Escudriñé la zona de oscuridad que los bodegones siempre se reservan para crear contraste y en consecuencia realidad. Está prohibido ser inocente en el paraíso. Mejor entrar a él cargado de cautela, sospecha y agresiones frenadas. Con razón. Desde el fondo bruñido del espacio pictórico, emergió muy lentamente, acaso convocada por mi mirada curiosa e insatisfecha, una forma que sólo era el perfil de las sombras mismas. ¿Mi mirada acostumbrándose a la oscuridad descubría una forma latente en el cuadro? ¿O la forma misma avanzaba hacia mí desde un escondrijo pictórico vedado, en primera instancia, a mi mirada?
Entonces escuché la voz. Digo voz como antes dije "ladrido" (del gato) o "mugido" (de los bacantes). Digo voz y el misterio persiste porque las palabras no tenían cuerpo, sólo tenían eco, eran un sonsonete lejano que poco a poco iluminaba el espacio más hondo del cuadro (¿era cuadro, era representación, era realidad?). Era una plegaria cada vez más íntima y audible, agnus Dei, qui tollis peccata mundi, cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo. Y entonces el espacio (¿el cuadro, el cuarto?) se iluminó para revelar al cordero atado de patas, mirándome con una insoportable súplica, sabiendo de antemano que yo no podía penetrar en su espacio, socorrerlo, desatarle las patas, recogerlo, traerlo a mi mundo y salvarlo de la muerte. ¿Pintura, escenografía, espejismo, realidad? ¿Cómo iba a saberlo, señores? ¿Ustedes habrían definido, en un momento como ése, la realidad?
Realidad de la inocencia, del sacrificio, del mal. Todas ellas me avasallaron. El cordero era inocente. Había que sacrificarlo en bien de los demás. Jamás borraríamos el signo del crimen inscrito con sangre en nuestra frente.
Tendí las manos hacia el cordero. El cordero me miró con una mezcla insufrible de inocencia y culpa.
La tercera puerta se cerró, abandonándome en medio de una cacofonía de ranas, gansos, ratones, caballos, lechuzas, niños.
Busqué el origen del rumor.
Sólo vi un pasillo solitario, lleno de hojas muertas.
Un viento silencioso las levantó.
En cambio escuché un rumor de pies descalzos. Sentí la felicidad y el miedo de una compañía probable. Porque hasta ahora, todo signo de vida se originaba detrás de las puertas cerradas, abandonándome a la soledad en los corredores donde alternaban el rumor y el silencio.
¿Alguien me acompaña desde ahora?
En seguida perdí la ilusión. El rumor de pies descalzos provenía de otra puerta, la cuarta de mi recorrido. Me acerqué a ella. Oí. ¿Por qué sabía que las pisadas detrás de la puerta eran descalzas? No por el rumor -pensé desquiciado-, sino por el olor. Un intenso olor de incienso y de cera derramada salía por los quicios de la cuarta puerta, incitándome a abrirla. ¿Invitándome? ¿Obligándome? Por un momento incierto pensé que habiendo abierto la primera puerta, no podía dejar de abrir las cinco restantes. O todas o ninguna. Tal era el pacto no escrito de mi nueva vida. La soledad me obligaba a jugar todas las cartas del reencuentro con los hombres y las cosas. La regla, me di cuenta, era sólo una: o juegas todos los números o no juegas ninguno; o destapas todas las cartas o se las devuelves boca abajo al croupier.
Abrí la puerta y un rayo de luz iluminó un par de pies descalzos. La luz era tan brillante que ocultaba el resto del aposento. La disposición de las penumbras era un misterio que yo debía penetrar, acostumbrándome tanto a la luz como a la tiniebla. A medida que mis ojos disipaban ésta y se acostumbraban a aquélla, el misterio de los pies descalzos se aclaró.
Lo digo rápido pero tomó tiempo. Yo ya no veo lo que antes veía. Debí transformar mis hábitos mentales a fin de aceptar esta novedad. Mi pensamiento se empecinaba en mantener un repertorio de imágenes que eran, ya, consecuencia y antecedente las unas de las otras. Aunque no correspondiesen a la verdad, las etiquetas se imponían para ahorrarnos la verdad.
La sonrisa de La Gioconda es misteriosa y antigua. El hombre de la mano en el pecho de El Greco es la imagen del hidalgo español. Los autorretratos de Rembrandt son el mejor espejo de la edad de un hombre: adolescente, adulto, anciano. Y Goya dice la verdad: los sueños de la razón producen monstruos.
Iba pensando todo esto a medida que disipaba las sombras de la celda monacal detrás de la puerta número cuatro, aunque el hecho mismo de penetrar la oscuridad iba, si no negando, al menos transformando las ideas fijas con las que me acercaba a la composición posible de esta celda que bien podría ser sólo una pintura de Zurbarán. La Mona Lisa es una mujer sin misterio, una buena burguesa italiana que tuvo la suerte de conocer a Leonardo, quien la convirtió en La Gioconda y la despachó de regreso a sus previsibles faenas cotidianas. El hombre de la mano en el pecho es un individuo cruel y egoísta, indiferente al dolor y a la belleza, apenas el hombre medio sensual engalanado por el arte de El Greco. Despojado de su sensualidad y poder igualmente malditos para ascender al limbo asexuado y pulido del gran arte -el arte de Domenico Theotocopoulos, no del ingrato caballero-. Rembrandt se pinta a sí mismo de la juventud a la ancianidad no como un acto sincero y verídico, sino como un disfraz supremo de su propia mortalidad. ¿Qué otro recurso prefotográfico tenía un artista para ofrecerse a la inmortalidad sino el de pintarse rumbo a la muerte y esconder tras una mirada resignada la enorme soberbia de imponer retroactivamente la imagen de la juventud como rostro original y por lo tanto último? El joven Rembrandt no mira hacia delante porque desconoce el porvenir. El viejo Rembrandt tiene la oportunidad de mirar hacia atrás porque conoce el pasado y porque es un artista, ofrece el pasado como eternidad.
Y Goya pinta primero al hombre sabio de la ilustración española -Gaspar Melchor de Jovellanos- sentado en un sillón, pluma en la mano, libro abierto sobre una mesa, a punto de pensar, escribir, vigilar. Acto seguido, Goya duerme al filósofo sobre el mismo sillón, la tinta se derrama y los murciélagos y las lechuzas sobrevuelan al filósofo, devorando su razón, sepultándolo en las fosas más oscuras de la pesadilla y el horror. La noche del vampiro. La pregunta de Goya es la siguiente; ¿cuál de las dos versiones preferís? Porque el grabado del mal sueño es genial y la pintura de la vigilia es mediocre. ¿Con cuál os quedáis? ¿Y qué precio pagaréis por salvaros de la maldad del bien para alcanzar la bondad del mal?
El monje de la celda se va revelando gracias a la costumbre de mi mirada. Es un viejo calvo y austero en cuyos ojos se contempla un mundo contingente y corrupto. El monje escribe. ¿Qué escribe el monje?
¿Qué escribes, monje?, me atrevo a preguntar.
El hombre me mira. Deja caer el papel. Arroja la pluma como un dardo. Derrama la tinta negra sobre su blanco hábito. El monje salta, me da la espalda, se levanta el hábito, me muestra su trasero desnudo, la indecencia de sus nalgas blancas y arrugadas, las aparta, mira al mundo, me mira a mí con la gracia espantosa del ojo del culo, su hoyo escarlata y negro, emblema de su profesión de fatales ataduras terrenales e imposibles aspiraciones místicas.
El monje me dispara a la cara su ventarrón divino, un pedo silente, maligno, más apestoso que el ruido, cargado de digestiones sagradas -porque los dioses digieren y expulsan lo que devoran-. Un pedo mostaza, un callo disuelto en vapores oscuros, un anuncio de retortas nocturnas y retortijones matutinos, un pedo fratricida, eucaristico, disolvente de su propia profunda esencia, un pedo que victimiza a las flores y contamina las aguas, el pedo empero liberal y libertino, ventarrón de la libertad, asfixia de las buenas costumbres, neblina de las sábanas, carcajada sin voz, excusa de la cortesía; el que sigue corre por mi cuenta: pedo. El gran perfume de las nalgas. La ofrenda sagrada del ojete, el anillo de matrimonio de los maricones, el ano invisible de la castidad matrimonial. No hay estatua con ano: los santos no se tiran pedos. Air France. Aeroméxico. Finnair. British Air. Redes Aladas. Pedos salados. Pedos al lado.