– Porque es el órgano más dañado -se repite la lección Carolina Grau volando a cuarenta mil pies sobre el Atlántico-. Porque es el más dañado. El más dañado. El más…
Dormía y despertaba sin horarios.
Recurría a lo pasado aplicándolo al objeto de su viaje: la orden de la salamandra, ve, ve a Mantova, ve, ve… Sólo que la salamandra regenera las partes dañadas del cuerpo.
Soñaba esto y saltaba al ser fabuloso: la salamandra de las crónicas, la salamandra que permitió a las tres carabelas cruzar este mismo océano, sólo que en dirección opuesta, de este a oeste, en busca de la fama, el oro y la maravilla, sin la cual cualquier reputación valiera poco.
Soñó con tortugas de caparazón tan grande que podían cubrir una casa; playas de perlas negras, leonadas y vacías; mares del peje vihuela, capaz de hundir con su fortísimo cuerpo a un navío; costas iluminadas por el cocuyo; noches oscurecidas por la iguana que se desplaza con lentitud por el fondo de las lagunas; y en el centro de la escena, huyendo de la vista, ajena al tacto, helada aunque ardiendo en sí misma, la salamandra que nos reta con su ardiente frío… ¿El descubrimiento de América o la invención de América? Carolina imaginó, transportándose al pasado pero nacida en el presente, la necesidad del ser humano; no sólo conquistar las cosas, sino descubrirlas y no sólo descubrirlas, sino inventarlas… Soñó en el aire.
3.
Mantua -Mantova- se encuentra en una llanura sinuosa vencida por el sol y el agua. Dos ríos se juntan aquí, dándole a la ciudad la apariencia de una isla reservada para los monumentos que responden a la naturaleza con la piedra de castillos, teatros, basílicas, palacios, museos, de la Plaza de Virgilio en el norte a la Piazza delle Erbe y la Basílica de San Andrés en el centro al Palazzo Té en el sur.
Como una turista más, Carolina Cìrau visitò el Palacio Ducal, que en verdad era una ciudad entera, ciudad dentro de la ciudad, construido por los Gonzaga para mirar mejor al lago, a los jardines flotantes y a los campanarios. Mantua se mira a sí misma desde el Palacio Ducal porque teme perderse para siempre en el laberinto de un jardín secreto en el que las figuras pintadas se mueven en obediencia a la mirada y al propio movimiento del espectador.
Carolina Grau se sintió mirada› se moviese donde se moviese, y al levantar los ojos para ver el cielo, otro laberinto la extravió, devolviéndola al misterio de las carrozas de la luna y el sol, cambiando de dirección el cielo, las carrozas, las figuras: Carolina se sintió perdida, agredida, observada por una especie con ojos que no le permiten un solo momento de soledad y de secreto en el "palacio del lúcido engaño".
Ella quería retrasar la orden de la salamandra. Se detuvo en la Catedral de San Pietro y buscó un enigma -para eso había viajado hasta aquí- en la cúpula y su diseño abstracto. Fue a la co-catedral de San Andrés, donde se encuentra la reliquia de la "preciosa sangre" de Jesús, gracias a la posesión de la cual (¿cómo llegó hasta aquí?) Mantua fue elevada de simple aldea a ciudad cuasi-sagrada, "hija de la reliquia".
Todo para retrasar la llegada al Palazzo Té. Todo para no dejarse sorprender por la mirada de nadie si es que algo iba a encontrar allí, dado que no encontró nada sino la belleza en el Palacio Ducal, en San Pietro y en San Andrés.
Sólo porque era primordial ese sitio, siguió hasta el palacio, guiada por el simple razonamiento de la excursión -no hay nada más sorprendente que la belleza- y, habiendo eliminado palacios y catedrales y co-catedrales, le quedaba ahora reservado un solo lugar -el Palacio Té-, y si aquí nada le decía algo, su viaje habría sido en balde, la expedición de una turista más, como hasta ese momento se sentía y como lo demuestran las líneas que aquí quedan.
El Palacio Té. En el extremo sur de la ciudad -la frontera de Mantua dando la cara al ruido de las carreteras que llevan a Modena y Reggio Emilo, pero también a Padua y a Ferrara-, se detuvo ante la fachada clásica. Al entrar, Carolina se encontró perdida, absorbida, aplastada por el espacio que representaba: ¿era un espacio?
O era un universo encerrado entre paredes interminables, muros que no cerraban, sino que abrían otros espacios en el espacio, más allá del espacio, para el espacio, pero también contra el espacio. Se recordó a sí misma volando sobre el Atlántico, ahora sintió que el avión y el cielo estaban limitados por sí mismos, y en cambio en esta cámara del Palazzo Té el espacio se expandía como una vasta pregunta: ¿fuimos creados?, ¿necesitamos de una extensión?, ¿evolucionamos?, ¿quién y cuándo nos dio y obtuvimos la vida?, ¿el universo es infinito, no tiene principio ni fin?
Estas, sobre todo la última, eran las preguntas que Carolina Grau no se había hecho volando a miles de metros de altura sobre el océano, ahora la infinitud real la ahogaba en esta sala del Palazzo Té, donde el continente de las cosas se expandía y se fundía en un recinto sin embargo, la razón le decía a Carolina, reducido.
Y no. Los gigantes que vivían en esta sala miraban. Miraban al cielo. Miraban al tiempo. Miraban a Carolina. Este era el emblema del palacio: aquí todo miraba, todo se miraba a sí mismo mirando al espectador. Al intruso. ¿Porque era ella, Carolina Grau, algo más que una extraña en el mundo al cual acababa de entrar, una turista sin derecho a introducirse en una realidad que no era la suya y sin embargo era la más íntima de sus existencias, porque las figuras agobiadas, espantadas, de la Sala de los Gigantes la miraban para incluirla en una ceremonia final, la fiesta del apocalipsis, el fin del mundo adonde dirigían las miradas de espanto, entre colinas caídas y techos arruinados y suelos quebrados, los hombres del fin que la miraban invitándola a unirse a ellos, a aceptar el regreso al caos del origen, la pérdida de todo lo hecho, el derrumbe de los palacios y las catedrales, la ruina absoluta de las plazas y las calles, la negativa a responder a las grandes preguntas -¿de dónde, hacia dónde?- por la inmediatez de la catástrofe y la premura de la muerte?
Sintió todo esto. Temió unirse a las figuras del terror y perderse en un espacio sin fin.
Entonces dejó de mirar a los rostros aterrados y se preguntó: tenían miedo ¿por qué?, ¿adónde miran? Tienen miedo de perderse en algo sin nombre, ni principio ni fin, pero ¿adónde dirigen esas miradas de espanto?
Este fue el momento en que C Carolina, al fin, levantó la mirada y contempló la cúpula de la sala.
Salamandras. Docenas de salamandras volaban por la cúpula. Ella creyó por un momento que no eran reales, hermanas de la salamandra expuesta en el acuario de la Ciudad de México. Sólo que a estas salamandras multiplicadas ella no podía estudiarles un sistema olfativo complejo ni un corazón sencillo, ni estaban dotadas con glándulas hedónicas para estimularse el sexo. No eran arañas que regeneran una pierna perdida. No eran pepinos marinos que, cortados en pedazos, se convierte cada pedazo en una nueva criatura. Eran salamandras, salamandras pintadas en la cúpula de un palacio mantuano. Salamandras que la habían convocado hasta aquí con un solo motivo.
¿Convencerla de que la salamandra no era ni un insecto de piel lisa y cola negra y manchas amarillas, ni una hembra regada de esperma por un macho en lagunas escondidas, ni condenada a ser larva para siempre, o tomarse una década para alcanzar la sexualidad? Estas salamandras no eran las que descubrieron en sus viajes Fernández de Oviedo y Cristóbal Colón y todos los cronistas que no viajaron a las Indias, porque las Indias llegaron a ellos.