– Hemos llegado…
Me tira sobre la cama, salta encima y se queda a un paso de mí. Yo me aparto para no acabar debajo de él.
– Estás como una cabra, por poco me aplastas.
– Quiero aplastarte ahora…
Lucha con mi cinturón, casi famélico, lo abre frenético. Le sujeto las manos para detenerlo.
– ¿Has cerrado la puerta, Massi?
– No…
Sonríe.
– ¿Y si vienen tus padres?
– Imposible. Se han ido a la playa, no volveré averíos hasta finales de julio…
– ¿Seguro?
– Claro que sí… Así que puedo comerte tranquilamente… ¡Ñam! Me muerde los vaqueros, entre las piernas, y casi me hace daño.
– ¡Ay!
Sigue fingiendo que es un animal.
– Soy el lobo… qué piel tan suave tienes… Me desabrocha los vaqueros, me muerde ligeramente y me chupa la piel ahí, por encima de las bragas.
– ¡Ay! ¡Me estás mordiendo!
– Sí, ¡para comerte mejor! Y emite un extraño gruñido.
– Más que un lobo pareces un cerdo…
– Sí…, soy una nueva especie de lobo cerdo… Me baja los pantalones. Me los quita a la vez que los zapatos y los calcetines, y yo me quedo así, entre sus brazos.
– Hay demasiada luz…
Se levanta a toda prisa abandonando mis piernas y baja las persianas. Penumbra.
– Así mejor, ¿no?
– Sí
Sonrío.
– Veo tus dientes blancos, preciosos… ¡Tus ojos azules, intensos!
Se desnuda, se quita toda la ropa y se tumba a mi lado. Sólo se ha dejado los calzoncillos puestos, y ahora se desprende de ellos a toda prisa. Se queda completamente desnudo. Empieza a acariciarme, su mano se adentra entre mis piernas, se pierde, yo lo abrazo con fuerza, casi me aferró a él, mientras él me procura placer, cada vez más intenso.
– Quiero hacer el amor contigo -me susurra al oído.
Me quedo callada. No sé qué decir. Tengo ganas. Tengo miedo. No sabría qué hacer. RecuerdoJuno. Me asusto. Quizá sea mejor aguardar cierto tiempo,
– Todavía es pronto… -le digo esperando que no se enfade.
Se detiene. Pasado un momento esboza una sonrisa.
– Tienes razón…
Y me toma la mano con dulzura. Me besa la palma y me la apoya sobre su barriga. Siento su vello ligero, sus abdominales ocultos. Entonces, lentamente, me deslizo hacia abajo, poco a poco, con delicadeza. Lo encuentro entre el vello más espeso. Lo cojo, lo aprieto un poco y empiezo a subir y bajar. Lo oigo jadear. Después pone su mano sobre la mía y la guía hasta llevarla un poco más arriba. Sonríe.
– Así…
Vuelvo a moverla arriba y abajo.
– Así… Más… Más rápido -me dice con voz entrecortada.
Y yo sigo haciendo lo que me dice, un poco más de prisa, cada vez más, más rápido. De repente, se pone rígido y acto seguido todo él está en mi mano, encima, sobre su barriga. A continuación sonríe, se pierde en un beso más dulce, se abandona en mis labios. Poco a poco su corazón se va ralentizando, suspira siempre más profundamente. Permanecemos abrazados en la penumbra, rodeados de este nuevo aroma, de ese ligero placer que huele a piñones, a resina, a hierba fresca. Sí…, que huele a amor.
Más tarde nos duchamos juntos, la música suena por toda la casa, somos libres y adultos.
– Ten…
Me pasa un albornoz fresco, perfumado, de color rosa muy pálido, y yo me pierdo entre sus mangas largas mientras me miro al espejo.
Tengo el pelo mojado y los ojos brillantes de felicidad. El aparece de improviso y me abraza.
– Es de mi madre…
– ¿No se enfadará?
– No tiene por qué saberlo.
Cierro los ojos y me abandono en su abrazo, echo la cabeza hacia atrás, la apoyo sobre su hombro y siento su mejilla suave, su perfume, su boca entreabierta que me besa fugazmente, que respira a mi lado, que me hace sonreír. Abro los ojos y lo miro. Nuestras miradas en ese espejo, como entonces, como la primera vez. Emocionada, en silencio, sigo escrutándolo. Las palabras se detienen en el confín de mi corazón, acaban de salir de puntillas, para no hacer ruido; tímidas, les gustaría gritar: «Te quiero.» Pero no lo consigo.
Volvemos a la cama. Tengo las piernas abiertas. Acaricio lentamente su pelo rizado. Blanda, abandonada, noto cómo se mueve su lengua. Sus ojos divertidos y astutos asoman por debajo, lo veo sonreír disimuladamente mientras sigue haciéndome gozar sin detenerse. Es más, insiste. Más a fondo, con brío, con rabia, con deseo: lo siento, secuestrada, abandonada, conquistada… y al final grito. Después, exhausta…, respiro entrecortadamente. Poco a poco me voy recuperando. Mi respiración se normaliza. Le acaricio el pelo. Después sube y se coloca a mi lado. Me besa, sonríe y yo con él, ebria de placer. En cualquier lugar, entre nosotros, entre las sábanas, entre nuestros besos, en el aire. Cómo me gustaría tener el valor suficiente para hacer el amor.
– Espera un momento, vuelvo en seguida.
– Sí…
Sonrío mientras lo veo salir de su habitación, de nuestra habitación. Desnudo. Descalzo. Libre de todo y de todos. Sólo mío. Me giro sobre el albornoz abierto. Aprieto la almohada. La abrazo con fuerza y en un instante naufrago en un dulce duermevela. Floto ligera. Cierro los ojos. Los vuelvo a abrir. Extasiada de los ruidos lejanos, delicada y soñadora, recordando les instantes que acabo de vivir, me quedo dormida.
«Plin, plin.»
Abro los ojos. Un sonido repentino. Miro alrededor. Despierta y lúcida, extrañamente atenta
«Plin, plin.»
De nuevo. Ahí está, ahora lo veo. Está sobre la mesa. Debe de haberle llegado un mensaje. Me levanto sigilosamente. Doy dos pasos de puntillas y en un instante estoy delante de su móvil. En la parte derecha de la pantalla centellea un sobrecito. El mensaje que acaba de recibir. Me quedo parada, inmóvil, suspendida en el tiempo, mientras el sobrecito sigue parpadeando. ¿Quién le habrá mandado un mensaje? ¿Un amigo? ¿Sus padres? ¿Una chica? ¿Otra chica? Esta última idea casi hace que me desmaye. Se me encoge el estómago, el corazón, la cabeza. Todo. Me siento enloquecer. Otra. Otra chica. Miro hacia la puerta, después el móvil. No lo resisto más, voy a perder el juicio. Basta, no puedo contenerme. Cojo el móvil, lo sujeto entre las manos mientras lo miro fijamente. Después nada volverá a ser como antes, quizá se acabe para siempre, será imposible recuperar. Tal vez sea mejor no saber, dejarlo estar, no abrir el sobrecito, no leer ese mensaje. Pero no puedo. La duda me carcomería: «Ah, si lo hubiese abierto…»
A fin de cuentas ya estoy aquí, ¿para qué echarme atrás? Pero ¿y si no fuese nada? En ese caso juro que si no hay escrito nada comprometedor, si se trata de un amigo, de sus padres o de algo parecido, jamás volveré a leer sus mensajes. De manera que, envalentonada con esta última y desesperada promesa, abro el mensaje: «Todo OK. ¡Jugamos a las 20 en el club de fútbol! Camiseta azul oscuro.»
¡Camiseta azul oscuro! ¡Nunca había leído algo que me hiciese tan feliz! ¡Camiseta azul oscuro!
Borro el mensaje para que no se dé cuenta de que lo he leído, coloco el móvil sobre la mesa y vuelvo a meterme en la cama de un salto.
– Caro… -Massi entra con una bandeja-. ¡Pensaba que te habías dormido!
– Un poco… -Le sonrío-. Luego me he despertado…
Me observa con curiosidad. Recorre el dormitorio con la mirada. Luego, tranquilo, se encoge de hombros y deja la bandeja sobre la cama.
– A ver, he traído tus fantásticas pizzas… ¡Me he comido ya alguna! Mmm, están deliciosas… Y, además, te he preparado té… ¿Te gusta de melocotón?
Sonrío.
– Sí, está muy bueno.
– Sé que te gusta el té verde, pero se ha acabado.
Se acuerda incluso de las cosas que me gustan. No me lo puedo creer. Es perfecto. Lo acaricio. Apoya su mejilla sobre mi mano, casi la aprisiona contra el cuello. A continuación cojo una pizza y le doy un mordisco.