Abro el sobrecito del mensaje. ¡Es de R. J.! Qué extraño, a esta hora. «Hola. Caro… ¿Vas al colegio o inventas una de las tuyas?» Voy, voy, ojalá tuviese un poco de imaginación. «¿Te apetece acompañarme a un sitio esta tarde? Manda OK si tienes ganas y puedes y pasaré a recogerte a las tres.»
No hay nada que hacer. Rusty siempre es así. Jamás te dice adonde va, lo descubres después. O aceptas la caja cerrada o nada.
«OK», y envío el mensaje. Desayuno de prisa, me lavo los dientes, me preparo y salgo. Ale incluso se despide de mí. Increíble. El día está empezando a cambiar, vuelvo a estar de buen humor. De todas formas, pensándolo bien, las sorpresas de Rusty James me gustan por el misterio que entrañan. Lo que no sabía era que esta vez me iba a sentir ya mayor. Una de esas sorpresas que sabes que existen, que se producirán tarde o temprano, y que, en cualquier caso, nunca estarás preparada para ellas.
En el colegio he tenido que copiar la ecuación de Clod. Pero todo ha salido a pedir de boca. Las horas sucesivas han pasado volando y ahora estoy detrás de él.
– ¿Se puede saber adónde vamos? -le grito con el casco puesto.
– Cerca.
Serpentea entre el tráfico.
Rusty James ha pasado a recogerme por casa, haciendo una llamada perdida al móvil para evitar que mi madre lo oyese. Ahora estamos zigzagueando por las calles de Roma y no logro entender adónde vamos. Veo que Rusty está sentado encima de un sobre amarillo.
– ¿No se te caerá si lo llevas así?
– No. Si eso sucede, tú te darás cuenta. Si no, ¿de qué me sirves? Además, hay un motivo…
– ¿Cuál?
– Luego te lo digo.
Después de un par de cruces más, nos detenemos. R. J. aparca la moto y coge el sobre. Yo bajo con mi habitual saltito sobre los estribos. Miro alrededor. Veo un palacete antiguo con un gigantesco portón de madera y un sinfín de placas a un lado.
– ¿Dónde estamos?
– Subo un momento. Espérame aquí.
– Pero ¿por qué no puedo ir yo también?
– Por superstición.
– ¿Qué pasa?, ¿traigo mala suerte?
– Nunca se sabe.
Y me deja allí plantada tras cruzar a toda prisa el portón. Me acerco a la hilera de placas. Hay de todo: un asesor laboral, un agente comercial, un abogado, un notario, un editor, una empresa de estudios de mercado, una agencia inmobiliaria, una modista y, por último, un letrero que destaca sobre los demás, un centro de estética que ofrece depilación incluso para hombres. ¿Adónde habrá ido? Entro en el patio y veo la escalinata y el ascensor, pero R. J. ha desaparecido. Pasados diez minutos regresa bajando de tres en tres los peldaños. Se acerca a mí y me levanta en volandas.
– ¿Y bien? ¿Cuándo me lo vas a contar? ¿Adónde has ido?
– ¡Adivina! Si no me equivoco, debes de haber leído todas las placas.
– Mmm… ¡te has depilado y no quieres decírmelo!
Rusty se levanta una de las perneras de sus vaqueros y me enseña la pantorrilla. No es que sea muy peludo, pero tampoco tiene la piel fina.
– ¡En ese caso, te has metido en un lío y has ido a hablar con un abogado!
– ¡No, no tengo antecedentes penales!
– ¡Has encargado un traje propio de un tipo serio! ¡Una americana y unos pantalones!
– Quizá uno de estos días…
– ¡Me rindo!
– Tiene que ver con lo que te he dicho antes.
– ¿Con el sobre en el que estabas sentado?
– Sí, me he sentado encima para ver si le transmitía un poco de suerte.
– ¡Ah! ¿Y qué había dentro?
– Mi libro…
– ¡Noooo! ¡Podrías habérmelo dicho!
– ¿Y qué habría cambiado? ¡Quizá luego me habrías pedido que te lo leyese! ¡En cambio, me has acompañado a entregarlo a la editorial y quizá así me traigas suerte! ¿Te apetece andar un poco? No tengo ganas de coger otra vez la moto.
– De acuerdo, a fin de cuentas, he quedado con Clod y Alis dentro de dos horas.
– Pero ¿es que vosotras no estudiáis nunca?
– ¡Por supuesto, de hecho vamos a estudiar!
– ¿A las seis de la tarde?
– ¡Claro, es la hora en que mi biorritmo está más activo! ¡Me lo ha dicho Jamiro!
– No das un paso sin él, ¿eh?
– ¡Jamás!
Reímos mientras caminamos juntos. El sol está alto en el cielo, hace un día precioso y me siento mejor, mucho mejor respecto a esta mañana. El mérito es de R.J. Es una especie de tifón que arrasa con el aburrimiento. Pasamos por delante de un escaparate. Una tienda de fotografía. Nos paramos a la vez. Detrás del cristal hay varias cámaras digitales, las más modernas, alguna que otra réflex, unos cuantos objetivos, fotos de mujeres sonrientes. Nos miramos. Es cosa de un instante. Una sonrisa consciente, un silencio que no necesita palabras. Tenemos la misma idea. El abuelo. Nuestro querido abuelo. El abuelo dulce, grande, bueno, el abuelo que añoramos, que nos hacía sentirnos seguros, o al menos, a mí. Y evoco esos días absurdos. La casa abarrotada de gente silenciosa. La abuela sentada en una silla a su lado. Y él, que parecía dormir. Me parece imposible. La muerte me parece imposible. Ni siquiera sé qué es. En ocasiones me gustaría poder olvidarlo, coger la moto e ir a su casa como solía hacer y encontrarme con una bonita sorpresa: ver al abuelo Tom sentado a su escritorio manipulando algo. Y luego su perfume. Esa loción para después del afeitado que usó durante toda la vida. No puedo pensar en eso. Sin poder remediarlo, se me humedecen los ojos. Rusty se percata.
– Venga…
– Venga, ¿qué? ¿Cómo se hace? -Sorbo por la nariz-. Lo echo de menos. Y sé que es irremediable. Además, ni siquiera puedo hablar de él con mamá, porque en seguida se echa a llorar y tengo la impresión de que sólo consigo incrementar su sufrimiento…
– Yo también lo añoro, pero pienso que no debo hablar sobre ello. No dejo de pensar en cómo debe de sentirse la abuela… y, frente a ella, creo que no tengo derecho…
– Sí. No es justo.
Realmente pienso que no es justo. ¿Cómo es posible que una persona como mi abuelo, tan bueno, tan curioso, tan vital, un abuelo joven, vaya…, nos haya dejado así? No comprendo la muerte. Te arrebata a las personas de repente. Te impide volver a hablar y reír con ellas, tocarlas y verlas. Jamás podrás oírlas de nuevo, regalarles algo o decirles eso que nunca tuviste el valor de contarles. Sí, sólo una última vez, por favor, una última vez. Me encantaría poder decirte cuánto te quiero, abuelo.
– ¿En qué piensas?
– Ni siquiera yo lo sé… En muchas cosas. -Lo miro-. ¿Piensas alguna vez en la muerte, R. J.?
– No… No mucho. -Me sonríe-. ¿Sabes? Creo que sólo la puedes aceptar como viene y ser feliz por lo que te haya podido suceder mientras tanto.
– Parece algo que has leído; hablas como un escritor.
– Bueno, es más sencillo que todo eso: es lo que siempre me decía el abuelo.
– ¿Hablabas con él de la muerte?
– No, de la vida. Me decía que si no existiese la muerte la vida no podría seguir adelante. La muerte es la forma que tiene la vida de defenderse a sí misma. En una ocasión me leyó algo precioso de un poeta que se llama Pablo Neruda.
Seguimos caminando mientras Rusty trata por todos los medios de recordar, después su voz se dulcifica:
– «Muere lentamente quien evita una pasión, quien prefiere el negro sobre blanco y los puntos sobre las "íes" a un remolino de emociones, justamente las que rescatan el brillo de los ojos, las que convierten un bostezo en una sonrisa, las que hacen latir el corazón ante las equivocaciones y los sentimientos.»
– Es precioso…
– Sí. Y, además, es cierto Caro, los que mueren de verdad son los que no viven. Los que se reprimen porque los asusta el qué dirán. Los que hacen descuentos a la felicidad. Los que se comportan siempre de la misma forma pensando que no se puede hacer nada diferente, los que piensan que amar es como una jaula, los que nunca cometen pequeñas locuras para reírse de sí mismos o de los demás. Mueren los que no saben ni pedir ni ofrecer ayuda.