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Piedra y ladrillo, madera y concreto, acero… Cayo empleó todos los materiales, sólo que en sitios inesperados, con funciones tan naturales que se habían olvidado. Universidades catedralicias, para pensar alto, aspirar mucho, trascender un poco. Iglesias de vidrio, que nada escondían y daban entrada, en vez de aislarla, a la calle y a los fieles e infieles. Bibliotecas como sepulturas, donde un aislamiento perfecto permitía leer sin ninguna distracción, el estudio como ofrenda de la máxima intimidad. Salas de conferencias largas y estrechas, para que el orador no se imaginase que hablar en público era una pretensión de intimidad sino un ejercicio de distancia, en el que la voz debía exponerse con su razón y la actuación del orador perderse en la lejanía… Salas de conciertos con niveles auditivos diferenciados, admitiendo que la sonoridad de una orquesta no es indiferenciada y única, sino que llega a niveles auditivos muy diferentes en auditorios que Cayo despojó de uniformidad y bendijo de diversidad.

Funciones perturbadoras. Iglesias como casas. Casas como domos celestes (una provocación para restarle al domo la simbologia del poder: nadie lo entendió; Cayo dijo: je m'en fous.…). Decorados concebidos para facilitar la vida convertidos en símbolos que la ahuyentaran: Cayo insistió en devolverle al símbolo su ubicación histórica a fin de obligar al arquitecto a imaginar otros estilos. Ningún partenón disfrazando a un banco. Ninguna portada gótica para un edificio de apartamentos. Ningún engaño renacentista a la entrada de una oficina de gobierno.

– Entonces ¿qué, Cayo?

– Inventa.

Y cuando Cayo Morante decía "inventa", lo decía a partir de una asociación de trabajo intensa, personal y afectiva con los trabajadores, a los que comunicaba un sentido de misión fraternal y de respeto, en cada proyecto, hacia el espacio que no sólo es ocupación del aire, sino respeto al aire ocupado: que se sienta, que se vea, somos ocupadores del espacio.

– ¿Y el tiempo?

– Es el movimiento de la arquitectura.

Todo este arte de Cayo Morante requería, por lo dicho, espacios abiertos por el vidrio y espacios escondidos en la sombra. El Castillo de If reunía ambas exigencias. Sombra en las celdas y luz en el exterior.

– Que el prisionero sienta que fuera de la prisión hay luz, hay belleza -dijo el pequeño funcionario.

Cayo propuso dos diseños complementarios. Las celdas -el interior- serían esas sombras como una gruta del Piranesi, sin perspectiva, con huecos inexistentes, con tramos interrumpidos de escalera para crear la impresión de que la fuga era posible. El exterior, en cambio, sería un sueño de libertad. Que para el prisionero, sería la evasión. Que en el Castillo de If, sería imposible. Sin embargo, a la vista de Marsella, la isla contenía la promesa de la libertad. Sólo que nadie, desde If, ganaría a nado el puerto marsellés. La presencia de un barco de pescadores, rara y más que rara, se negaba a salvar prisioneros evadidos. Más extraño aún, un navío de contrabandistas como el que recogió, casi ahogado, a Edmundo Dantés.

Esta distancia de algo, por otra parte, visible, animó el trabajo de Cayo Morante en If. Los prisioneros del castillo tendrían siempre a la vista el horizonte de la libertad: Marsella. Para ello, Cayo le daría a la cárcel una fachada aérea, transparente, que sirviese de marco ocular al puerto de la libertad.

Mas para que la libertad fuese deseada, era indispensable que la cárcel fuese espantosa, insoportable, un hoyo infernal.

De allí el doble propósito del arquitecto del Castillo de If. Darle al exterior una apertura de luz sobre el Mediterráneo. Pero darles a las celdas una sombría realidad, acrecentar la sombra, la humedad, la distancia insalvable entre el calabozo y la libertad, la luz, el mar, Marsella.

Cayo entendía, por todo esto, que para llegar al suplicio de la luz el arquitecto debía empezar por el foro de la tiniebla. Primero las celdas, con el propósito de llegar, paso a paso, al panorama exterior. A la luz.

Explicó a los trabajadores su proyecto. Fue bien entendido. Donde había una celda lóbrega pero aliviada por un alto rayo de sol, Cayo mandaba suprimir la luz. Si la noche se colaba desde otra altura, Cayo ordenaba cancelar la luna. Entre celda y celda, dispuso que se duplicara el espesor de las separaciones. Midió el tiempo que ayer le tomó al abate Faría rascar la piedra para llegar hasta Dantés. Lo duplicó: tomaría años, escarba y escarba, llegar de un cachot perdido al más cercano.

El equipo de trabajadores, con el que Cayo se llevaba bien, seguía sus instrucciones al pie de la letra. Al cabo de un año y meses de esfuerzo, los separos de If estaban casi listos y habría que pensar en la gran fachada de sol y aire que negase la sordidez de los espacios de castigo.

Sólo que una noche, sentado sobre una roca de la isla, Cayo Morante tuvo una doble ensoñación. Se preguntó, como todo ser activo, ¿para quién trabajo? y en seguida, ¿para qué trabajo?

¿Para quién? ¿Para qué?

5.

Cayo Morante había trabajado en Andalucía. No le extrañaba que se llegase a la perfección mística a través de la intensidad erótica. Sólo el afán pecaminoso de la cultura católica convertía a la carne en enemigo del alma. Si no se confesaran los pecados del sexo, los confesionarios se vaciarían de confesados y los confesores serían inútiles…

En cambio, la cultura de Al-Andalus prohíbe el retrato para castigar al verbo y rodearlo de arquitectura. Esta fue la ilusión que animó el trabajo de Cayo Morante en Andalucía: levantar edificios, desplegar jardines que le dieran voz al silencio visual de los musulmanes.

¿Y en nombre de quién creó Cayo estos jardines andaluces?

Le sobrecoge la memoria, sentado esta noche frente a Marsella. Al caer de otra noche, Cayo Morante caminaba sin prisa por el Jardín de Murillo, entregado al rumor de los árboles y al avance de las sombras cuando, sin pensarlo, distraído, se topó -literalmente- con una sombra inesperada y la sombra tenía voz; dijo -un susurro- al joven arquitecto:

– Salí sin ser notada…

– ¿Cómo? -exclamó Cayo con absoluta sorpresa.

– Dichosa ventura -dijo la mujer, pues femenina era su voz.

– No entiendo. ¿Adónde…?

– A donde me esperaba quien yo bien me sabía…

– ¿En secreto? -murmuró Cayo, guiado por un impulso amoroso.

– En secreto -le contestó la mujer. Lo tomó de la mano y lo condujo con ella a las calles más olvidadas de Sevilla.

6.

Si trabajaba para la mujer de Andalucía, también trabajaba -se dijo esa noche solitaria en la que, cumplida la primera fase de su obligación profesional, tomó un respiro- para levantar una cárcel.

La contradicción se apoderó de él.

¿Era compatible construir una cárcel para gente privada de la libertad y hacerlo en nombre de la libertad amorosa?

La pregunta turbó a Cayo Morante y puso en jaque, de repente, como suele suceder, al sentido mismo de su trabajo y a la aspiración erótica de su alma.

¿Se podían compadecer su amor de su trabajo, y éste de aquél?

La idea lo turbó con intensidad. No vio, en ese momento de soledad nocturna, salida al conflicto que tan de pronto se suscitó en su espíritu.

¿Cómo terminar la obra sin perder a Carolina Grau?

¿Cómo regresar a Carolina Grau habiendo construido una prisión donde jamás cabría la mujer amada?

Tuvo una sensación de tristeza y de inutilidad. La divergencia entre un trabajo y su vida se le hizo patente, insoportable. Era como si un relámpago interior devastase su alma, separándola de sí misma, preguntándole si construir una cárcel era compatible con mantener un amor, o si amor y cárcel eran incompatibles, a menos que se edificara, en cambio, una cárcel de amor.

¿Cómo traer el amor de Carolina Grau a la cárcel del Castillo de If?