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Ruego que mi sangre enardezca los pechos de mis compatriotas. Les advierto que serán dichosos mientras en este mundo se hable y se escriba. Eso me enseñaron Nápoles y Ranieri. Ser italiano, no sólo piamontés o lombardo. Ser mediterráneo. Vi por primera vez el mar y me entendí a mí mismo. Hl mar existirá aunque yo me encierre en la piedra.

Las estrellas se están cayendo al lejano mar de Nápoles pero mi amigo Ranieri se acerca a mi tumba y escucha a mi padre murmurar:

– Chi a morti, li cavi.

Que nuestros muertos sean mostrados.

Ranieri pone una flor en mi tumba.

Nadie se ha dado cuenta de que en mi fosa me esperan cinco cabezas mías, anhelantes de seguir conmigo en la muerte. Pero cuando mi padre ha regresado al palacio de Recanati, Ranieri se queda en el camposanto, ya solo y con las manos ardientes y heridas excava mi tumba, extrae mi cadáver fresco aún, lo deposita en una carroza, no se da cuenta de que en el camposanto de mi tierra han quedado abandonadas las otras cabezas de Leopardi porque acaso sólo aquí, enterradas, seguirán esperando al siguiente poeta italiano. No me siento, por ello, abandonado por ellas.

Ranieri arranca con cuatro caballos de regreso al sur.

– Morirás en Nápoles, Leopardi -dice con voz sofocada mi amigo-. Tu tumba no tendrá nombre. Eres poeta. Tu poesía es tu fama, tu nombre y tu verdadera tumba…

Encerrado en mi féretro, siento que todo se ha vuelto nuevo, insólito; nada es común y corriente. Yo desconozco la causa de todo. Mi imaginación se enciende. Todo lo pequeño se vuelve grande. Todo lo feo se adorna de belleza. La oscuridad se ilumina. Se suceden al mismo tiempo los sueños y los portentos, la riqueza y el vigor, la emoción y el deleite.

Ranieri me ha enterrado en la fosa común de Nápoles.

Yo espero que venga Carolina Grau, un día, a rescatarme de la muerte.

Entonces escucho la voz a mi lado en el féretro.

Salamandra

1.

Carolina Grau es una biologa en el Centro de Ciencias Naturales en la Ciudad de México. Justifica su trabajo diciendo -y diciéndose- que la investigación la aproxima a la realidad total; quiere decir -lo piensa, no lo dice- que la ciencia la aparta de los accidentes y también de las frivolidades de la vida cotidiana. Carolina Grau está casada con un hombre de cuyo nombre no quiere acordarse. La culpa del mal matrimonio es de ella, Carolina lo admite. Dejó una casa muy basta y poco enigmática. La noche de bodas, su marido se desnudó completamente y así se acercó, encuerado, al lecho nupcial. Carolina lo miró con azoro y el azoro se convirtió en repugnancia. ¿Por qué se acercaba él de esta manera, como torero partiendo plaza? ¿Por qué se acercó con las luces prendidas? ¿Por qué no la esperó en la cama mientras ella se preparaba en el baño? Ni tiempo le dio de borrarse el maquillaje.

El caminó hacia ella como un matador se acerca al toro, para conocerle las mañas. Carolina se sintió seca y retribuyó el desplante de su marido -exhibicionista, hueco, prueba de lo mal que se conocían- viéndolo como un simio, un mono de circo, un gorila que no necesita ropa, que se

basta a sí mismo, protegido por la pelambre espesa del cuerpo, con excepción del pecho desnudo. Su marido avanzaba hacia la cama y ella lo veía erecto, de pie aunque ésa no era su costumbre, su marido caminaba en cuatro patas, sólo al acercarse a ella se incorporaba. Acaso, ahora, lanzaría un gruñido, anticipando el placer sexual con la hembra.

Ella tuvo una sensación de miedo. La disipó saber que un gorila rara vez duerme dos veces en el mismo árbol. Cada día busca un lecho diferente de hojas y bambúes. ¿La gozaría su marido-gorila sólo esta noche?, ¿mañana buscaría un árbol diferente adonde trepar y dormir? ¿Y qué hacía su marido durante el día, sino lo que hace el gorila: forrajear, buscar sustento, ir de un lugar a otro inútilmente?

Carolina Grau se daba esta razón para explicar las etapas de su vida matrimonial. Primero, dejó que el gorila se acercase, exhibiendo sin pudor sus poderes. Luego dejó que la bestia la amara. Al mes de casada, pidió paz. Ella era biologa. Necesitaba levantarse temprano y llegar al laboratorio. Él era desvelado y exigente. Se opuso a ella. Eran marido y mujer. Ella se mantuvo en su determinación. Mintió. Cambió los horarios. Dijo que debía estar en la clínica a las siete de la mañana. Los experimentos no podían retrasarse.

– ¿Los insectos nunca duermen? -dijo con sarcasmo el marido.

¿Qué me separa de la vida común y corriente?, se preguntó en silencio Carolina. La respuesta la esperaba en el laboratorio. La realidad era la investigación, la vida concentrada del trabajo. Lo demás era, acaso, una distracción, la feria de la vida, pero no la vida misma. Esta, la existencia, la aguardaba en el laboratorio. Dedicada al trabajo, Carolina acabó por sentir repugnancia hacia la vida doméstica, alargando los horarios en el laboratorio, saliendo cuando su marido aún dormía, regresando, fatigada, a la cama cada noche.

– Perdóname. Estoy muy cansada.

– Te vas a morir. Puedes descansar toda la eternidad.

– Aunque no lo creas, todavía soy joven.

– ¿Qué? ¿Te doy trato de vieja?

– Viejas sobran -contestaba Carolina, sabiendo que en México los hombres se refieren a todas las mujeres, sobre todo a las jóvenes y deseables, como "las viejas": Qué buena está esa vieja. Qué vieja más cabrona. Vámonos de viejas.

– Te vas a morir -insistía el marido.

– Todavía no -respondía ella, tratando de sonreír.

Una noche, tocó las manos del hombre y le repugnaron. Eran manos secas. Carolina sintió que perdía sus emociones.

Quiere atormentarme, se decía Carolina, atormentarme con la idea de la muerte para que ceda a sus requiebros malditos.

Se respondió a sí misma con dos ideas.

La primera, que su marido era el único hombre que quedaba sobre la Tierra, y que ese hombre no le agradaba a ella.

La segunda, que ella era joven y necesitaba una emoción comparable al amor que excluyera el amor de su marido.

Se abrió a la sensación de su trabajo. Dejó de verlo como rutina, obligación e incluso placer. Trabajar era resignación. Si su marido la veía como un insecto, ella vería un insecto como su marido.

Esta idea primero la alarmó. Amar a un insecto ¿estaba prohibido por la naturaleza, por la moral, por Dios? ¿O era algo tan natural y sencillo como el amor de San Francisco por los animales?

Le repugnaba la idea de amar a un animal como ella, mamífero, con sangre en las venas. En cambio, le fue ganando la atracción del insecto y decidió estudiarlos en el laboratorio, donde toda clase de bichos estaban a la orden de los investigadores. Acabó por desconcertarla la abundancia de clases y formas, termitas escondidas de la luz para proteger sus cuerpos blandos y desamparados, necesitados de contacto con la humedad de la tierra; bichos reproducidos por partenogénesis, en ausencia del macho inexistente; y en contraste, la libélula, la mosca dragón de ojos saltones y alas que le permiten volar más alto, predatoria y veloz: hay que alejarla porque la libélula puede coser los ojos, las orejas y la boca de un niño dormido. Y en pareja, las moscas dragón pueden unirse sexualmente mientras vuelan y cuando viven en el agua, se llaman náyades. Esto irritó a Carolina porque el nombre -náyade- la trasladaba abruptamente del mundo natural al mundo mitológico, donde Náyade es una de las cincuenta hijas del gemelo Dánao, hijo de Neptuno y Lilia, y la mujer de ciencia, disciplinada y severa, regresó sin sentimientos a los piojos, los parásitos sin alas, mordelones, mascadores, transmisores de enfermedades: lejos de todo mito.