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Le sonríe. Se atusa el pelo como le he visto hacer mil veces y, lentamente, inclina la cabeza y se aproxima a él, poco a poco, cada vez más. A mí me gustaría gritarle que se detuviera, decirle algo. Pero permanezco muda, soy incapaz de articular palabra. Sólo logro mirar. Al final, veo que se besan,

Y yo me siento morir. Siento que me desmayo. Que desaparezco. Que me disuelvo en el viento. Permanezco así, muda, con la boca abierta y el corazón despedazado. Aniquilada, Es como si el cielo se hubiese teñido de negro de repente, el sol hubiera desaparecido, los árboles hubiesen perdido sus hojas y alguien hubiera pintado los edificios de gris. Oscuridad. Oscuridad absoluta.

Como puedo, trato de recuperar el aliento. En vano. Me falta el aire, No logro respirar. Me siento desfallecer, la cabeza me da vueltas, se me empaña la vista. Apoyo las manos en el banco, a mi lado, para sentirme sobre tierra firme.

Todavía viva.

Por desgracia encuentro la fuerza para mirar de nuevo hacia ellos. Veo que ella le sonríe. Que se marcha agitando la melena, alegre, como la he visto mil veces, pero en compañía de Clod o mía. En mil fiestas, ocasiones, excursiones, en el colegio o en la calle. Nosotras, sólo nosotras, siempre nosotras, las tres amigas del alma.

Alis sube a su microcoche. ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta de nada antes? Me habría bastado eso para entender, para marcharme, para evitar esa escena, ese beso, ese dolor inmenso que jamás podré olvidar Sin embargo, hay ocasiones en que no ves. No ves las cosas que tienes delante cuando lo único que buscas es la felicidad. Una felicidad que te ofusca, que te distrae, una felicidad que te absorbe como una esponja. No las ves. Sólo ves lo que quieres ver, lo que necesitas, lo que te sirve, Y me quedo sentada en ese banco como si fuese una estatua, una de esas que hacen de vez en cuando para recordar algo. Sí. Mi primera auténtica desilusión, la mayor de todas.

Veo que Alis se marcha con el mismo coche con el que me ha acompañado a casa mil veces, en cuyo interior hemos compartido mil veladas y paseos por la playa, de un lado a otro de la ciudad, riéndonos, bromeando, charlando de nuestras cosas, de nuestros amores…

Nuestros amores.

Nuestra promesa.

Nuestro juramento.

Nada nos separará nunca…

Jura que no nos separaremos jamás.

Miro hacia el portón. Massi ya no está allí. Ha vuelto a entrar. Y entonces, casi sin saber cómo, como una autómata, echo a andar. Dejo los periódicos sobre el banco, junto al capuchino y los cruasanes. No se me ocurre dárselos a un mendigo, a alguien que pueda tener hambre, auténtica necesidad.

Hoy no.

Hoy no quiero ser buena.

Y me alejo así, abandonando las flores celestes en el suelo. Parecen casi esos ramos que se dejan sobre el asfalto en memoria de alguien tras una muerte causada por un dramático accidente, quizá por culpa de la distracción de otra persona. No. Ésas están ahí por mí.

Por mi muerte. Por culpa de Alis. Y de Massi. Y mientras camino recuerdo sus besos, aquella vez en la playa, las carreras sobre la arena, detrás de él, en la moto, abrazada a su cuerpo al atardecer, con la mirada feliz y perdida en las remotas olas del mar y en su amor. Y rompo a llorar. En silencio. Siento que las lágrimas se deslizan por mis mejillas, lentas, inexorables, una detrás de otra, sin que yo pueda hacer nada para detenerlas. Resbalan dejando líneas negras sobre el maquillaje que cubre mi cara, expresando mi dolor. Me las enjugo con el dorso de la mano y sollozo sin dejar de caminar. No consigo detener el pecho, que sube y baja ruidoso, distraído, impreciso, desahogando todo el dolor que experimento. Enorme. Inmenso. No es posible. No me lo puedo creer. De improviso oigo sonar el móvil. Me enjugo las lágrimas y lo saco del bolso. Veo su nombre en la pantalla: Massi. Miro el reloj. Las once. Qué cabrón, por eso no quería que lo despertara antes.

Lo dejo sonar, lo pongo en modo silencio. Luego, cuando la llamada se interrumpe, lo apago. Por ahora. Mañana. Por un mes. Para siempre. Cambiaré de número. Pero eso no cambiará mi dolor. No borrará sus caras. Esa sonrisa, esa espera, el beso que acabo de presenciar. Sigo caminando. Quizá fuese durante la noche de su fiesta, cuando estuvieron hablando en el banco, bajo el árbol grande. Debieron de intercambiarse los teléfonos en ese momento. Luego debieron llamarse. Siento una rabia repentina. Mi respiración se acelera de nuevo, Demasiado. Siento unas terribles punzadas en el estómago. Pero no consigo detenerme. Imagino, pienso, razono, me hago daño, Se habrán visto antes, varios días, en otra parte, y más tarde lo habrán decidido. Pero ¿quién habrá dado el primer paso? ¿Quién habrá dicho la primera palabra, quién habrá hecho la primera alusión, quién habrá dado el primer beso, la primera caricia? Qué importa, eso cambia muy poco. Mejor dicho, no cambia nada. ¿Tiene sentido saber cuál es el más inocente de dos culpables?

Pero, aun así, no dejo de desgarrarme, de destruirme, de aniquilarme, de sufrir y de sentir unas inmensas ganas de gritar. De estar quieta. De tumbarme en el suelo. De escapar. De no volver a hablar. De correr. De cualquier cosa que pueda liberarme de esta presión que me ahoga. ¿Quién habrá dicho «Nos vemos en tu casa por la mañana, a primera hora» o, peor aún, anoche? Sí, anoche. Habrán dormido juntos. Y al pensar en eso siento que me mareo. Se me empaña la vista, noto un extraño hormigueo en la cabeza, tengo la impresión de tener los oídos tapados con algodón. Poco falta para que me caiga al suelo. Me apoyo en un poste cercano y permanezco así, sintiendo que el mundo gira a la vez que mi cabeza en tanto que las lágrimas, por desgracia, se han acabado ya.

– Caro… -Oigo una voz. Me vuelvo. Un Mercedes azul claro, uno de esos antiguos, frena delante de mí, todo abierto, nuevo, precioso. Sonrío sin comprender-, ¿Qué ocurre? ¿Qué te pasa? -Veo que se apea-. ¿Qué te sucede, Caro?

Es Rusty James. Se acerca a mí corriendo, me coge de inmediato, antes de que me desplome. Sonrío entre sus brazos.

– Nada… Que apenas he dormido… Estoy un poco mareada. Debo de haber comido algo que me ha sentado mal…

– Chsss. -Me tapa la boca con una mano-. Chsss, tranquila…

Y me sonríe. Y yo lo abrazo con todas mis fuerzas.

– Oh, Rusty James…, ¿por qué?

Y me echo a llorar sobre su hombro.

– Vamos, Caro, no te preocupes… Sea lo que sea, lo resolveremos.

Me ayuda a subir al coche, a sentarme, me levanta las piernas y cierra la puerta. A continuación sube a mi lado y arranca. Me mira de vez en cuando. Está preocupado, lo sé, lo siento. Luego intenta distraerme,

– Te estaba buscando, ¿sabes? Quería enseñarte el regalo que acabo de hacerme. ¿Te gusta?

Asiento con la cabeza sin pronunciar palabra. Trata de evitar que piense, lo sé…, lo conozco. Sólo que no lo consigo. Sigue mirándome mientras habla e intenta sonreír, pero sé que está sufriendo por mí,

– ¡Han aceptadoComo el cielo al atardecer! ¡Tenías razón! De modo que he decidido celebrarlo y te estaba buscando porque quería compartir este momento contigo.

Por un instante me gustaría alegrarme por él, como se merece en este momento, pero me resulta imposible. No lo logro. Perdóname, Rusty. Apoyo una mano sobre la suya.

– Disculpa…

Me sonríe y cierra los ojos lentamente como si pretendiese decir: «No te preocupes, sé de sobra lo que es. No digas nada, yo también he pasado por eso.»

Y a saber qué otras muchas cosas más hay en esa mirada.