– Adiós, adiós… Nos vemos…
Y me doy cuenta en seguida de que algo no va bien, no tengo ganas de decir mi consabido adióóóós. De manera que me marcho. Alis sube a su microcoche. Clod la saluda y sube al suyo. Yo me hago la sueca y me alejo caminando, pero apenas doblo la esquina llamo en seguida a Clod. ¡No! ¡Joder, sólo me faltaba esto! Se me ha acabado el saldo. Ojalá me llame ella. Un segundo después recibo un mensaje: «¿Qué pasa?»
Me gustaría poder contestarle, pero no tengo saldo. Uf, siempre me sucede lo mismo en las situaciones más difíciles. Bueno, no pasa nada. Esperemos que Clod lo entienda. Pasado otro segundo, me suena el móvil. Es ella. Le contesto.
– Me apuesto lo que quieras a que no tienes saldo.
– ¡Qué ojo tienes! ¿Y bien?
– ¿Y bien, qué?
– Vaya cosa fea lo de Alis, ¿eh?
– Horrenda.
Se queda unos instantes en silencio, a saber lo que estará pensando. A fin de cuentas, paga ella. Después, como si por fin hubiese dado con lo que quiere decir, añade:
– Tal vez no deberíamos verla más, ¿no?
– No sé, me parece un poco excesivo…
Otro silencio.
– Sí, tienes razón. ¿Quieres que te lleve?
– No; prefiero dar un paseo, quiero relajarme, esa historia me ha puesto nerviosa.
– Deberíamos darle a entender que tendría que haber rechazado la invitación por solidaridad.
– Sí-
Pero noto que ninguna de las dos estamos convencidas, de modo que opto por dar por zanjado el asunto.
– Bueno, ya hablaremos. Nos escribimos luego por el Messenger, ¿vale? Total…
La verdad es que no sé qué quiere decir ese «total», pero llevo una temporada usándolo a menudo. Es decir, en mi opinión es bonito, te da libertad… Deja, en cualquier caso, espacio abierto a la imaginación. Equivale a decir: «Total, puede suceder algo…», «Total, es sólo una fiesta» o «Total, la vida sigue». O, al menos, yo lo uso y lo interpreto así.
– ¿Estás segura de que no quieres que te lleve?
– No, no, ya te lo he dicho: me apetece caminar. Gracias, más tarde cogeré el autobús.
– Vale. En ese caso hasta luego.
– Sí, hasta luego.
A veces Clod parece asustada. Quiero decir que tiene miedo de finalizar las llamadas, piensa siempre en cosas extrañas, como sí por el mero hecho de colgar uno se perdiese para siempre. Quizá porque sus padres trabajan a todas horas y en su casa nunca hay nadie. A saber. Mi situación no es diferente y, sin embargo, no siento esa necesidad constante de hablar con alguien.
Alis es la que parece sufrir menos de todas. Y pensar que sus padres están separados y que tiene una hermana a la que no ve jamás.
Los misterios de la vida. Mejor dicho, los misterios del mundo. Sobre todo el hecho de que es a ella a la que invitan a las fiestas, pese a que nosotras hablamos más a menudo con Celibassi. Ésta sí que no se la paso. Se me ocurre una idea. Sonrío, ¡He encontrado la manera de acudir a la dichosa fiesta!
– Buenos días, ¿qué deseas?
– Me gustaría darle una sorpresa a mi mejor amiga, Michela Celibassi. Más tarde vendrán a recoger su tarta de cumpleaños.
– Ah, sí, es cierto.
– Pues le explico, mis amigas y yo hemos pensado lo siguiente…
Y sin saber muy bien cómo consigo convencerlo, el dueño me lleva a la cocina y se distrae un instante, instante que me basta para llevar a la práctica mi diabólico plan.
– ¡Gracias, ya está! Ha sido muy amable. Prepara usted todos estos dulces, ¿verdad?
– Bueno, sí.
– Es usted el mejor pastelero que he conocido en mi vida.
El tipo lleva un bonito gorro en la cabeza, claro que no tan grande como los que se suelen ver en televisión. Es un gorro más sencillo, como esos que usan los médicos de «Urgencias», sólo que el suyo es completamente blanco. Me sonríe feliz. Luego se congratula con su ayudante, que está allí cerca, una mujer que lleva la misma clase de gorro, y comparte el mérito con ella.
– Lo digo de verdad, son ustedes estupendos…
Y los dejo así, orgullosos de su trabajo. Yo también sonrío. Por otra parte, he hecho lo que pretendía hacer.
De forma que, cuando salgo de Cióccolati, me siento un poco más aliviada. Me suena el móvil. Es Clod.
– Eh, ¿qué pasa?
– ¿Crees que somos las únicas de la clase a las que no ha invitado?
– Y yo qué sé… Pero ¿qué más da? De un modo u otro, asistiremos también a esa fiesta.
– ¿Qué quieres decir? ¿Que nos colaremos?
– No, eso no… Es una sorpresa. Luego te lo explico.
– Eres una tía grande, Caro!
– Y ahora disculpa, tengo que colgar.
– ¡Pero si tú no pagas, te he llamado yo!
– ¡Lo sé, lo sé, pero es que tengo que hacer una cosa!
Clod puede llegar a ser una auténtica plasta. No te suelta. Yo, a veces, necesito estar sola. ¡Además, hoy siento que estoy en vena creativa! Cruzo el puente sintiéndome como una de esas extranjeras que veo por Roma. Siguen sin dudar su camino y, en ocasiones, ni siquiera llevan un mapa en la mano. Simplemente se dejan llevar por lo que ven.
Lo primero que quiero hacer, cuando pueda, es viajar. Me encanta la idea, de forma que camino risueña, en parte extranjera y en parte no, por el ponte Cavour y, llegada a un punto, miro hacia abajo. Qué bonito. Ahí tenemos el gran Tíber, que fluye y que ha visto de todo. Desde los antiguos romanos a los años sesenta, cuando todavía estaba permitido bañarse en él. Algunas mañanas, cuando me quedaba en casa porque no estaba bien, veía una de esas películas en blanco y negro donde salía un actor muy musculoso y guapetón con cara de simpático que, me parece, se llamaba Maurizio y cuyo apellido no recuerdo bien. Pues bien, él y sus amigos se tiraban al Tíber, y había pocos coches, y todos parecían simpáticos y acogedores, y las fiestas estaban abiertas a todo el mundo.
– Perdona…
Un macarra detiene su moto delante de mí, lleva un casco grande, mejor dicho, enorme, y debajo una cinta de color amarillo que recoge su abundante cabellera de semirrasta. Dios mío, ¿qué querrá? Ya lo sé. Ahora intentará ligar conmigo.
– Oye, guapa, ¿sabes dónde está la vía Tácito?
Veamos, en primer lugar está el hecho de que me haya llamado así, ¿me conoce acaso? Y en segundo lugar, ¿quién te crees que soy, tu GPS?
– Sí, claro, mira, debes retroceder, después del semáforo vas todo recto en dirección a la via della Concialiazione y, a continuación, giras a la izquierda. Está allí.
– Nos vemos…
Y se aleja dando gas con la moto, que tiene el tubo de escape medio roto; en pocas palabras, haciendo un ruido de mil demonios.
Y tercero, ni siquiera me ha dado las gracias. Aunque esto ya lo sabía, me lo esperaba. ¡Pero lo más grave es que no me ha parado para conocerme, sino para preguntarme por una calle! ¿Os dais cuenta? De modo que echo de nuevo a andar, un poco molesta al principio, pero luego serena y divertida. Yo, una extranjera en mi ciudad. Y sonrío y a continuación rompo a reír y empiezo a correr por el puente. Avanzo a toda velocidad. Como me pille… Porque ¡¿quién demonios sabe dónde está la via Tácito?!
– ¡Buenos días!
Entro en Feltrinelli, que se encuentra en la galería Sordi, en la piazza Colonna, aunque, si he de ser sincera, antes me he dado una vuelta por Zara. ¿Sabéis cuál es? Es esa tienda tan chula que está enfrente, que vende ropa española que cuesta menos que la nuestra. Y las telas son incluso más bonitas, os lo juro. Sólo que no me he comprado nada. Había una cazadora que me gustaba con locura, pero en este último tiempo ando algo escasa de dinero, debería inventarme algo con mi madre o, quizá, con mi hermano. Rusty James me compraría una cazadora así sin pensarlo dos veces, sólo que su situación es casi peor que la mía. La abuela. La abuela podría ser un buen recurso. La abuela Luci. Mi abuela se llama Lucilla y yo soy su primera nieta, en el sentido de que soy su nieta preferida, como dice ella, pero ésa es también otra historia muy romántica. Podéis estar seguros de que os la contaré de cabo a rabo en otro momento, porque hoy me siento mucho más capacitada para las ciencias.