo…
– … una persona…
– ¡Gracias!
– ¿Dónde la recibiste?
– En el hostal. Estoy de paso. La recibí por azar. Igual como tú la mandaste.
Intimo con Ranieri. Pasa a visitarme todas las tardes y su insistente invitación es una sola:
– Ven conmigo. Vamos al sur. Este pueblo es deprimente.
– Los Leopardi somos de aquí…
– Los poetas pertenecen al mundo, son de todas partes.
– Mi familia…
– No les tengas miedo…
– No, miedo no, les tengo…
– Lo que sea, Leopardi. Llegó la hora de partir. Ven conmigo. El mundo te espera. Recanati seguirá aquí, tu casa no va a volar y no te preocupes. ¡Los camposantos no tienen alas!
No me atrevo a mirarlo. Él debe atribuirlo a mi timidez. No es así. Miro a Ranieri y sofoco mi sorpresa, mi admiración y mi incredulidad.
Ranieri es hombre. Pero tiene las facciones de Carolina Grau. La misma mirada voluptuosa. El mismo gesto secreto. Esbelto, alto, con el corte de pelo masculino pero dotado de la ternura y delicadeza de la mujer.
Su presencia me roba el habla. No hace falta que yo diga nada. Él es dueño de un discurso admirable, lleno de sí, afable y elocuente a la vez.
– Te invito a Nápoles, Leopardi: ¿conoces el mar? Claro que no. No hay mar en tu mirada. ¿Conoces el sol? Claro que no. Tienes rostro lunar. Pues en Nápoles no hay un sol. Hay dos soles. Lo verás y no lo creerás.
– Dos soles -digo repitiendo un poema mío.
– Sí -continúa Ranieri-, porque la luna sólo existe como reflejo de la luz solar. Nos detendremos en Roma a saludar a mi novia. Se llama Madalena Pelzet, ¿no has oído hablar de ella?
Niego con la cabeza.
– ¡Provinciano que eres, Giacomo! Madalena es actriz, the toast of Rome, como dicen los ingleses.
– ¿Vendrá a Nápoles?
– No, su temporada aún no termina y tiene mucho éxito. Iremos tú y yo solos, compañero, ¿qué te parece?
Miro con una mezcla de melancolía y desesperanza las acciones de mi nuevo amigo Ranieri y me pregunto si ésta es una broma diabólica que me devuelve a Carolina Grau con una piel prohibida a mi tacto y un sexo vedado a mi deseo. ¿Se burla el mundo de mí? ¿Se burla el mundo de todo aquello que, si no se burlase, se sentiría obligado a amar?
Mi condicio hasta ahora ha consistido en querer simbólicamente a Carolina Grau. Simbólica, pero no gratuitamente. Me he hecho a la idea de que escribo gracias a Carolina Grau, pero no para Carolina Grau. Ella es mi pretexto, no mi texto. Ella es mi objeto, no mi sujeto. Sometidos ella y yo -ella sin saberlo, yo consciente de todo- a mi propia creación, llego a creer que me basta el amor poético para que Carolina me salve de la monstruosidad: pienso en ella y las cabezas del monstruo que palpitan en la mía bufan, se retraen. Me aferro a la memoria de la mujer no sólo para poder escribir, sino para mantener a raya a esos demonios físicos que me amenazan.
Ha sido una estrategia feliz. Sólo que ahora, la aparición del doble facial de Carolina, Ranieri, me coloca en el dilema de saber si él, mi nuevo amigo, me salvará también de los monstruos que me habitan o si, por el contrario, su amistad alejará el fantasma de Carolina Grau. ¿Se aleja ella para que se acerque él? ¿Ranieri matará a Carolina? ¿Sin el espectro de la mujer, podré seguir escribiendo? Si Ranieri ocupa el lugar de Carolina en mi vida, ¿la poesía encarnará en vez de escribirse? ¿Y no es la escritura, al cabo, una encarnación? Sí, lo es, sólo que el poema es una encarnación sin muerte y la vida no.
Me pregunto si esto es lo que me estoy jugando al unirme a Ranieri en su viaje hacia el sur: el abandono del fantasma, el espectro, el recuerdo, la premonición, todo lo de Carolina, que se quedará rondando mi ausencia en
Recanati. No creo que su figura se desplace conmigo a las tierras del sol. Carolina Grau salió de la niebla y se perdio en la niebla. Creo que el sol la mataría. Pero ¿cómo se mata a un fantasma?
Pienso esto y me doy cuenta del engaño en el que he vivido. Hablo del fantasma de Carolina porque para mí su recuerdo es espectral. Pero Carolina existe, es una mujer viva que yo vi con mis propios ojos, que pasó bajo mi ventana y que habitó la posada local de Recanati, tal y como se lo dijo el ventero a mi padre.
Entonces Carolina-fantasma no existe, es un producto de mi imaginación. Sólo hay la Carolina de carne y hueso y a ella no la volveré, acaso, a ver. En cambio, el fantasma me aguardará siempre, parte del legado ancestral de Recanati. El fantasma nunca me dejará, aunque la persona jamás vuelva a aparecer. Entonces la compañía de Ranieri, un hombre de carne y hueso, no un fantasma, para nada disipa el espectro de Carolina pero sustituye la presencia física de la mujer con la amistad de un hombre real.