¿Qué haces?, ¿qué no haces?… Miento un poco y me doy importancia.
– Estudio inglés, y además he hecho una prueba porque me gusta cantar… -añado confiando en no tener que demostrárselo nunca, puesto que desentono bastante.
– ¿Has estado alguna vez en el Cube?
– Oh, sí, voy de vez en cuando -le respondo, ¡confiando en que no me pregunte cómo es! En parte me siento culpable, y en parte no.
Compramos un helado.
– Elige tú primero.
– De acuerdo. En ese caso, doble de nata, castañas y pistacho.
– Yo también.
¡Me pirra! Tenemos los mismos gustos… Bueno, la verdad es que sólo me gusta la castaña, pero lo elijo idéntico al suyo para que parezcamos simbióticos.
– No, no, esto lo pago yo, es lo menos que puedo hacer.
Y él vuelve a meterse la cartera en el bolsillo. Y dice vale, y sonríe, y me deja actuar. Y yo abro el pequeño estuche Ethic y cuento el dinero, sólo tengo unas pocas monedas. ¡Nooo! Justo lo que me faltaba, pero al final cuatro, cuatro con cincuenta, ¡cuatro con noventa! Lo he conseguido, menos mal… De otra forma, habría quedado de pena. Y, sin saber por qué, miento sobre mi edad o, mejor dicho, me añado algunos meses.
– Catorce años…
Por un momento parece perplejo, como si mi edad no lo convenciese. Busco su mirada, pero se hace el sueco.
– ¿Qué ocurre?
– ¿Qué?
– No, es que tenía la impresión de que…
Pero no me da tiempo a terminar.
– ¡Ven, vamos!
Y me coge de la mano y echamos a correr entre la gente. Turistas extranjeros, gente de color, alemanes, franceses, y algún que otro italiano. Yo casi tropiezo, pero él me arrastra con su increíble entusiasmo.
– ¡Venga, venga, que ya casi hemos llegado!
Y yo corro y me río y trato de seguirle el paso, y al final nos paramos delante de lafontana como dos perfectos turistas.
– ¿Estás lista? Toma.
Me da una moneda y a continuación se da media vuelta, cierra los ojos y tira la suya hacia atrás por encima del hombro. Lo imito. Cierro los ojos, expreso un deseo y mi moneda vuela muy alta, gira y gira y, acto seguido, cae lejos en el agua y lentamente, describiendo un extraño remolino, toca fondo. Nos miramos a los ojos. Puede que hayamos expresado el mismo deseo. Él, en cambio, parece más seguro que yo. Es más, no tiene ninguna duda.
– Estoy convencido de que hemos pensado el mismo deseo…
Y me mira con intensidad. Y para mí es como si, de golpe, tuviese dieciocho años. Me avergüenzo por un instante. Mucho. Me ruborizo. Y el corazón me late a mil por hora. Y agacho la cabeza y jadeo y miro alrededor en busca de una balsa. Dios mío, estoy naufragando… Y, de repente, de la misma forma en que me ha hecho acabar, bajo el agua, me salva.
– Por cierto, me llamo Massimiliano.
– Hola… Carolina.
Y nos damos la mano y nos miramos a los ojos durante un rato. Después me dedica una sonrisa preciosa.
– Me gustaría volver a verte.
Y yo querría decir que a mí también…, sólo que no puedo. Me siento muy torpe.
– Sí, claro -me limito a decir.
¿Os dais cuenta? «Sí, claro»… ¡¿Qué quiere decir eso?! Dios mío, cuando Clod y Alis se enteren. Y después me da su número de teléfono. Pero lo hace de forma extraña, lo escribe en el cristal del escaparate de una tienda con un rotulador. Mientras nos reímos, yo lo copio en mi móvil.
– Apúntate también el mío.
Massimiliano me sonríe.
– No. No quiero molestarte. No quiero que me des el tuyo…, te llamaría a todas horas. Búscame tú cuando tengas ganas de reírte como esta tarde.
Y se marcha así, dándome la espalda. Tras alejarse un poco, sube a una moto. Se vuelve por última vez y esboza esa maravillosa sonrisa. Y me deja allí, así, con dos únicas certezas. Una: ¿será por pura casualidad que mientras buscaba un libro sobre educación sexual lo he conocido a él? Y dos: el Lore de este verano ha dejado de gustarme de repente o, mejor dicho, ha pasado de buenas a primeras al segundo puesto.
Cojo al vuelo el autobús 311, que me lleva hasta casa. En medio de la gente, de tanta gente, me siento casi sola. Agradablemente sola. Perdida en mis pensamientos. Sonrío. Me gustaría mandarle ya un mensaje: «El destino ha hecho que nos encontráramos.» No, demasiado fatalista. «¡Gracias por el helado!» Práctica. «¿Será amor?» Excesivamente soñadora. «¿Sabes que estás muy bueno?» ¡Excesivamente realista! «Gracias por esta estupenda tarde…» Demasiado clásica, diría que hasta casi vieja. «¿Has visto?, no puedo resistir…» Chica fácil. «Aquí tienes mi número. Llámame cuando quieras.» Una que abandona porque teme tomar la iniciativa. ¡Menudo palo! Nada. No se me ocurre nada. Resoplo y me encojo de hombros. Y al final opto por no mandarle ningún mensaje.
De improviso, un hombre se apea y deja un asiento libre. Hago ademán de sentarme, pero entonces veo a una mujer tan anciana como mi abuela, aunque mucho más gorda, con varios paquetes en la mano. Está cansada. Me mira por un instante y yo le indico el sitio con la mano.
– Por favor…
Ella me lo agradece y se acomoda esbozando una sonrisa y alzando las piernas. Lleva unos calcetines de media que le llegan por debajo de la rodilla. Sólo se ven ahora que la falda se ha levantado, resopla, tiene las piernas cortas, por lo que debe echar el culo hacia atrás y apoyarse en un codo para alcanzar el respaldo. Acto seguido levanta todos los paquetes para colocárselos sobre las piernas y, por fin, parece sentirse cómoda. Exhala un hondo suspiro, satisfecha de haberlo conseguido a pesar de sus dificultades.
Y yo miro afuera, a los chicos que pasan, a la tarde que va tocando a su fin. Massimiliano… Eso es, ya tengo el mensaje: «Massi, eres lo máximo.» Chica superbanal.
¿Qué hora es? Miro el reloj, las ocho y diez. Qué lata. Mis padres estarán a punto de sentarse a la mesa y yo llegaré tarde. Alguien a mi espalda se inclina y toca el timbre. Se enciende la señal de la próxima parada. Ahí está. El autobús se detiene. Alguien me golpea para bajar. De nuevo. Me empuja contra la barra de la puerta. Otra persona se apoya en mí, esta vez durante más tiempo. No consiguen apearse. Un último empellón y salen. Los veo bajar de un salto del autobús. Son dos chicos. Tienen el pelo corto. Parecen extranjeros, quizá sean rumanos. Uno da una palmada al otro en la espalda y éste asiente con la cabeza y los dos se vuelven hacia mí sonriendo. El autobús arranca. Se escabullen corriendo. Me entretengo mirando por la ventanilla las últimas tiendas que están cerrando, las dependientas cansadas que bajan las persianas metálicas, una sube a un coche. Alguien cruza rápidamente la calle, una mujer se ríe mientras organiza su velada hablando por teléfono y un señor espera en medio de la acera, irritado por el retraso de alguien. Me apeo del autobús y me apresuro en llegar a casa. No me paro ni siquiera un segundo. Corro, corro, calle, plaza, derecha, izquierda, miro, cruzo, verja abierta. Bien. Llamo para que me abran el segundo portón.
– ¿Quién es?
– ¡Soy yo!
Abren de inmediato. Y subo por la escalera, primero, segundoy cuarto piso. Superaría incluso a una atleta de las más premiadas. La puerta está abierta, la cierro a mis espaldas.
– Aquí estoy. ¡Ya he llegado!
– Lávate las manos y ven a sentarte a la mesa.
Veo pasar a mi madre con una fuente de pasta humeante. La deposita en medio de la mesa tratando de que no se menee, pero no lo consigue.
Alessandra está ya con ellos, R.J. no. Papá se sirve el primero. Voy a lavarme las manos. Y antes de pulsar el tapón para que salga el jabón me viene a la mente una cosa. Ya tengo la idea. Por fin la he encontrado. Me toco los vaqueros. Nada. ¿Cómo es posible? Me toco el otro bolsillo, luego los de delante. De nuevo. Nada, nada, nada. Y, sin embargo, lo puse ahí. Corro a mi dormitorio y abro el bolso. Nada. Sólo tengo el CD, las llaves, una gorra y algo de maquillaje, eso es todo. No me lo puedo creer. No, no. No es posible. Me encamino a la cocina. Rusty James acaba de llegar.