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El autobús vuelve a ponerse en marcha y pasa por delante de mí mientras camino. Los veo, a él y a ella, al anciano y a la señora regordeta, charlando y riéndose. Quizá haya contribuido a formar una nueva pareja. Puede que nosotros nunca lleguemos a enterarnos, pero a veces somos los artífices de lo que sucede en la vida de los demás.

En ciertas ocasiones voluntariamente, en otras no. Llego debajo de casa y de repente los veo a todos allí, como siempre. Como entonces. Las chicas sentadas en el muro, los chicos jugando a la pelota. Corren por el patio sudados y encantados a más no poder con las porterías que han improvisado valiéndose de un garaje que tiene la persiana metálica oxidada y, al otro lado, de una bomba verde de agua, un poco amarillenta debido al sol e, inmediatamente después, algunos metros más allá, de unas cazadoras tiradas por el suelo. Los chicos del patio. Corren, gritan y vocean sus nombres.

– ¡Eso es, Bretta! ¡Venga. Fabio! ¡Pásala! Fabio, Ricky, venga, Stone, vamos.

Se pasan una pelota medio deshinchada, oscura, con las huellas del sinfín de patadas que ha recibido. Y corren. Corren en pos del último sol, sudados por esa tarde de juego, con unas botas de imitación en los pies, o con unos viejos mocasines de fiesta que los guijarros del asfalto irregular han acabado por cubrir de arañazos. Y además están ellas, las animadoras del patio. Anto, Simo, Lucia, Adele. Una lame un Chupa-Chups, otra hojea aburrida un viejoCioè, lo reconozco. Al menos es de hace dos meses. Dentro tenía un póster de Zac Efron. La otra busca desesperadamente en su iPod (que luego veo que en realidad es un viejo Mp3), una canción cualquiera. Me ven. Adele me saluda

– Hola, Caro.

Anto levanta la cabeza y hace un ademán con la barbilla. Simo me sonríe. Lucía sigue lamiendo el Chupa-Chups y esboza un «Oa…» que debería ser un «hola», pero se ve que quiere engordar a la fuerza.

Vuelven a concentrarse otra vez en ese partido tan sui gèneris. Y yo me despido de todas como de costumbre, con mi consabido «¡Adióóóós!», y me marcho. Entro corriendo en el portal y llamo el ascensor. Pero, como no tengo ganas de esperar, subo la escalera a toda prisa, saltando los peldaños de dos en dos. Y al pasar los veo a través del cristal del rellano. Riccardo corre como un loco, tiene el balón en los pies y no lo suelta ni por ésas. Bretta está a su lado, corre cerca de él, siguiéndolo. Están en el mismo equipo.

– ¡Venga, pásala! ¡Pásala!

Pero Fabio, que juega contra él, es más rápido, se lo roba y se dirige hacia la portería junto a Stone. Bretta se mosquea, se vuelve y corre también en dirección a la portería

– ¡Te he dicho que la pasases, te lo he dicho! Demasiado tarde. Stone y Fabio marcan un gol con un fuerte pelotazo contra la persiana oxidada del garaje, cuyo ruido asciende retumbando por la escalera. Ricky se queda en medio del patio con los brazos en jarras, respirando profundamente para recuperar el aliento. A continuación se aparta el pelo con la mano. Lo tiene sudado, y largo como siempre. Bretta pasa junto a él enfadado y da una patada a una pinza rota que debe de haberse caído de algún tendedero -Nos ganan tres a cero… -¡Por supuesto! Ahora los superaremos.

Luego Ricky mira hacia lo alto, en dirección a la escalera. Y me ve. Nuestras miradas se cruzan, Me sonríe. Y yo me ruborizo un poco y me aparto Mientras corro como un rayo por la escalera, el recuerdo vuelve a pasar por mi mente. Hace tres años Yo tenía once, él trece. Estaba enamoradísima de Riccardo, con ese amor que no sabes a ciencia cierta qué significa, que no sabes ni dónde empieza ni dónde acaba. Te gusta verlo, encontrarte y hablar con él, te cae bien y. cuando pasas un poco de tiempo sin verlo, lo echas de menos. En fin, ese amor que no puede ser más bonito… porque es absurdo. Es amor en estado puro. Sin la sombra de una preocupación, todo felicidad y sonrisas. Y ganas de hacerle regalos, como esos que te gusta recibir de tus padres y que a veces, sin embargo, no te hacen porque en ese caso no les corresponde a ellos

14 de febrero. San Valentín. La primera vez que le hice un regalo a un hombre. Un hombre…, ¡un chico! Un chico… un niño. Y me paro aquí porque, después de lo que descubrí sobre él, no sé qué otra palabra debería usar.

«Ring, ring.»

– Carolina, ve a abrir, que yo tengo las manos sucias, estoy cocinando…

– Sí, mamá.

– ¡Antes de abrir, pregunta quién es!

Alzo los ojos al cielo. ¿Será posible que siempre me diga las mismas cosas?

– ¿Me has oído?

– Sí, mamá. -Me aproximo a la puerta.-. ¿Quién es?

– Riccardo.

Abro y me lo encuentro delante con su cabellera larga, tan larga…, pero peinada. Con una camisa vaquera ligera a juego con sus ojos azules, una sonrisa feliz, en modo alguno cohibida, que hace resaltar lo que lleva en las manos.

– Ten, te he traído esto

– Gracias.

Permanezco frente a la puerta. A continuación cojo el paquete y lo giro entre las manos para observarlo mejor. Es un pequeño banco de hierro con dos corazones sentados encima. Son de tela roja; mude los corazones tiene trenzas; el otro, el pelo negro.

– Somos nosotros dos… -Ricky sonríe-. Y ahí abajo hay unos bombones.

– Ten. -Se lo devuelvo-. Espera, ábrelo tú Yo tengo que entrar un momento.

Regreso en un abrir y cerrar de ojos, justo cuando él acaba de desatar el lazo y de quitar el papel transparente y está cogiendo un bombón de la caja y mirándolo para saber de qué sabor es. Pero yo soy más rápida No se lo espera.

– Ten.

Le doy también un paquete, Ricky lo mira confuso y lo gira entre las manos.

– ¿Es para mí?

«Claro -me gustaría decirle-. ¿Para quién, si no?» Pero sonrío y me limito a asentir con la cabeza. Y él lo desenvuelve encantado y a toda velocidad. Al cabo de un instante, la tiene en las manos: una gorra.

– Qué bonita. Azul oscuro, como a mí me gusta. ¿La has hecho tú?

– ¡Venga ya! -Me río-, ¡Las iniciales, sí!

Y se las señalo en el borde: R. y G. Ricky Giacomelli. Pero, en realidad, estoy mintiendo. ¡A ver quién es la guapa que sabe hacer una cosa así! ¿Bordar? Si me pincho nada más coger una aguja. Peor que las rosas del jardín… Ahora bien, no sé cuantas veces tuve que recoger la cocina antes de tener el valor de pedirle a mi madre que me bordase esas iniciales en la gorra. Y no era tanto por los platos que había que fregar, sino por las preguntas que sabía que me haría sobre las iniciales: «¿Para quién es? ¿Por qué se lo regalas? ¿Qué habéis hecho?» «¡Cómo que qué hemos hecho, mamá! Eso es asunto nuestro.» Entre otras cosas, porque no hay nada peor que no tener el valor de admitir ni ante uno mismo que no tienes ni idea de lo que hacer… No te imaginas absolutamente nada.

Ricky se la pone. -¿Cómo estoy?

– Genial.

Sonrío y nos quedamos mirándonos en la puerta. Después él coge un bombón.

– ¿Te gusta el chocolate fondant?

– Sí, mucho.

Y me lo pasa. Él lo coge de avellanas. Los desenvolvemos juntos mirándonos, sonriéndonos y haciendo pelotas con el papel de aluminio dorado. Luego él me coge la mía de las manos y rodea con ella la suya, formando una pelota dorada más grande, la deja caer y le da una patada al vuelo que le hace describir una parábola en el aire antes de salir volando por la ventana abierta de la escalera.

– ¡Gooool!

Se hace el gracioso y levanta las dos manos mientras yo aplaudo divertida.

– ¡Muy bien! ¡Campeón!

Pero acto seguido todo vuelve a quedar envuelto en el silencio de la escalera. En esa tarde invernal, a un paso de esa lluvia sutil que cae un poco más allá, donde ha ido a parar esa pequeña pelota de fútbol improvisada. De manera que nos miramos en silencio. Ricky se quita la gorra. Juega con ella entre las manos, ligeramente avergonzado, ahora sí. Mira hacia abajo, se mira las manos, a continuación de nuevo mis ojos. Y yo hago lo mismo. Acto seguido se acerca, su cabeza se ladea hacia mí… Como si… Como si… Sí, me quiere besar. Yo también me aproximo a él. Justo hoy, el primer beso. San Valentín, la fiesta.