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La pregunta lo desveló varios días. Se distrajo. Los obreros lo notaron. Lo miraron de manera distinta. ¿Con desconfianza? ¿Con recelo? ¿Ya no era uno de ellos? ¿Había desterrado el simple recuerdo de la mujer amada toda camaradería profesional entre arquitecto y trabajadores -una relación tan cuidada, en todo caso, en cada caso, por el profesional que era Cayo Morante-?

– Pueden regresar a Marsella -les dijo a todos, convocados a la mañana siguiente.

Se miraron entre sí.

Miraron al capataz de la obra.

Este habló y Cayo recibió sus palabras como una ofensa a la mañana de verano en el golfo de Lyon. Las nubes inmóviles. La brisa amorosa. El sol eterno. El puerto lejano.

– Perdone, arquitecto. Pero la obra no está lista.

– Lo sé.

– Entonces, ¿por qué…?

– Yo los llamaré para terminarla.

– ¿Cuándo? -un tono de impaciencia se coló en las palabras del capataz, autorizando a los obreros -¿cuántos eran?, ¿veinte, treinta?- a murmurar" ¿cuándo, cuándo?".

– Es que tenemos que encontrar trabajo en cuanto terminemos éste, arquitecto.

– No importa -negó con un gesto Cayo Morante-. Tengo varias obras en marcha. Pueden…

– Pero es que…

– No se preocupen. Les aseguro que trabajo no les faltará.

¿El murmullo siguiente fue de duda, de aprehensión?

– Está bien. Lo que usted diga.

Porque Morante había tomado una decisión. Él se quedaría en la isla y desde aquí convocaría a Carolina Grau.

No terminaría, como pensó, por perder a Carolina Grau.

Traería a Carolina Grau al Castillo de If.

La mujer amada tendría aquí su lugar.

A condición de que sólo ellos dos, Cayo y Carolina, permaneciesen en la isla.

Cayo entendió entonces que había aceptado la comisión sin darse cuenta del propósito real, el que jamás entendería el pequeño burócrata de la oficina de prisiones, quien creía que el Castillo de If sería una obra más del famoso arquitecto Morante.

Nadie sino el propio Cayo sabía, como lo supo ahora, que If sería su obra final.

La cárcel de amor de Cayo Morante y Carolina Grau.

7.

Entonces Cayo Morante se quedó solo en el Castillo de If y su único deseo era que Carolina Grau llegase hasta aquí y los dos se encerraran para siempre en esta su cárcel de amor.

¿Cómo iban a encerrarse, sin embargo, si el castillo tenía entradas y salidas y daba la cara al mar y a Marsella?

Cayo se dijo que la voluntad del amor ante todo crearía un espacio erótico sin salidas. Si Carolina Grau atendía la súplica de su amante, debía aceptar que, aislada con él en el Castillo de If, jamás se irían de aquí. El arquitecto sintió que, al fin, había encontrado un sitio sólo para Carolina y para éclass="underline" un lugar sin horizonte y sin escapatoria posible.

Entonces, había que culminar la tarea de la construcción, antes de que llegara Carolina: If sería el lugar sin escape, la prisión que la burocracia le había encomendado, sin entender que sería sólo prisión para dos enamorados, Carolina y Cayo y nadie más.

¿Cuándo empieza a sentirse el triunfo de la belleza? Cayo se hizo esta pregunta cuando determinó frustrar la función del Castillo de If, renunciar a la gran fachada de aire y luz frente a Marsella que había sido su objetivo inicial. Y, en cambio, frustrar toda apertura, convertir el castillo en una sola, inmensa celda sin escapatoria posible para Carolina y Cayo, amantes aislados para siempre…

Cayo fue cerrando con muros de ladrillo todas las avenidas interiores del castillo. Que no hubiese escapatoria posible. ¿No era ésa su misión? Que el prisionero de If no pudiese escapar jamás. Ni esconderse dentro de un saco de tela gruesa y grosera, como Edmundo Dantés. Ni como François Picaud encerrado en Fenestrelle y liberado para asesinar a su verdugo, Mathieu Loupain, ni Montecristo vengándose, uno tras otro, de sus enemigos Danglars, Mondego y Villefort, culpables del encarcelamiento de Dantés. Ni el abate Faría, muerto en If tras revelarle el secreto del tesoro del cardenal Spada a Dantés. Ni el abate anónimo que, moribundo, lega su fortuna a Picaud. Ni el abate, otra vez de nombre Faría o Farina, que trata de engañar con burlas mágicas a la sociedad napoleónica…

Nadie. Ninguno. Fantasmas todos. Protagonistas de historias contradictorias, inverosímiles como la hipnosis de Mesmer, como la eternidad de Swedenborg.

¿Resucitas de acuerdo con lo que fue tu vida? ¿O resucitas para empezar una vida nueva, distinta de la anterior? Cayo rió mientras cerraba toda avenida interna del castillo con muros de ladrillo. ¿Ácido sulfúrico? ¿Barras de fierro? La magia de Mesmer y Swedenborg le sobraba. El magnetismo animal no sabe de ácidos y barras. Se manifiesta por encima de cualquier obstáculo. La atracción de un ser humano por otro vence descontento y melancolía, era memoria dulce, era…

– Aislamiento -se decía Cayo Morante-. Amar es separarse de cuanto nos rodea. Amar es renunciar al mundo. Es escoger un espacio permanente para la pasión. Es instalarse en un espacio renunciando al movimiento. ¿Y no es el tiempo, inmóvil, el movimiento de la arquitectura?

Ladrillo tras ladrillo: no quería una sola salida del Castillo de If. Carolina Grau vendría aquí y con Cayo Morante, los dos unidos, permanecerían aquí para siempre.

¿Para esto había sido Cayo arquitecto?

¿Para llegar a este espacio, construirlo y cerrarlo?

¿Para ofrecerle a Carolina Grau, la mujer amada, un descanso final en la gran tumba levantada sobre el mar por Cayo Morante?

¿No era ésta prueba suficiente de la pasión de Cayo por la mujer que una noche en Sevilla se entregó a él con palabras sagradas: "Salí sin ser notada… A donde me esperaba quien yo bien me sabía…"? Y le prometió regresar cuando le ofreciese un espacio igual a Andalucía pero diferente de Andalucía, un paraje nuevo porque Sevilla lo daba todo sin cobrar nada y Andalucía le pedía otro espacio, esta vez imposible, donde habría que pagar caro el amor, a menos que él, Cayo Morante, crease un lugar para el amor en una tierra avara, no generosa como la andaluza…

¿Qué iba a hacer él, arquitecto, sino construir un espacio para ella, Carolina, en tierra avara, tierra de trabajo y de razón, que ella le pedía a él que la transformara para ella en tierra de pasión amorosa?

El amor nos aísla de cuanto nos rodea.

¿Qué iba a hacer el arquitecto sino construir un espacio para el amor: un terreno aislado de toda conciencia humana, un lugar en el que conocer y amar no se viesen cercados por las demandas de la acción cotidiana como por las memorias de pasados persistentes? ¿Era posible crear y ofrecerle a la amada un lugar de placer ilimitado, un desmentido a la idea de que ningún placer nos satisface para siempre, un placer que nos deje asombrados para el resto de nuestras vidas, un placer inconcebible? ¿Un placer superior al que Carolina Grau sintió en brazos del joven abate Faría mucho tiempo antes, el amor que ahora ella le daría a Cayo Morante en el mismo lugar donde Faría se hizo viejo y murió: el Castillo de If?

¿Regresaría Carolina Grau a este islote con el que Cayo culminaba su carrera para ofrecerle a la mujer que quiso una sola noche y quiso para siempre, en Sevilla y confesando sus secretos?

¿Ella lo entendería?

¿Ella vendría ahora hasta él?

¿El lograría, encerrados para siempre los dos aquí, rendirla para él mismo, salvarla de la pasión funeraria por un hombre muerto siglos antes, el abate Faría?

¿Vendría hasta If Carolina Grau por Cayo Morante o por el abate Faría?

Morante se acusó a sí mismo. Era un falsario. Atraería hasta aquí a la mujer que amaba a otro hombre. Una mujer que a Morante sólo le dio una noche de amor en Sevilla.

Ladrillo tras ladrillo. Argamasa y argamasa. Muro tras muro.

Cayo Morante terminó su trabajo.

No había escapatoria posible.

El Castillo de If era un dédalo de pasajes muertos que no conducían a ninguna parte, salvo a sí mismos.