– No podemos dejarla sola…
Empiezo a pedalear de nuevo. La verdad es que yo también estoy un poco cansada, pero no tardo en darle alcance. Alis me sonríe.
– ¡Tenemos que volver! -Nada, lleva puestos los auriculares y no me oye. Grito un poco más fuerte-: ¡Tenemos que volver, no podemos alejamos tanto!…
Alis parece hacerlo adrede. Mueve el pulgar y el índice señalando una oreja como para decirme que no me oye. Luego acelera, pedalea cada vez más fuerte y parte como un rayo, Sigue todo recto, más y más de prisa, hasta que desaparece detrás de la última curva que hay al fondo.
Yo aminoro la marcha y espero a Clod, que al final llega a mí lado.
– Qué palo… ¿Se puede saber adónde va esa loca? ¿Acaso no sabe que después hay que recorrer la misma distancia para regresar?
– Debe pensar que ya ha llegado…
– No… ¡Sólo piensa en adelgazar!
– Pues la delgadez está pasada de moda… Aldo siempre lo dice… Yo le gusto porque estoy un poco rechoncha.
Nota mi perplejidad.
– ¿Por qué pones esa cara?…, ¡Aldo no es el único que lo piensa! Lo he leído también en un periódico que hablaba de la moda de París.
Clod parte a toda velocidad.
– ¿Qué periódico?
– Bueno, la verdad es que no me acuerdo del nombre…
Clod y su consabida vaguedad. Excesiva. Detrás de la curva, sin embargo, nos aguarda una bonita sorpresa. Alis se ha detenido y está rodeada de tres chicos. Deben de tener unos diecisiete o dieciocho años. Uno de ellos parece algo mayor que sus amigos, y también más avieso.
– Aquí están tus amiguitas… -comenta con una extraña y antipática sonrisa. Es extranjero. Tiene un corte en una ceja. Detienen de inmediato nuestras bicicletas.
Veo que uno de los chicos tiene en la mano el iPod de Alis. Se pone los auriculares.
– Ésta es preciosa… ¿Qué es? -A continuación mira el iPod y lee-: ¿Irene Grandi? Es la primera vez que la oigo.
Alis arquea las cejas. El mero hecho de que ese tipo haya usado sus auriculares supone que ella no volverá a utilizar el iPod, ni siquiera cambiándolos. Otro de los chicos se aproxima a Clod.
– Baja…
Sin esperar su respuesta, la obliga a hacerlo. El tercero le mete las manos en los bolsillos de inmediato.
– ¡Eh! ¿Se puede saber qué estás haciendo?
Clod intenta zafarse, pero el otro se acerca también a ella y entre los dos empiezan a registraría.
– Aquí está. -Encuentran el móvil-. Vaya…,fíjate,… tiene un viejo Motorola.
– Devuélvemelo…
El tipo más mayor hace una señal con la cabeza al pequeño.
– Tíralo lo más lejos que puedas… No sirve para nada.
– Sí, pero antes quítale la batería.
Lo coge y, tras desmontarlo, arroja las dos piezas bien lejos. La batería acaba, de hecho, en medio de unas zarzas.
Con un movimiento veloz, lanzo mi Nokia 6500 detrás de mí, bajo la pista para bicicletas. Justo a tiempo.
– ¿Y tú? Danos el tuyo…
– Lo he llevado a reparar. No lo llevo encima…, comprobadlo si queréis.
Y levanto las manos dejando caer la bicicleta al suelo. Los dos tipos se acercan a mí sin perder tiempo y me hurgan en los pantalones, detrás, delante, sus manos están sucias, mugrientas y sudadas. Me dan asco. Cierro los ojos y respiro profundamente.
– No tiene nada.-Se dan por vencidos y me dejan-. Sólo esta cartera pequeña…
– ¿Cuánto llevas dentro?
– Veinte euros…
– Bueno, siempre es mejor que nada.
A continuación nos quitan los relojes, la cadena de Alis y también la de Clod.
– Pero si es la de la primera comunión… -protesta ella.
No le responden. Suben a nuestras bicicletas con nuestras cosas en los bolsillos. El tipo mayor, el que le ha quitado el iPod a Alis, se pone los auriculares en las orejas.
– Larguémonos, venga…
Y empiezan a pedalear alejándose de nosotras por la pista para bicicletas, regresando quién sabe adónde. Quizá se dirijan a las caravanas. En cuanto están lo suficientemente lejos de nosotras, echo a correr hacia atrás. Bajo de la pista y busco entre la hierba alta. ¡Ahí está mi móvil! Tecleo a toda prisa el número de mi hermano.
– Hola, ¿Rusty?…
– ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
Se lo cuento todo y casi me echo a llorar de la rabia, pero Rusty no me reprocha nada. No me riñe. No me dice: «Ya os advertí que no fuerais más allá de las caravanas…»
Permanece un instante en silencio.
– ¿Y tus amigas? ¿Están bien?
– Sí…, están bien.
– Vale, regresad a la barcaza, entonces.
– Vale… -Me callo un momento-. Rusty James…
– ¿Sí?
– Lo siento…
– No te preocupes… Echad a andar antes de que oscurezca.
Colgamos.
– Vamos, en marcha. Tenemos que volver a la barcaza…
– ¿No viene a recogernos?
Alis aún tiene el valor de protestar,
– No… Ha dicho que echemos a andar y que quizá nos salga al encuentro.
– No podía venir en seguida, no…
– Oye, que si estamos en este trance es por tu culpa.
Alis no me contesta y echa a andar a toda velocidad.
– Venga, Clod, vamos.
– ¡Pero no encuentro la batería!
– No te preocupes, yo te compraré una… Tenemos que irnos.
Y empezamos a andar apretando el paso por la pista para bicicletas. Cinco minutos. Diez. Veinte.
– Tengo calor… -se queja Clod.
– Venga, que ya casi hemos llegado.
– Echo de menos la bici… ¿Podrías prestarme el móvil para llamar a casa?
– Claro…
Alis camina delante de nosotras, da la impresión de que no oye lo que decimos. Tiene la cabeza erguida, la barbilla levantada, como si le irritase toda esta historia. Y eso que… sabe de sobra que la culpa es suya. Pero a ver quién es el guapo que se lo repite. Uno de los rasgos principales y más absurdos de Alis es que ella nunca es responsable de nada. Si algo no sale bien es porque no tenía que salir bien, y en estos casos siempre se acuerda de una frase que le dijo su abuela calabresa en una ocasión: «Eso quiere decir que no tenía que ser…»
Pero tras doblar la curva nos encontramos con otra sorpresa. Una furgoneta pequeña con dos tipos gruesos al lado y nuestras bicicletas encima. Y, además…, no me lo puedo creer…
– ¡Rusty james!
Echo a correr en dirección a mi hermano y lo abrazo; le salto al cuello con tanto impulso que casi le rodeo la cintura con las piernas.
– Sí, sí. Sólo haces eso cuando a ti te conviene… Toma.
Me separo de mi hermano y veo que me tiende la cadena de la comunión de Clod, el iPod de Alis y varias de las cosas que esos tres tipos nos han robado.
– Este dinero debe de ser también vuestro…
– ¿Sesenta euros? Pero si sólo me quitaron veinte…
– Ah… -Rusty James se queda mirando el dinero sin saber muy bien qué hacer-. Ten… -Le da el resto a uno de los chicos de la furgoneta-. Para que os toméis unos cuantos cafés.
El tipo rompe a reír, pero, en cualquier caso, se mete el dinero en el bolsillo. A continuación dirigen la mirada hacia la pista para bicicletas. A lo lejos, entre el follaje que hay a orillas del río, veo a los tres chicos que nos han robado. El más gordo arrastra la pierna como si cojease Otro se tapa la cara con la mano y de vez en cuando la aparta y mira la palma para comprobar que no hay sangre. Se vuelven de tanto en tanto hacia nosotros, pero resulta obvio que lo que quieren es alejarse lo más rápidamente posible.
– Aquí tenéis vuestras bicicletas.
Uno de los dos tipos la deja en el suelo dando un golpe en la rueda y se la pasa a Rusty.
– Ve con cuidado, ¿eh, Ciro?
– Es que rebotan…
Por lo visto, son napolitanos. El otro chico lo ayuda.
– Ésta es la mía…
Me acerco a la furgoneta mientras descargan la que yo llevaba. Rusty me echa una mano.