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Clod se pone en seguida a comer, pide el Trilogy, que es peor que el anillo de Bvlgari en cuanto a precio, pero mejor como exquisitez. Se lo zampa en un abrir y cerrar de ojos.

– ¿Nos puede traer también dos granizados de chocolate y una tisana?

Alis está en ascuas, la veo que se agita, ella ha nacido para el cotilleo incesante sin importar por qué parte se empiece y dónde se acabe. ¡Y tienen que suceder muchas cosas! A estas alturas, las aventuras de París Hilton o de Britney Spears casi la aburren.

– ¡Bueno, Caro! ¿Nos cuentas algo o no? ¡Venga!

Clod asiente con la cabeza y se lame los dedos como si quisiera comérselos también. A continuación se seca con un pañuelo de papel, ¡y poco falta para que éste acabe también entre sus fauces!

Pero Clod es así siempre. Recuerdo cuando nos inscribimos las tres a catequesis para hacer la comunión. Comprábamos bolsitas con hostias dentro y ella, con la excusa de que tenía que entrenarse, se las comía una detrás de otra. ¡Las guardaba en el pupitre del colegio y parecía una especie de ametralladora al revés! Tum-tum-tum…, se las disparaba en la boca como si nada y de vez en cuando se quedaba bloqueada, pero no porque la hubiese pillado el catequista…, ¡noooo! Lo que sucedía era que se le quedaba una pegada al paladar, y entonces trataba de realizar una extraña intervención quirúrgica para «extraerla» valiéndose únicamente de dos dedos rechonchos manchados de pintura, porque le gustaba el dibujo, la única asignatura en la que se las arreglaba sin problemas, pues bien se llevaba los dedos al paladar y excavaba sin cesar. Mirarla era un espectáculo similar aLa celda o The ring, en fin, ¡que incluso Wes Craven habría dudado sobre si contratarla o no para uno de sus horrores!

– Pero ¡¿a qué esperas, Caro?! ¡Vamos, ya no resisto más!

¡Alis no tiene pelos en la lengua, y eso me encanta! ¿Es posible que ese modo de comportarse se deba al dinero? Porque el dinero nos hace libres. Bah, tal vez me estoy volviendo demasiado filósofa.

– ¿La tisana?

La camarera se acerca a nuestra mesa con una bandeja.

– Es para mí, gracias.

Levanto la mano a una velocidad increíble, igual que las pocas veces en las que el profe Leone hace una pregunta general y por casualidad, digo, por pura casualidad, resulta que sé la respuesta.

– Así que los granizados son para vosotras dos.

La miro y sonrío para mis adentros. La tipa no debe de ser un as en matemáticas. La resta es tan evidente que me quedo patidifusa. Pero, aun así, todas sonreímos y le decimos que sí; al menos nos la quitamos de encima y puedo empezar con mi relato. Por fin se marcha,

– ¿Y bien?

– Lore, como lo llamo yo, es un chico muy dulce. Lo conozco desde que éramos niños y nos hemos ido viendo desde entonces, pese a que él tiene dos años más que yo… -Bebo un poco de tisana-. ¡Ay, quema!

Alis me pone la mano en el brazo.

– Precisamente por eso, déjala estar, ¡sigue!

Incluso Clod está tan intrigada con la historia que se ha quedado con un trozo de chocolate suspendido en el aire y me mira pasmada

– Sí, vamos, Caro, no te detengas…

De modo que dejo definitivamente mi taza en el plato y sonrío a mis dos mejores amigas.

– ¡Venga, adelante! ¡No te hagas de rogar!

Esté bien. Y en un instante regreso allí.

Anzio. Agosto. El verano está a punto de acabar. Un gran pinar, Villa Borghese, un camino que atraviesa unos bosques llenos de hojas, de agujas de pinos y de cigarras. Y, además, el calor de ese sol que se prolonga durante todo el día. Un eco a lo lejos, el rumor de lasas del mar.

– Esto es peligroso, ¿verdad?

Avanzamos en grupo. Somos cinco. Stefania, yo, Giacomo, Lorenzo e Isabella, a la que siempre hemos llamado Isafea, entre otras cosas porque lo es. Estamos en medio de la senda del pinar, tenemos que caminar medio escondidos porque está prohibida traspasar la gran verja de la villa. Y, en cambio, nosotros lo hemos hecho, hemos decidido correr el riesgo y aventurarnos. Vamos a ver el castillo de Villa Borghese.

– Pero es peligroso…

– ¡Qué peligroso ni qué ocho cuartos! Lo único que puede pasar es que el vigilante nos ponga una multa si nos pilla.

– Sí, pero ¡está lleno de víboras!

– ¡Qué va! ¡Las víboras no salen de noche!

– Cómo que no. ¡Salen al atardecer porque tienen hambre!

– Que no, te digo que no.

Stefania está obsesionada. Se cree que lo sabe todo. No la soporto cuando se comporta así. Pero su madre hace una torta de ensueño y a la hora de comer nos la trae a la playa, de manera que nos conviene tenerla de nuestra parte. Lorenzo guía el grupo, es el más valiente. Gíacomo, que, desde siempre o, al menos, desde que lo conozco, es amigo suyo, parece tener miedo de nosotros, quizá porque es el más pequeño.

Trac. Lorenzo separa los brazos y todos nos paramos en seco. Hemos oído un ruido sordo a la derecha del arbusto.

– Quietos, podría ser un animal… Parece grande.

– Puede que sea mi erizo -apunta Stefania.

Pero acto seguido oímos unas carcajadas. Nos volvemos todos. Isafea está al final de la fila y se ríe como una loca, es más, se deja llevar por la hilaridad, se ríe a mandíbula batiente. Debe de haber tirado algo que ha causado ese ruido. Giacomo entorna los ojos.

– Eres… ¡eres una estúpida!

Lorenzo se encoge de hombros. Yo corrijo la frase como se debe.

– Haz el favor de hablar como es debido… Es una imbécil, una gilipollas, nos ha dado un susto de muerte.

Stefania cabecea.

– Bueno, ha sido lista, ha tirado la piña justo al arbusto con las bolitas rojas…

– ¿Qué quieres decir?

– ¿No lo sabéis? ¡Las víboras precisamente comen esas habitas rojas!

No sé que llegará a ser Stefania en la vida, ¡pero si no se dedica a la botánica o al estudio del mundo animal, cometerá un gran error! ¡Como el que hemos cometido nosotros dejando que nos acompañase! Sin embargo, no consigo reírme de mi ocurrencia porque justo en ese momento-

– ¡Eh, vosotros! ¿Adónde se supone que vais?

Un vozarrón interrumpe de repente nuestras carcajadas. Lo diviso a lo lejos, avanzando amenazador entre los árboles. A sus espaldas, a un lado del camino, está su viejo Seiscientos gris con una de las puertas delanteras abiertas. No cabe ninguna duda.

– ¡Es el vigilante! ¡Huyamos!

Y echamos a correr a toda velocidad entre las plantas, entre los árboles. Lorenzo me coge de la mano y tira de mí.

– ¡Vamos, venga, corre lo más de prisa que puedas! Vayamos por aquí, que están las cuevas.

– ¡Tengo miedo!

– ¿Miedo de qué? ¡No debes tener miedo, estás conmigo!

De manera que echamos a correr entre las plantas altas, en el bosque, en medio de los arbustos, cada vez a más velocidad, en línea recta.

Giacomo y Stefania, en cambio, se han desviado a la izquierda, mientras que Isafea corre más despacio, casi se tambalea detrás de nosotros. Esa chica no tiene remedio, es un alfeñique.

– Venga, de prisa, vamos.

Lorenzo me arrastra al interior de una de las cuevas. Tienen una altura de, al menos, diez metros y de repente se tornan frías y oscuras, tan oscuras que tras dar dos pasos no vemos nada. Es un buen escondite, y nos apretujamos contra la pared. El silencio es absoluto y se percibe un extraño olor a verde, como si todo estuviese húmedo, mojado. Después vislumbramos al vigilante que pasa a lo lejos, a través de los tablones de madera que hacen las veces de puerta de la cueva, de esas que apenas las rozas se te clava una astilla y te hace un daño horrible.

Se divisa un poco de luz y el verde del bosque con los reflejos del sol en las hojas más grandes. Pero en la cueva hace frío y, cuando respiramos, se forman unas pequeñas nubecitas delante de nuestras botas, como si estuviésemos fumando.