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Decido acompañarlo al sur.

En Nápoles, todo pasa en la calle. El contraste con la soledad pueblerina de Recanati no puede ser mayor. Aquí hay barberos y escribanos en las calles, las mujeres se venden y también, la pasta en calderas. Pasan mujeres descalzas y preladas ricas, soldados y marineros, carruajes con caballos emplumados, usureros sonajeando con las manos llenas de monedas de todas las naciones. Hay campanadas incesantes, gritos de las pescaderías, gritos de los ropavejeros, anguilas agitándose en las alcantarillas.

Y pastelerías. Me descubro y se lo declaro al mundo: adoro comer pasteles. Es un gusto que me desconocía a mí mismo. Devoro tortas, caramelos, pastelitos rellenos de vainilla y chocolate. Ranieri se ríe: voy a volverme gordo. Yo no río. Lo miro y me refugio en una solidaridad clandestina disfrazada de gran pastel napolitano. Mis sentidos debieron despertar en este puerto mitad árabe y mitad italiano. Por el contrario, la satisfacción los adormece y llega a aparecer una suerte de aburrimiento que acabo de asociar, simplemente, con un sublime sentimiento humano que no satisface ningún bien mundano…, ni siquiera el mundo entero.

– ¿Acusas a la vida de insuficiencia? -me pregunta Ranieri, sentados los dos en la calle, afuera de una heladería.

– La insuficiencia es un signo de la nobleza humana. Los mediocres no conocen el tedio.

– Los animales no lo conocen tampoco -ríe mi amigo.

Me mira de manera intrusa mientras devoro mi helado de chocolate.

– ¿Sabes que te ha vuelto el color? -señala Ranieri y no me pide respuesta-. Tenías una tristeza amarillenta cuando te conocí.

Reacciono.

– Pero escribía. No era negligente.

– No, la tristeza no es un vicio, sino una inquietud.

Quete impide trabajar -insisto.

– Sólo que en medio de la monotonía -suspira él.

– Oremos -digo como un sacristán porque deseo poner a prueba el contraste que Ranieri acaba de establecer -¿hacía falta?- entre la severidad provinciana de Recanati y el carnaval mediterráneo de Nápoles.

Hoy es la fiesta de Corpus Christi en la catedral y cuando entramos cantan el Laude de San Salvatore que Tomás de Aquino escribió para esta misa. En la penumbra de la iglesia, el espeso humo del incensario y las voces de la laudación contrastan de inmediato mi vida anterior en la frialdad de Recanati y la actual, en la tibieza de Nápoles, preguntándome cuál es mejor, más preciada para mi poesía, esta que me llena de un placer flojo o aquella que me impartía una angustia activa. En la mirada de Ranieri sólo veo la primera: la alegría negligente del sur, el teatro, el sexo, la inmediatez. Lo veo y siento un terror súbito.

Esa noche me atrevo a mirarme al espejo.

Nunca me he visto en el espejo de este hotel en Nápoles.

¿Qué dice un espejo en el que nunca nos hemos mirado? ¿Un espejo que no puede contener imágenes de mí anteriores a mi presencia aquí y ahora?

¿Qué excusa, qué persona, qué cosa reproduce cuando nadie lo ve?

No creo lo que veo.

El espejo refleja no mi rostro, sino el de Carolina Grau.

Los labios sc mueven.

La voz habla.

"Ámame, Giacomo. Necesito amor, fuego y vida. Mi alma se muere sin ti. Necesito entusiasmo. El mundo no fue hecho para mí. Lo vivo por instantes. Llego y desaparezco. Devuélveme al mundo, Leopardi. Regresa a buscarme. Estoy cansada de peregrinar de cuerpo en cuerpo, de un tiempo a otro. Ámame. Pídeme que me quede contigo."

Y añade con voz de mando y angustia: "Regresa a Recanati. Allí te espero. En tu propio espejo".

La voz y la imagen se apagan.

Entonces, detrás de mí, aparece Ranieri y se refleja en vez de Carolina. Se refleja junto a mí y dice:

– El diablo es más negro que como lo pintan.

La ciudad se llena de seres enmascarados.

Yo entiendo que debo huir de Nápoles.

Abandonar a mi amigo.

Es el carnaval.

Señor, ¿me he vuelto impalpable? Regreso a Recanati lleno de dudas, inquietud y sufrimiento. Ranieri no mostró sorpresa ni intentó disuadirme. La temporada teatral de su amante terminaba y él regresaría a Roma. Nápoles en el verano es infecto, dice.

No menos "infecto" será Recanati. Cárcel, cueva, sepulcro, ¿por qué regreso a este sótano y abandono el sol napolitano? Hay ironía y miseria en nuestras vidas. que regreso porque la voz y la imagen de una mujer que no es mía me lo ordenó. Entiendo mi dolor, mi inquietud, mi sufrimiento. Mi única mujer es imaginaria: la mujer que no se encuentra. La vi una vez y me hago a la idea de que fue la única vez.

– No volveré a verla.

Eso creía, hasta que Carolina Grau se apareció en el espejo de una recámara de hotel en Nápoles y me dijo "regresa", con la promesa implícita de un reencuentro. Abandoné la presencia física de mi amigo Ranieri, tan parecido a Carolina, a favor de las voces de un espectro. ¿Por qué? Por un amor que sentí una sola vez y que siento -y siento- como la única cosa mejor que la poesía. Me convenzo de que sin ese amor no puedo obtener la grandeza poética, y creo que el amor, más que la experiencia de la felicidad, es la búsqueda de la felicidad. ¿Es sinónimo, por esto, de una libertad que jamás se alcanza, sólo se busca, y en la búsqueda se encuentra lo que jamás alcanzamos: ser libres?

Todo amor es trágico, porque la mujer que creemos poseer nunca es el objeto verdadero y final de nuestro amor. Me digo que el amor debe trascender las apariencias. Pero gracias a Carolina Grau yo sólo tengo la apariencia del amor. Y el amor no sabe si esta mujer, la única que yo deseo, volverá algún día.

De regreso a mi casa, me miro al espejo y me digo que los dioses sólo le han dado poder a la apariencia del hombre. El amor no se aparece en formas sin gracia.

Me miro al espejo y no logro convocar de vuelta la imagen de Carolina Grau. El espejo se vacía de imágenes. Empieza a reflejar mi propio rostro. Me aparto. Me doy cuenta de que tengo miedo de mí mismo.

Mi padre no me ha perdonado el abandono del hogar y de la ciudad patriarcal. Un criado se encarga de informarme que mi padre no tolera mi presencia. Ha prohibido que mis primeros libros entren a su magnífica biblioteca. Mi madre, en cambio, me acoge, aunque sólo para informarme de las malas noticias.

– Tu padre quiere que seas el último de los Leopardi. Tu fuga lo ha consternado. Él te imaginó para siempre encerrado en esta casa. Quiere asegurarse de que serás el último. Te fuiste al mundo y le rompiste la ilusión…

– ¿Y tú, mamá?

– Yo sólo quiero que te mueras niño y te vayas al cielo…

– Pero ya no soy niño…

Ella irrumpe en llanto y dice, "estoy acosada por tus pecados".

Yo salgo de la recámara de mi madre con un temblor pálido en las manos y una certidumbre en el rostro: estoy cambiando.

Voy a la ventana donde un día divisé a Carolina Grau.

Sé que mi gesto es inútil.

Ella no volverá.

Ella se mostró una sola vez en la vida para que la recordase y la desease siempre. ¿Volverá, al menos, a mostrarse en el espejo? ¿Aquí, en Recanati, como lo hizo en Nápoles?

No. Lo que mi espejo revela es mi propia transformación. Una cabeza empieza a brotar del cuello al lado de la mía. Otra surge del lado contrario.

Sofoco un grito de horror.

¿Qué ha pasado? Redescubro el color de las cosas. No sabía que el fuego era blanco y las estrellas azules a medida que mueren. Me rodean en la tierra insectos en fuga. Me sobrevuelan pájaros mitológicos: Aedón, el ruiseñor que asesinó por error a su hijo y ahora canta sin cesar para lamentarse; el cisne nacido de una laguna sepulcral; la lechuza cruel de Palestina; pero también la arpía alada que ensucia los nidos del mundo… Todo se ha vuelto insólito. Nada es común y corriente. Desconozco las causas de todo. Me siento obligado a inventarlas. Sólo imagino nombrando. Sólo nombro asociando la letra a la sílaba, la sílaba a la palabra y la palabra al verso… ¡Cuánta cosa herida! ¡Cómo te veo, mi bella Carolina! ¿Por qué te acercas a mí cargada de cadenas, los cabellos al viento, sin velo pero escondiendo el rostro, de rodillas, llorando? ¿Por qué te hincas a mi lado en la tierra incansable? ¿Fuiste sueño y ahora eres esclava? ¿Dejaste de ser mujer para convertirte en tierra y llamarte Italia mía?