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– Entonces, ¿cómo sabe usted…?

– Porque el padre de Roxane ha llamado por fin hace una hora. Un amigo suyo cree poderle ofrecer trabajo como modelo. Espero que no se trate de nada turbio, le digo, con la de cosas terribles que se oyen por ahí. Y luego le digo que por qué no se lo pregunta a ella, y entonces me dice, dile que se ponga, y así es como ha salido a relucir el asunto.

– ¿Ha llamado a la agencia de modelos?

La mujer extendió las manos y se encogió de hombros.

– ¡Si ni siquiera sé dónde está la puta agencia! -chilló.

– O sea que ayer por la mañana fue a la estación de Kingsmarkham en taxi -constató Wexford-. ¿Con qué empresa? -inquirió, convencido de que la mujer no recordaría el nombre-. ¿La oyó usted llamar a la empresa?

– No, pero sé cuándo y a quién llamó. Roxane siempre va en taxi; su padre le paga una asignación muy generosa, se lo aseguro. Siempre llama a la misma empresa desde que la fundaron. Llamó justo antes de las once. Además, conoce a la chica que trabaja allí. Se llama Tanya Paine. Fueron juntas a la escuela.

– Roxane no pudo llamar a Contemporary Cars ayer, señora Cox -objetó Burden mientras buscaba las palabras adecuadas para expresar lo que quería decir-. No les funcionaba el teléfono. Seguro que llamó a otra empresa.

– No, señor -replicó Clare Cox-. Yo estaba pintando en mi estudio… Soy pintora, ¿saben? Roxane entró para decirme que el taxi llegaría al cabo de un cuarto de hora y que cogería el tren de las once treinta y seis. No sé por qué, pero le dije que vale y le pregunté cómo estaba Tanya. «No lo sé -me respondió-, no he hablado con Tanya, sino con un hombre.»

– ¿Quiere decir que llamó a Contemporary Cars a las…? ¿A las diez y media? ¿Y alguien cogió el teléfono?

– Claro que alguien cogió el teléfono. Y el taxi vino a buscarla a las once menos diez. La vi subir al coche y desde entonces…, nada.

6

Wexford no llegó a casa, donde lo esperaban sus hijas y su nieta, hasta las diez de la noche. Pero se alegraba de haber estado ocupado, de no haber tenido tiempo para pensar. Le molestó que Sylvia insistiera en lo cansado que debía de estar, pero no dio muestra alguna de enfado. Después de escucharla un rato quejarse de lo injusto que era todo y de que él tuviera que hacerlo todo si quería que algo saliera bien, huyó al comedor y se sirvió un poco de whisky. En la planta superior, los berridos de Amulet amenazaban con echar abajo la casa.

– Mi descendencia me empuja a la bebida -murmuró para sus adentros.

De repente pensó que sería maravilloso tener a Dora con él para decírselo. Llevaba años sin pensar de forma consciente que sería maravilloso ver a su mujer. Con qué rapidez, reflexionó, las desgracias verdaderas o potenciales perturban lo que damos por supuesto, modifican nuestro punto de vista y nos descubren la verdad. Qué fácil resultaba comprender a quien juraba no volver a ser brusco con ella ni mostrarse indiferente. Ay, sí…

Tras salir de casa de Clare Cox, él, Burden, Vine y Fancourt habían ido a Contemporary Cars. Habían registrado de nuevo el lugar antes de ordenar a Peter Samuels, Stanley Trotter, Leslie Cousins y Tanya Paine que los acompañaran a la comisaría.

Burden miraba a Trotter con la expresión que habría adoptado un cazador de nazis al encontrar a Mengele escondido en un suburbio de Asunción, es decir, con una mezcla de satisfacción, venganza y una especie de regocijo.

¿Quién había llevado a Roxane Masood a la estación? ¿Quién había llevado a Ryan Barker?

– Ya se lo he contado no sé cuántas veces -suspiró Peter Samuels -. No contestamos a ninguna llamada entre las diez y media y las doce. ¿Cómo íbamos a hacerlo con Tanya fuera de combate?

Tanya Paine empezaba a ponerse agresiva.

– Oigan, no me invento nada. Yo no me até a mí misma. Soy una víctima, y ustedes me tratan como si fuera una delincuente.

– Necesito el nombre o al menos la dirección del cliente al que llevó a Gatwick -indicó Burden a Samuels-. No entiendo cómo es posible que no les pareciera extraño no recibir ninguna llamada en una hora y media. ¿No se les ocurrió volver y averiguar a qué se debía?

– Estábamos ocupados -terció Trotter-. Ya sabe dónde estaba yo, en camino de Pomfret a la estación, y luego en Stowerton. Fue un alivio que no llegara ninguna llamada, se lo aseguro.

– En cualquier caso, no era tan raro -dijo Leslie Cousins-. Muchas veces hay poco trabajo.

– Quiero las direcciones de los clientes a los que llevó, por favor -insistió Burden mientras se volvía hacia Cousins-. Quiero que se concentren y me digan si tienen idea, si sospechan quién pudo irrumpir en la oficina y atar a Tanya. ¿Alguien a quien conocen? ¿Alguien que sabía que nadie volvía a la oficina antes del mediodía?

Peter Samuels preguntó si a alguien le molestaba que fumara. Era un hombre corpulento de enorme papada y mejillas salpicadas de venitas rotas; no debía de contar más de cuarenta años, pero aparentaba más. Sacó el paquete de cigarrillos antes de que nadie pudiera protestar.

– No, si eso le ayuda a concentrarse -espetó Burden.

Trotter no preguntó si a alguien le molestaba que fumara. En cuanto los dos hombres encendieron sus cigarrillos, Tanya Paine fingió un acceso de tos. Cousins, el más joven de los conductores y coetáneo de Tanya, esbozó una sonrisa y puso los ojos en blanco antes de afirmar que cualquiera de sus clientes podía saber que nunca volvían a la oficina antes del mediodía.

– Un cliente asiduo podría haberse dado cuenta. Quizás alguno de nosotros lo mencionó. ¿Qué hay de malo en ello? Basta con que uno de nosotros diga que estamos siempre muy ocupados y no volvemos nunca a la oficina antes de las doce.

A continuación, Samuels dijo que a veces contaba a un cliente que no tenía conexión por radio con la oficina y que se comunicaba con la central por teléfono móvil. Lo mencionaba si el cliente preguntaba. En ocasiones, un cliente quería que lo recogieran en la estación. ¿Podía llamar desde el tren con el móvil?

– Entonces les digo que llamen al despacho y que Tanya avisará a quien esté libre.

– Es decir, que cualquier cliente podría saberlo.

– Cualquiera no -puntualizó Samuels-. Sólo los que preguntan.

Los dejaron marchar a todos. Vine, Lynn Fancourt y Pemberton visitaron todas las casas en los aledaños de la estación de Kingsmarkham. No eran muchas, desde luego. La sede de Contemporary Cars se hallaba en un solar de medio acre; un alto muro de ladrillo lo separaba a un lado de la terminal de autobuses, mientras que por el otro lado limitaba con un edificio muy espigado que en la planta baja albergaba el taller de un zapatero remendón y en las superiores, una consulta de aromaterapia, una copistería y una peluquería. En las inmediaciones de la valla de tela metálica que rodeaba el solar, escuálidos chopos y saúcos surgían de una maraña de ortigas de casi dos metros de altura.

Enfrente, más allá de una hilera de casitas, había un pub llamado Engine Driver, una ferretería y el aparcamiento de la estación.

Dos horas más tarde, apenas habían averiguado nada. Las amas de casa, la gente que va de compras, los conductores empeñados en coger el tren y los parroquianos de los pubs no reparan en dos hombres que aparcan el coche y suben la escalerilla de un módulo a menos que tengan una buena razón para ello. Los asaltantes bien podían haberse puesto la máscara una vez en el interior del módulo, ya que Tanya Paine no los habría visto hasta que abrieran la segunda puerta.

Wexford reflexionó sobre el hecho de que las mujeres llamaban mucho más la atención que los hombres. Si los asaltantes hubieran sido mujeres, cabía la posibilidad de que alguien hubiera reparado en su presencia. ¿Cambiaría eso a medida que se estrechara la brecha existente entre los sexos? ¿Ofrecerían las mujeres el mismo aspecto que los hombres, con vaqueros, chaquetas oscuras, cabello corto y rostros sin maquillaje?