La salida fue vedada.
El castillo se encerró en el castillo.
Jamás un prisionero podría escapar de aquí.
Cayo Morante había construido la obra final. Una obra perfecta porque no tenía salida ni continuación salvo en sí y para sí.
El arquitecto se sentó en un peldaño de una escalera que no conducía a ninguna parte y allí esperó la reaparición de Carolina Grau.
El dueño de la casa
La casa consta de cuatro pasillos construidos en torno a un cubo de ascensor. En tres de los pasillos hay dos puertas que conducen a otros tantos cuartos. El ascensor sólo sube y baja. Es dueño de su espacio. Debajo del aparato no hay más que el vacío que el elevador recorre con intermitencias inexplicables. ¿De dónde viene? ¿Adónde va? ¿Dónde se detiene de vez en cuando? ¿Por qué se detiene? ¿Quién lo maneja? ¿Alguien lo utiliza? ¿Se mueve solo? A veces me asomo al cubo del ascensor y no veo nada, salvo una oscuridad de hierro viejo. No me engaño, empero, ni los engaño a ustedes. Levanto la vista más allá del cubo y miro el cielo. Sólo que mi cielo es más oscuro que un sótano.
Quisiera recordar un firmamento más bello. Días más claros. Momentos de sol. Sol y soledad. Sol y sociedad. Sol y saciedad. Los términos equívocos se pelean en mi mente desordenada. Quisiera recordar el origen de esta situación. Me cuesta mucho, encerrado en esta casa o edificio (debe ser edificio, por eso hay un ascensor) donde todo es sombra, salvo esa zona de luz vertical que ya mencioné y que uno llega a creer que es el cielo y es sólo el piso superior al tedio sin amparo de un firmamento gris, envenenado por la polución.
Mi esfuerzo por recordar se confunde, por todo lo dicho, con mi esfuerzo por inventar. Si me dejo llevar por la imaginación, acaso llegue al recuerdo. Pero si intento recordar, empiezo a creer que imagino.
Digamos que alguna vez viví en este piso alrededor del cubo de ascensor. Pensemos que otro día tuve una llave para entrar a esta casa, tomar el ascensor y subir al piso más alto. Imaginemos que éste era mi hogar. Recordemos que antes yo no vivía solo sino que me acompañaba una familia, tenía una esposa, conocía a mis vecinos. Imaginemos que un buen día perdí la llave de la casa. Yo estaba en la calle. Busqué la llave con la desesperada concentración que nos imponen las catástrofes minuciosas.
Supongamos que la llave estaba escondida, como en las películas, debajo del tapete de entrada. Esta solución me parece demasiado obligada, sencilla, convencional. Hasta que descubro la llave en el lugar previsto y me encuentro con la llave en la mano pero la llave no corresponde a la cerradura de la casa donde la encontré. ¿Cuál será la casa de la llave? ¿La casa? ¿Cuál casa?
El frío aumenta y la llave descansa en mi mano enguantada. Pasa una mujer envuelta en zorros y con la cabeza cubierta por un chal. Le pido a la desconocida que me indique la casa que corresponde a la llave que le muestro.
"Té conozco", me contesta ella. "Te conozco desde siempre. Tú y tus bromas."
La desconocida, con estas palabras, se convierte en mi enemiga.
Como si leyera mi pensamiento, ella me dice: "No lo soy. Lo seré" y sigue su marcha en medio de un frío de navajas.
Hubo una época en que gozaba de toda la autoridad en esta casa. Era respetado. Era obedecido. Tenía socios. Venían a verme. Tomábamos decisiones juntos. Pero algunas decisiones resultaban equivocadas. Las amistades se perdieron. Algo ocurrió. El casero que antes me respetaba empezó a hacerme caras hoscas. Me habló con tonos duros. Me faltó al respeto. En suma, me exigió el pago de la renta.
"La oficina", le dije, "la oficina se ocupa de esas cosas".
"Ya no hay oficina", contestó el casero con un rictus de amargura y ojos de desolación.
Subí al apartamento y todos se habían ido. Yo estaba solo. Me senté en la cama y pensé en mi vida. Repetí en mi mente las horas diarias de la rutina. De sólo pensarlo, me agoté. Una sucesión gris de minutos vacíos. Los mismos asuntos, las mismas soluciones, el regreso inevitable de los expedientes idénticos a sí mismos.
¿Me cansé de ellos? ¿O ellos se aburrieron de mí? ¿Por eso huyeron todos? ¿O por eso me recluí, quedándome solo? La verdad es que a medida que fui asumiendo mi solitaria condición, me fui dando cuenta del terror que supone vivir en una casa acompañado de mujer y familia, recibiendo socios y atendiendo asuntos.
Acaso porque quería acomodarme a mi nueva situación, estigmaticé m i vida anterior. Taché de horror lo que hasta hace poco era normal y empecé a normalizar lo que a todas luces era extraordinario.
Una noche desperté como de una pesadilla, sintiéndome aliviado.
"Ya no tienes que dar órdenes."
"Ya no tienes que envidiar a nadie."
"Ya no tienes rivales por el poder o por el sexo."
"Ya no estás obligado a congraciarte con el casero."
"Has perdido la autoridad".
Yo quisiera que ustedes comprendieran el alivio que estos pensamientos, desfilando ante mi despertar matutino, me provocaban. Lo malo es que mi naturaleza no me predispone ni a la confianza ni a la felicidad. El bonheur, la alegría de mis despertares, no tardaba en verse empañada, como un cristal de febrero, por el retorno incisivo de la duda escarchada.
¿Por qué me encontraba solo? Ya indiqué que mi vida había sido un calendario de la repetición. Ahora añado que la repetición nos agota a nosotros y aburre a los demás. El resultado es el abandono.
Este preciso silogismo no acaba de confortarme. Quiero decir que no me engañaba a mí mismo. Las razones que yo podría aducir para explicar mi abandono (o el abandono) no agotaban las posibilidades de la situación. A veces me deslizaba por la pendiente del absurdo, dinamizando mi simple estar. Nadie viene a verme, es cierto, Pero ¿estoy seguro de que nadie se ha ido?
Ustedes entenderán que cuanto llevo dicho pertenece a la primera parte de eso que podríamos llamar mi abandono o mi soledad. Basta saberse solo para convertir el abandono en situación permanente. La novedad solitaria nos deslumbra tanto que la creemos eterna. No es así y el problema consiste en saber cuándo sabemos que la eternidad es pasajera. Durante las semanas siguientes, cogité acerca de la independencia de mi persona, puesta a prueba por este desamparo. Me pregunté si ahora sí podría demostrar que yo era un ser independiente. Las demandas inmediatas de mi vida anterior se habían desvanecido. Yo ya no vivía acompañado de nadie. Antes, estaba condicionado para cosas como la sociedad, la política, la fealdad y la belleza, el poder y el dinero, el amor, la familia y la pobreza de una ciudad que, a pesar de todo, yo seguía adivinando a través del cubo del ascensor y del cuadrilátero de cielo gris.
La prueba de que la eternidad no era mi óbolo me la dio un hecho muy simple. Una mañana desperté y sentí hambre. Todos sabemos que hay en nosotros una parte invernal gracias a la cual, cuando hace frío, imitamos al oso y dormimos en paz, sin contar las horas. Sólo que el oso, con sabiduría ancestral, se alimenta anticipadamente y luego duerme tranquilo, digiriendo con pausa, varios meses. Yo, en cambio, desperté con hambre y al cabo, con miedo, lira consciente de mi encierro en el piso más alto del edificio. Tenía hambre. Nada más sencillo que tomar el ascensor y bajar a la calle, comprar provisiones y regresar a mi alta cueva.
Corrí al ascensor y apreté botones. El aparato se movió, subiendo con lentitud. Se detuvo dos pisos abajo del mío. Apreté los botones, primero con seriedad, luego con irritación, al cabo con furia. El ascensor no ascendía. Esperé un rato. Volví a intentar. Nada.
Me recogí en mí mismo, decidido a vencer a la máquina y sus detestables caprichos. Cuantas veces llamé al elevador, el resultado fue el mismo. El aparato infernal se detenía dos pisos debajo del mío cuando yo insistía en llamarlo, me desobedecía con una carcajada de fierro e iniciaba un nuevo descenso.