¿Por qué sabía Brillante los nombres de los países y los mapas militares a los seis años de edad?
El hijo pródigo
Crucé el río sin temor. No calculé si la corriente era demasiado veloz, el cauce hondo o la ausencia inmediata de un puente una invitación, en sí, a la aventura. Jamás se me ocurrió que río abajo, o río arriba, había un paso más seguro. Estaba aquí. La hora era ésta. Aquí y ahora. Crucé el río y el agua me llegaba a la cintura. Quizás el siguiente paso me obligaría a perder pie o a nadar contra la corriente, y es que en la otra ribera se desplegaba un paisaje no insólito en sí mismo sino absolutamente contrastado con el mundo que dejé detrás de mí. Iba a cumplir veintiún años y me dije una noche rumorosa que no viviría mi vida en medio del horror de mi ciudad vencida (de ello estaba cierto) para siempre.
No sé si en verdad el país que vi esa tarde del otro lado del río era tan hermoso como lo miré entonces y lo recuerdo ahora. En aquel momento, sólo el contraste dominaba mi ánimo. Quizás esta tierra no es tan bella como la vi hoy -ese día que no quiero regalarle al pasado-. Quizás la ciudad que abandoné no era tan abyecta como entonces la recordaba. El hecho es que crucé el río y salí a la ribera opuesta con el ánimo victorioso de mi juventud, convencido de que el agua había lavado los restos del mundo odiado de mi niñez y que, desde ahora, mi tiempo sería mejor.
No tardaron los hechos en confirmar mi esperanza. La belleza del campo que transitaba (aunque lo fuese sólo por comparación) era distinta y mejor. Cerré los ojos para aspirar aromas de menta, lavanda, pino viejo y césped recién cortado. Temí abrir los ojos y disipar el encanto de mis sentidos. Mis orejas temblorosas, como las de un murciélago, no recogían ruido alguno, como si los olores lo dominaran todo y expulsasen cualquier sensación que pudiese turbarlos.
El mandato de mi cuerpo entero era: Camina, no abras los ojos, respira, no escuches, hasta que yo -¿quién era yo?- te lo indique.
Ábrelos ahora. Hay instantes en los que la mirada es recompensada de los tiempos largos en que, con los ojos abiertos, no vemos nada. Este fue uno de esos momentos.
Yo estaba a la entrada del jardín donde parecían encontrarse todos los perfumes que hasta él me habían guiado. Del jardín, que era un laberinto verde, salió corriendo una niña de no más de ocho años. Saltaba y hacía correr, a su vez, un aro de colores, con tal destreza que el juguete jamás dejaba de rodar y nunca se caía. Ella reía pero sin emitir ruido alguno. Tenía un bello pelo cobrizo, sin arreglo visible porque no era necesario: la cabellera rizada se acomodaba sola a la cabeza de la niña. Ella vestía un delantal blanco sobre un vestido azul, medias azules, zapatos azules.
Desapareció como apareció.
Todo ocurrió en silencio.
Pasé a lo largo de una alberca vacía y sentí un ligero desencanto. Lo superó en el acto el rumor de una fuente constante donde tres cupidos de piedra vaciaban el agua de sus ánforas. Caminé sobre un sendero de grava y mis pasos fueron el apoyo indeseado de mi cuerpo guiado por la cabeza despierta, atenta, maravillada.
Cerca de la fuente se levantaba una villa de un piso. Las ventanas que daban al jardín también saludaban al sol poniente. O más bien, le negaban el saludo: todas estaban cerradas por batientes verdes. Al final de la grava, seis escalones conducían a una terraza cubierta por un toldo de listas verdes y blancas agitado con ligereza por la brisa de la tarde.
Un camarero con pechera de rayas rojas y negras se acercaba a una mesa dispuesta bajo el toldo. Tendió un mantel blanco y sobre él fue colocando, con una música apropiada a cada objeto, un servicio de té, cucharillas, cuchillos, tenedores, un platillo con mantequilla, dos con jaleas, otro platillo vacío, otro pronto ocupado por una taza, la tetera misma, albiazul. Un servicio del mismo color del cielo de esta tarde.
El camarero, habiendo dispuesto todo, se mantuvo erecto en espera del comensal.
Al cabo, éste salió de la casa y se dirigió a la mesa asistido por dos mujeres con tocas blancas y cubiertas por mantas grises. Sin las mujeres, el personaje que se aproximaba a la mesa no habría podido moverse. Las mujeres lo ayudaban a sentarse en un pesado sillón de terciopelo rojo y en seguida se quitaron las frazadas y lo cubrieron con ellas.
Ellas se mantuvieron, vestidas con uniformes grises de cuellos tiesos y faldas estrechas, detrás del protagonista del té. El camarero sirvió el brebaje humeante. Una de las mujeres levantó la taza y la llevó a los labios del muchacho emaciado, exhausto, de pelo rubio, rizado y ralo, ojos perdidos en cuencas profundas, nariz nerviosa, orejas silenciosas, mejillas grisáceas y un alma de desolación profunda que no lograba disimular una débil y enfermiza sonrisilla.
Di la espalda, sin remordimientos, a la escena. Di la vuelta a la casa de seis fachadas y miré la puerta de entrada, seis escalones arriba. Era de madera oscura, con entrepaños de vidrio protegidos por emparrillados de fierro.
La puerta estaba cerrada por un candado.
Seguí el camino que conducía de la casa a una aldea anunciada por la respiración de varias espirales de humo y una esperanza de calor. La casa del candado emanaba un frío atroz y extemporáneo. A medida que me alejaba de ella, el sendero descendía de la mansión encadenada al pueblo. A la vuelta de una curva, un anciano se acercó a mí, levantando las cejas con asombro. Tocado por un gorro de estambre y cubierto por una capa gris, su rostro dibujó, al verme, primero sorpresa pero en seguida alegría.
Abrió la boca pero no dijo palabra.
Me dio la espalda y caminó de prisa hacia el caserío.
Gritó: ¡Ha vuelto! ¡Ha regresado!
El viejo y su mujer -una señora peinada hacia atrás pero sin moño, como si el pelo se gobernase a sí mismo- me sentaron a su mesa y me ofrecieron una cena sabrosa y austera sin necesidad de que yo demostrase mi urgencia máxima, que consistía en calmar mi hambre después del largo viaje desde la ciudad.
Me habían recibido con regocijo pero leyeron la sed en mi rostro y me atendieron en medio de muestras de alegría y expresiones que no alcancé a entender, pues eran más que nada gritos de júbilo y también, de impaciencia.
Al cabo, el viejo dijo llamarse Nicolás y su mujer Fosca y aplacando sus muestras de gran contento, articularon sus palabras y dijeron al unísono,
Te estábamos esperando.
Y luego éclass="underline" Tardaste mucho en regresar.
Y ella también: Pero ya estás en casa.
Yo los escuchaba haciendo un esfuerzo gigantesco por recordar. Sólo eso. Las palabras de los ancianos no me provocaron más respuesta que el recuerdo. Sólo que mi memoria era una gran página en blanco. Por más que lo intentara, ningún recuerdo aplicable a la situación se me presentaba. Ellos me miraban con una mezcla conmovedora de impaciencia y esperanza.