Ahora, día con día, la mirada de Brillante se iba convirtiendo en un campo de recuerdos enemigos, de memorias que se peleaban entre sí. Era como una lucha encarnizada entre lo que se queda y lo que va pasando, como si abandonar la infancia fuese un segundo parto, más doloroso que el de la madre, porque esta vez es el hijo quien se da a luz a sí mismo…
Este era mi consuelo. Brillante crece. ¿Cuándo deja un niño de ser un niño? Supongo que cada ser humano tiene su propio ritmo para irse haciendo adulto, retener recuerdos, anticipar eventos, intuir que debe prepararse para sufrir desengaños, luchar por una cuota de felicidad, aceptar una sucesión de accidentes…
Desengaños. Alegrías. Accidentes.
¿En qué orden se dan? ¿Cuándo ocurren?
Como toda madre, yo observaba con una mezcla de esperanza y terror, de alegría y zozobra, el desarrollo de mi hijo. Una cosa era cierta y era terrible: Brillante no era como los demás. Su excepcionalidad no dejaba de darme orgullo. "Mi hijo es especial. Es distinto." Quizás no habría pensado así si el niño fuera ciego, baldado o paralítico, pero ser dorado podría significar un privilegio, así como un peligro.
Yo tenía mi respuesta lista para el momento oportuno. Brillante sufre de fotofobia. De niño le hicieron unos exámenes que lo expusieron sin protección a rayos ultravioleta. Es un niño velado. Se veló. Hay personas que se velan de color azul o morado. Miren qué bien: mi hijo se volvió de oro.
No creo que mis razones hubieran convencido a nadie. Sólo me quedaba esperar a que el tiempo le diese a mi hijo las oportunidades -estudios, novia, amigos, familia propia- que su despierta inteligencia merecía. ¿Tenía yo fe excesiva en la sociedad? No tenía tiempo de responder a esta pregunta.
La agresividad de Brillante se limitaba a sus juegos bélicos. Me parecía normal, hasta que un día pasó a los hechos: los soldaditos de sus guerras murieron. Los quebró en dos y luego los arrojó al fuego de la chimenea.
¿Qué haces, hijo?, exclamé.
Los soldados mueren, ¿no?
Los de plomo no. Me obligas a comprarte nuevos juguetes. Muy mal hecho.
No me importa.
¿Con quién vas a jugar entonces?
Con él.
Brillante señaló a una pared de la sala. Dirigí mis ojos al espejo de marco dorado que heredé de mis padres. Apenas lo vi, una figura se movió y desapareció velozmente.
El corazón se me subió a la boca. Sin respiración, le dije a Brillante, ¿quién es, quién es?
Y él respondió: Soy yo.
Ser él. A partir de ese momento, de modo intuitivo, sin saber muy bien por qué, empecé a predicarle a Brillante cosas como sé tú mismo, no necesitas a nadie, un día yo ya no estaré aquí, no necesitas a nadie a tu lado, prepárate para ser independiente…
El me miraba con extrañeza. Se tocaba el rostro como para decirme que no se engañaba. Él era distinto. ¿Cómo le exigía yo que fuese autónomo? ¿No me daba yo cuenta de nada? ¿Era yo una pobre ilusa? ¿No lo había, yo misma, aislado del mundo?
Me miró, por primera vez, con un reproche muy parecido al odio.
No sé si Brillante me dijo todo esto con palabras, con gestos, con miradas. Sólo sé que me lo hizo saber, aunque sin alarma. Como si fuese un problema resuelto en su ánimo.
Le di las gracias. No me responsabilizaba de un porvenir sin mi presencia protectora. Podía pasar de mí. Esto lo entendí, con una mezcla de alivio y amargura.
Los hechos son inasibles. Nunca sabemos si lo que ocurre está ocurriendo, ya ocurrió o está por ocurrir. ¿Cómo atrapar el instante? Sería tanto como atrapar al viento. Todo pasa, pasó, está pasando al mismo tiempo. Cuando Brillante empezó a mudar de voz primero, de mirada en seguida, de actitud al cabo, me era imposible fijarlo en cualquier momento del cambio fugaz porque un segundo más tarde mi hijo volvía a ser el de siempre, un niño que iba a cumplir ocho años pero que un segundo más tarde hablaba con voz de adulto, se movía de manera agresiva y sobrada y me miraba con algo más que amor de hijo.
Inquieta, busqué a mi alrededor una razón que disipase mi alarma creciente. ¿Quién era mi hijo? La pregunta no tenía respuesta. La verdadera interrogante era ¿adonde va mi hijo?
Se la hice: ¿Adónde vas, Brillante?
Su voz infantil me contesta: De dónde vengo, madre.
Y si le pregunto: ¿De dónde vienes, hijo?, su respuesta sería: A donde voy, madre.
Debo advertirles que este desconcierto mío no era gratuito. Se fundaba en una observación cada vez más sorprendida y sorprendente de las actitudes de Brillante, como si lo normal o esperado en un muchachito de su edad se convirtiese poco a poco en la excepción de una manera demasiado madura de accionar, mover las manos, plantarse en jarras, darme la espalda, cruzar las piernas, rascarse el mentón…
Rascarse el mentón. Abrí sin deseo de sorprenderlo la puerta del baño, lo encontré con las mejillas enjabonadas. Se rasguñaba la mejilla como si quisiera arrancarse algo. Me miró sin sorpresa. Se rió. Me convocó con la mano. Me obligó a que le acariciara la cara.
¿Había un vello lánguido pero cerdoso en el mentón del niño?
A partir de ese instante dudé, aunque tarde, entre dos actitudes. ¿Debía ser paciente y atenta, esperar a que los hechos se sucedieran, sin saber a ciencia cierta qué nueva anomalía afectaba a Brillante? ¿O me correspondía precipitar la situación, llamar a un hospital, admitir que un par de enfermeras se llevaran al muchacho, por las buenas o por las malas, y lo pusieran bajo observación, fuera de mi control y acaso fuera de mi vista? Lucharon en mi alma la responsabilidad y el alivio. ¿Cómo quererlo más? ¿Cómo amarlo mejor?
El siguiente suceso determinó mi acción. Una noche, miré por accidente la fotografía de mi difunto marido Juan Jacobo en la repisa de la chimenea. Digo que fue una mirada accidental porque rara vez ponemos atención en una foto u otros objetos de la casa cuya presencia damos por descontada. ¿Quién se detiene a mirar la cortina, la silla, el florero o la foto que siguen en su puesto habitual?
Digo que llevaba semanas sin mirar la fotografía de mi esposo. Cuando esta vez le dirigí la mirada, sofoqué un grito involuntario. El retrato se estaba borrando. De modo sutil, casi imperceptible, las facciones de Juan Jacobo se desvanecían dejando una especie de vacío doloroso donde antes había perfiles precisos.
Tuve una reacción tan incomprensible como el hecho que la provocó. Decidí no darme por enterada. No había visto lo que había visto. Mañana las facciones alteradas regresarían a su lugar: a la cara de un hombre muerto ocho años antes en el acto de hacer el amor.
Debí reflexionar. Debí poner atención.
Desde que nació, Brillante durmió a mi lado. Noche con noche, su presencia cálida era mi protección y yo la de él. La intuición era poderosa: el niño y yo nos necesitábamos. No había nada anormal en ello, sólo la luz que el niño irradiaba y a ella me acostumbré muy pronto, como nos adaptamos a lo que, por constante, deja de ser excepcional. El brillo era tan natural en mi niño como el sueño, el hambre, el sollozo o el bostezo. Además, tenía yo la mala costumbre maternal de pensar por mi hijo, hablar por él, tomar decisiones y darle órdenes. Ustedes me comprenden. Su extrañeza física duplicaba mi preocupación materna. Sabía, sin embargo, que estos papeles acaban por invertirse y que, al paso de la vida, será el hijo quien se ocupe de la madre.
Aún no. Brillante iba a cumplir apenas ocho años y las aristas extrañas de su comportamiento yo las atribuía a que el chico crecía y aparecían en él hechos y actitudes adultas. Algunas puramente imitativas, como rasurarse sin tener barba. Otras, más mímicas, como fingir voces durante las batallas que escenificaba.