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– Eh, ¿qué pasa? ¿A qué se debe este silencio? ¡No es propio de vosotras!

Rusty tiene una manera absurda de comportarse, es decir, ¡se presenta siempre cuando menos te lo esperas y logra decir, en el momento más inoportuno, lo que no debería decir! Ale se enfada y se va a su dormitorio, yo me como encantada la manzana y Rusty mi pasta. Mi madre regresa al trabajo tras hacerme una única advertencia:

– Te ruego que no discutas con tu hermana…

En cuanto oye que la puerta se cierra, Rusty me pregunta, curioso:

– Oye, ¿qué ha pasado?

Se lo cuento todo. Le digo también lo del móvil de Alis. A él no puedo mentirle, imposible, de manera que saco el teléfono de la bolsa y lo pongo encima de la mesa.

– ¿Ves? ¡Ahora tengo dos!

Rusty se echa a reír y sacude la cabeza.

– Eres única, perdona, pero podrías habérselo dicho a mamá… ¿Qué problema hay?

– De eso nada…, ¡le habría sentado fatal! Pidió permiso en el trabajo, se gastó sus ahorros para comprarme un móvil y darme una sorpresa, puede que hasta haya discutido con papá…, y yo…, ¿qué podía hacer? ¿Decirle que ya tenía uno? ¡Venga, no tienes ni una pizca de sensibilidad!

Rusty sonríe, divertido.

– No, si ahora la culpa será mía… Vale, está bien, en cualquier caso, he tenido una idea…

Me la cuenta y, acto seguido, se ríe divertido. Y, de hecho, la verdad es que no está nada mal. No se me había ocurrido.

– Eh, Rusty, ¿sabes que eres un genio?

– Lo sé. -Me sonríe-. ¿Qué vas a hacer ahora, Caro?

– No lo sé, estudiaré un rato y quizá salga después…

Rusty vuelve a ponerse serio.

– Yo también tengo que estudiar, qué tostón, no tengo ningunas ganas. Todavía me faltan un montón de exámenes para ser médico, y papá no sabe lo que he decidido.

Lo miro curiosa.

– ¿Por qué? ¿Qué has decidido?

– Aún es pronto…

Y se marcha a su habitación dejándome en la cocina. Muerdo el último trozo de manzana que quedaba en el plato y me dirijo a mi dormitorio. Enciendo el ordenador. Con la excusa de las búsquedas, del estudio y de todo el resto, conseguí que mis padres me lo regalaran. No sé desde cuándo están pagando los plazos. Introduzco mi contraseña y entro de inmediato en el Messenger. Lo sabía, Gibbo me ha escrito: «He pensado que, restando todos los números de las personas que conocemos, las posibilidades de encontrar el número de tu "amado" desconocido son casi ochenta y nueve millones seiscientos cincuenta mil… O mandas un mensaje a todos, suponiendo que seas más rica que Berlusconi y elTío Gilito juntos, o llamas al número 347 800 2001 y acabas de una vez por todas.»

Qué idiota. Naturalmente, ese número es el suyo. Tiene razón: es imposible. Pero, a veces, en la vida… De modo que cierro los ojos e intento volver a recordarlo. Me lo escribió en el escaparate mientras bromeaba, y trato de distinguirlo… 335, no, 334… Eso es, sí, 334… Y sigo cavilando hasta que lo veo nítido, claro, delante de mí.

Justo como era ayer. Lo escribo en un folio, a continuación lo grabo en el móvil y al final me quedo ahí, con el teléfono suspendido, sin saber qué hacer. Después abro a toda velocidad la pestaña de los mensajes y le escribo: «Eh, ¿cómo estás? ¿Eres Massi? Ayer lo pasamos bien. ¡Soy Caro!» Y lo envío a ese número esperando, soñando, fantaseando. Y veo a ese chico. Ahí está, es él, Massi. Estará estudiando o jugando al tenis, al fútbol o haciendo remo en el simulador de la piscina, el que tiene la canoa clavada en el suelo. Me lo imagino cuando oye que suena su móvil, o que vibra. El mensaje ha llegado. Lo abre, lo lee y se ríe… ¡Se ríe! Después, indeciso, se pone a pensar en lo que quiere escribirme, en cómo responderme. Luego sonríe para sus adentros. Eso es. Ha encontrado la frase que le parece más adecuada… O que es justa para mí. La escribe veloz. Pulsa la tecla de envío y el mensaje parte, atraviesa la ciudad, las nubes, el cielo, las calles y, poco a poco, se introduce por la persiana de mi casa, después en mi habitación y, por último, en mi móvil.

Bip. Bip.

Lo oigo sonar. Oh, de verdad que acabo de recibir un mensaje. ¡No me lo puedo creer! Me apresuro a abrir el móvil, busco la carpeta de mensajes recibidos. Y lo veo. No está firmado. No es de ningún amigo, de nadie que conozca. Veo ese número. De modo que es él. ¡No me lo puedo creer! Lo he conseguido, me he acordado del número. Luego leo el mensaje: «¡Me parece que te has equivocado de número. De todas formas, tengo cuarenta años, soy un hombre y no estoy casado, así que, querida Caro, ¿por qué no nos vemos?»

Borro el mensaje de inmediato y apago el móvil. Terror. «Querida Caro»… Encima, bromista. O, al menos, un intento patético de serlo. Nada. Qué vida infame. No era él. Así que, por desgracia, la única alternativa que me queda es ponerme a estudiar. Lástima. A veces los sueños se desmenuzan así, entre los dedos. Sobre todo cuando la alternativa al deseo de volver a ver a Massi es estudiarOrlando enamorado. Y no porque el tal Orlando esté mal. Su historia me parece preciosa. Y, de hecho, a medida que voy leyéndola la solución va apareciendo ante mis ojos. Sobre todo en lo tocante a cierto punto: «La rana habituada al pantano, si está en el monte, torna a la llanura. Ni por calor ni por frío, poco o bastante, sale nunca del fango.» Es cierto; como decir «lo inevitable es inevitable». Caro no podrá salir nunca de Massi… No me cabe ninguna duda. Pero bueno, ¿cómo no se me había ocurrido antes? Tengo dos posibilidades.

– Vuelvo en seguida.

Cojo la cazadora y me la pongo. Después me meto en el bolsillo mi segunda posibilidad. La golpeo con la mano sabiendo que, gracias a ella, encontraré seguramente a Massi y toda la información que le concierne.

Salgo corriendo del portal y, justo en ese momento, lo veo pasar.

– ¡Estoy aquí, espere! -le grito al conductor del autobús, como si pudiese oírme. Imaginaos.

Echo a correr tratando de llegar a la parada antes que el autobús vuelva a arrancar. Nada. No lo lograré. El autobús está detenido. El conductor parece estar mirando por el espejo retrovisor.

– Estoy aquí, estoy aquí…

Acelero, pero ya no puedo más. Tengo la lengua fuera y temo que, de un momento a otro, pueda ponerse en marcha. La gente se ha apeado ya y los que tenían que subir lo han hecho. Estoy segura de que no me va a esperar, me hará un desaire, partirá en el preciso momento en que llegue a su lado. Nada, no lo lograré. Sin embargo, el autobús sigue esperándome con las puertas abiertas, llego corriendo y subo en el preciso momento en que pensaba que nunca lo iba a lograr. Uf…, lo he logrado. Las puertas se cierran. -Gracias,., -consigo decir con un hilo de voz.

El conductor me sonríe por el espejito, después agarra de nuevo el gran volante y empieza a conducir. Me mira mientras me acomodo en uno de los asientos. El autobús va medio vacío y se dirige rápido y ligero hacia el centro. En las calles hay también pocos transeúntes. Y yo recupero el aliento mientras pienso en la manera de hacer la pregunta.

– Disculpe.

– ¿Sí? -Una dependienta joven me sale al encuentro-. ¿En qué puedo ayudarte?

Me gustaría decirle: «¿Sabe? Ayer vi unos zapatos preciosos que, en cualquier caso, cuestan demasiado…» Pero la verdad es que no es ése el motivo de que esté allí… No es el mejor modo de abordar el tema. Tengo que ser más directa.

– Ayer había algo escrito en el escaparate… Un número de teléfono.

– Sí, no me hables. Mira, incluso llamé al número en cuestión. Era de un chico, se ve que había quedado con alguien. Se echó a reír… No tenía ninguna cita. ¡Me dijo que era para su próxima novia!

– ¿Eso dijo?

Y me entran ganas de echarme a reír. Está verdaderamente loco.