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Esto aumentó su desesperación creciente, aunque ella disfrazase el sentimiento de desesperación con una suerte de fatiga profesional. Se ocupaba de insectos. No eran más que insectos. No le aportaban amor. No le debían importar.

Mas su disciplina científica chocó con su ansia sensual. ¿Cómo hacerse amante de una pulga? ¿Cómo desear a un piojo? ¿Cómo dirigirse a una libélula? ¿Y cómo, sobre todo, defender la pulsión erótica de la voracidad de las ratas, topos y musarañas, el ejército de insectívoros que -lo comprobó al exponer a una mariposa capturada al hambre de un topo suelto- devorarían en un instante a una mínima profusia o a un coleóptero mayor?

Las escogió. Las perdió. Buscó nuevo amante.

El suyo -su marido- le ofreció la solución.

Aprovechó un día de descanso, el año nuevo, obligatorio, imposible alegar "el trabajo", el hombre estaba dispuesto para colarse a la cama de Carolina, con ojos de animal rencoroso, desnudo, y acercar la boca al oído de la mujer para susurrarle con tono de insidia:

– Voy a decirte el nombre de tu insecto, cabrona.

Carolina primero se escondió bajo las sábanas. El marido insistía, debajo de las sábanas también.

– El nombre de tu insecto, cabrona.

Ella gritó, apartó las sábanas, saltó de la cama, se hincó a rezar. Su marido era el demonio.

Con la nuca clavada, este ser maldito le dijo en voz muy baja a Carolina:

– Salamandra.

Ella no sabía si lo escuchó o si creyó escucharlo, hincada, rezando, pospuesto su hábito de disciplina y secularidad científicas, rezando sólo para hacer lo que nunca hacía, recordar a su familia, preguntar por qué se había casado con este hombre sólo para salir de su casa y conquistar una libertad inexistente, nunca libre del sofoco familiar. Creyó que el binomio ciencia-matrimonio, laboratorio-lecho le daría una vida plena, lejos de la estrechez sin imaginación de su casa clasemediera, intolerante, dispuesta a vivir sin vida para llegar a una muerte más viva que la vida. Los odió. Se casó. El binomio deseado no se dio. Su marido era peor que su familia. Sólo le quedaba el laboratorio.

Y el laboratorio ¿no era entonces sino el refugio contra la familia y el esposo? Carolina Grau se rebeló contra esta idea. Ella quería que su trabajo, y el lugar de su trabajo, fuesen su universo real, autosuficiente. Sólo que aun aquí, la ciencia le negaba la soledad y la obligaba al contacto con piojos y mariposas.

¿Había algo más, un contacto con la vida no humana que la humanizase sin tener que regresar al lecho del marido y mucho menos, a la tiranía de los padres? ¿Algo abstracto?

– Salamandra. -¿Salamandra? -Salamandra.

¿Lo dijo él o lo imaginó ella?

¿De dónde lo sacaría su esposo: un hombre directo, rudo, escogido por Carolina porque la salvó del hogar familiar, porque parecía un individuo independiente, un hombre que jamás iría a comidas dominicales o a santos o a Navidades y fiestas… y era su macho autosuficiente? ¿Dijo "Salamandra"? ¿O ella lo imaginó? ¿Ella quiso oír "Salamandra" para salvarse de familia, marido y laboratorio? Salamandra era el nombre salvador, mágico, de un anfibio que salía y entraba al agua, un urodelo de piel suave y húmeda, lo contrario de su seco cónyuge, un anfibio de glándulas hedónicas que estimulan el sexo, lo contrario del marido, aquí estaba. ¿Por qué los contrastaba? ¿Dónde estaba la salamandra?

Aquí estaba en el acuario. Mirándola con cara de hombre. Negra y manchada de amarillo. Con cuatro patas. Piel húmeda. Cuerpo afilado. Mirada de hombre.

¿Por cuánto tiempo?

Carolina sintió un sobresalto del alma mirando a la salamandra que la miraba a ella y ella sabía que la forma actual del anfibio era pasajera, que muy pronto perdería las agallas, las aperturas de su cuerpo se cerrarían, aparecería una lengua larga, le crecerían los ojos y la boca, los párpados caerían sobre la mirada y la piel cambiaría.

Sucedió entonces lo maravilloso.

Mirando a Carolina como ella miraba a la salamandra, ésta desde el otro lado del cristal, desde el arrullo silencioso del agua, dijo una palabra. Carolina no entendió. El asombro la contundió. Puso atención, segura de que la salamandra, del otro lado del vidrio, volvería a hablar. Pero el anfibio guardó silencio y se desplazó hacia su propia vida nocturna.

Carolina regresó. La salamandra la ignoró varias veces. Carolina se empeñó en mirarla y al hacerlo, volvió a pensar que la forma actual de la salamandra era pasajera, que tarde o temprano perdería las agallas, la piel le cambiaría, la lengua le crecería y dentro del acuario la salamandra se iría muriendo, ya que no podría crecer encerrada en este sitio artificial, este ghetto aséptico.

Fue cuando Carolina pensó: -Yo te voy a liberar, yo te voy a permitir que crezcas y te transformes.

Como si la escuchase, la salamandra se detuvo y regresó a mirar con sus ojos de hombre a Carolina Grau.

Volvió a hablar.

Carolina puso atención a la boca, a los dientes, a los grandes ojos de la salamandra.

Mande… Manto… Va… Ve… Manto- ve… Manto-va… Ve… Ve…

2.

Carolina Grau voló en Alitalia de la Ciudad de México a Cancún y de Quintana Roo a Milán. Durante el largo cruce del Atlántico se repitió a sí misma el evangelio científico. No deseaba caer en un gigantesco engaño místico o fantástico. Italo Calvino había escrito que una cosa era la vision y otra, la fantasía y Carolina Grau deseaba creer que todo lo que hacía lo hacía en nombre de una visión del mundo. La fantasía es un juego que le da la espalda a la naturaleza. La visión es una posibilidad real de la ciencia: nos permite imaginar lo que puede ser hoy y lo que quizás no puede ser hoy pero mañana sí…

Ella hacía equilibrar la locura de su viaje trasatlántico con una suerte de flema científica. Se adormiló recordando que la salamandra es simplemente una urodela caudata que vive un ciclo vital como cualquier otro. El macho coloca los fluidos de la reproducción en el suelo. La salamandra fémina se mueve y absorbe la espuma espesa con el cuerpo. Se retira a una charca, a un riachuelo, a un bajío, a un tronco podrido, y allí acompaña a sus huevos hasta que incuban. Esto puede tardar poco o mucho. Pero una vez que son concebidos, la salamandra inicia su propia transformación. Cambia, crece, adquiere su propia sexualidad. ¿Llegará a ser hombre? Carolina se detiene aquí y prefería recordar que muchas salamandras siguen como larvas toda su vida… Pero la visión de la transformación en ser humano regresaba a la cabeza adormilada de la mujer y la mujer insistía en registrar, en sueños, la veracidad de una piel suave y húmeda, una dermis gruesa, unos mocos venenosos, unos cartílagos osificados, unos dientes que retienen a la presa, sin morderla, hasta que la presa muere…

Entonces Carolina Grau despertaba sin saber dónde estaba. La realidad del avión -la cabina, las cafeteras, las señales luminosas, las revistas insertas en la babucha-. Despertaba y miraba por la ventanilla a la noche oceánica y allí, en la oscuridad, desde la nada, unos grandes ojos la miraban y ella cerraba los suyos y no los volvía a abrir, diciéndose a sí misma:

– La ciega soy yo, no la salamandra.

Su espíritu se debatía entre la ciencia y la imaginación. La ciencia le decía que todo ser vivo cambia. Todo ser vivo se regenera, unos más visiblemente que otros. El ciervo tiene el ritmo de regeneración más rápido. Una cornamenta perdida vuelve a crecer en la cabeza del animal a razón de dos centímetros diarios. Las células inmaduras reciben orden del sitio herido y se disponen a recrear la parte que falta, recreando -se repite Carolina- el programa genético que forma por primera vez al animal. En el ser humano, el hígado es el órgano más abierto a la regeneración. En cirugía, el hígado puede perder tres cuartas partes de su masa. La recupera en un par de semanas. ¿Por qué sólo el hígado, entre todos nuestros órganos, se regenera a sí mismo, como las uñas, pero un ojo perdido no?