– Es curioso -comentó Burden-. Me gustaría saber si a esos como se llamen, los de Planeta Sagrado, les costó encontrar la casa.
– Seguro que el señor y la señora Struther les explicaron el camino por teléfono.
La verja de entrada estaba abierta, por lo que recorrieron en coche un sendero de grava bordeado de cipreses, alisos y sicómoros. Empezaron a aparecer muros de ladrillo y madera a medida que los árboles se espaciaban, y el verde dio paso al rojo, amarillo y violeta de un jardín muy bien cuidado. La casa parecía componerse de dos edificios juntos, uno muy antiguo y pintoresco, con tejados de dos aguas y ventanas enrejadas, y el otro, una estructura alta de estilo georgiano con pórtico. El conjunto debía de ser enorme, se dijo Burden, con espacio suficiente para varias familias, graneros e incluso alas adicionales en la parte posterior.
Hay jardines y jardines, decía su mujer. Casi todos están atestados de plantas de la jardinería local, pero algunos, los exóticos, contienen plantas muy inusuales, plantas que su padre llamaba «de elección», plantas que sólo tienen nombres latinos. El jardín de Savesbury House pertenecía a la segunda categoría. Burden se habría visto en un aprieto de tener que nombrar una sola de aquellas flores, hierbas y trepadoras, pero sí se daba cuenta de que el efecto resultaba muy agradable. El sol que había seguido a la lluvia del día anterior arrancaba una dulce fragancia a la enredadera que extendía sus flores por la fachada georgiana.
La puerta principal de la parte más antigua de la casa, una estructura gótica y muy gastada de color negro, producía la impresión de haber permanecido cerrada desde las bodas de oro de la reina Victoria. Cuando Burden se acercaba a ella con la intención de tirar de una campanilla de hierro forjado, un hombre dobló la esquina de la casa. Miró a Burden, frunció los labios en dirección a Karen y se volvió de nuevo hacia Burden.
– ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren?
Hablaba con la clase de acento del que la mayoría de los británicos se burlan y que los americanos no entienden, un deje pastoso que no puede adquirirse tan sólo yendo a escuelas de elite, sino que requiere además el apoyo de los padres y adiestramiento especial desde los siete años.
Burden no tema necesidad de mostrarse amable, de modo que se limitó a espetar «policía» y a sacar su identificación.
El hombre, un joven de veintitantos años, examinó la fotografía de Burden y luego su rostro como si sospechara que era un impostor.
– ¿Usted también tiene una de éstas o sólo ha venido de acompañante?
Karen hizo algunos gestos alarmantes que Burden conocía, pero quizás el otro hombre no. Parpadeó una vez con fuerza y luego se quedó mirando al joven sin pestañear.
– Sargento Malahyde -dijo al tiempo que le ponía la identificación delante de las narices.
El hombre retrocedió un paso. Era alto y apuesto, e iba muy elegante con sus pantalones y chaqueta de equitación sobre una camiseta blanca. Cualquier pintor o fotógrafo estaría encantado de copiar sus facciones como el arquetipo del caballero inglés de clase alta. Nariz recta, pómulos altos, frente despejada, mentón firme y el tipo de boca que antaño recibía el calificativo de nítida. Por supuesto, tenía el cabello de color rubio pajizo y los ojos, azul acero.
– Muy bien -suspiró-. ¿Qué he hecho? ¿Qué delito menor he cometido? ¿Conducir con los faros apagados o acosar sexualmente a una joven dama?
– ¿Podemos entrar? -preguntó Burden.
– Me parece que no.
– Pues a mí me parece que sí, señor Struther. Es usted el señor Struther, ¿verdad? ¿El hijo de Owen y Kitty Struther?
El joven quedó perplejo y se quedó mirando a Burden en silencio. Luego se acercó a la puerta principal y la empujó. La puerta se abrió con un crujido prolongado y profundo.
– ¿Les ha sucedido algo a mis padres? -preguntó con un esfuerzo por mostrarse despreocupado.
Burden y Karen lo siguieron al interior de la casa. El vestíbulo era de techo bajo, con paredes revestidas de madera hasta media altura, una estancia inmensa con suelo de piedra y muebles negros profusamente tallados que producían la sensación de que Isabel I se hubiera sentado o comido en ellos. Todos se vieron obligados a agachar la cabeza bajo el dintel para entrar en el salón. Allí se veía zaraza floreada, alfombras indias y mesas de diseño recargado. La habitación despedía una fragancia limpia y dulce.
– ¿Vive usted aquí, señor Struther?
Tomaron asiento sin que el joven los invitara.
– ¿Acaso parezco la clase de tipo que vive en casa con su mamá?
– ¿Le importaría decirme dónde vive?
– En Londres, ¿dónde si no? En Fitzhardinge Mews, distrito West One.
¿Cómo no?, se dijo Burden.
– Entonces imagino que ha venido a cuidar de la casa mientras sus padres están de vacaciones.
Aquello pareció sorprenderle. Le miró las piernas a Karen y volvió a fruncir los labios.
– Más o menos -dijo-. No me cuesta nada pasar las vacaciones aquí. Mi madre teme a los ladrones, y mi padre sufre una fobia relativa a los fallos de los desagües, ergo… ¿Le importaría ir al grano?
– ¿Estaba usted en casa cuando un taxista de Contemporary Cars vino a recoger a sus padres para llevarlos a la estación de Kingsmarkham?
– Al aeropuerto de Gatwick -lo corrigió el joven-. Sí, estaba en casa. ¿Por qué?
– ¿Adónde se dirigían?
– Quiere decir dónde están. En Florencia, una ciudad que debe de sonarle más que Firenze.
– Si llama a su hotel, señor Struther, averiguará que no están allí, que no han llegado.
Burden había estado a punto de revelar que Kitty y Owen Struther habían sido secuestrados, pero decidió esperar; la hostilidad de su interlocutor casi se podía cortar.
– Si llama a ese hotel, sabrá que sus padres han desaparecido.
– Es imposible, no le creo.
– Es cierto, señor Struther. ¿Puede decirme su nombre de pila?
– Espero que no sea para llamarme por él; soy bastante anticuado en estas cuestiones. Mi nombre de pila es Andrew. Me llamo Andrew Owen Kinglake Struther.
– ¿Sabe dónde se alojan sus padres, señor Struther?
– Por supuesto, y su pregunta se me antoja muy impertinente. Ya han dicho lo que tenían que decir, he escuchado sus absurdas insinuaciones y ahora me gustaría que se fueran.
Burden decidió desistir. No tenía ninguna obligación de hacer creer a ese hombre que sus padres habían sido secuestrados. Había hecho cuanto estaba en su mano. Horas más tarde, sin duda, Andrew Struther llamaría a la comisaría de Kingsmarkham tras confirmar la noticia en Gatwick y Florencia, pero en lugar de mostrarse contrito y pedir más información sobre lo sucedido, pondría el grito en el cielo por no haberlo sabido antes.
Al cruzar el vestíbulo de suelo de piedra oyeron el sonido de unos pasos rápidos en el piso superior. A continuación vieron a una chica que bajaba la escalera seguida de un pastor alemán. Tendría la edad de Andrew Struther, cutis extremadamente pálido, labios muy rojos y una melena despeinada de color caoba. Vestía vaqueros y lo que parecía la parte superior de un pijama de muñeca. El perro era joven, de pelaje negro y pardo; de hecho, parecía un perro policía con su cuerpo de pelo espeso y reluciente. La muchacha se detuvo al pie de la escalera con la mano apoyada en la barandilla tallada.
– Policías -anunció Andrew Struther.
– Estás de guasa -replicó la joven.
– No, pero no preguntes. Ya sabes lo bajo que tengo el umbral del aburrimiento.
El perro se sentó junto a la muchacha y se los quedó mirando con fijeza. Burden y Karen salieron de la casa, y la puerta se cerró tras ellos con fuerza antes de que pudieran volverse para cerrarla. Burden no hizo comentario alguno, y Karen condujo en silencio. El cielo se había ocultado tras las nubes, y salpicaba el parabrisas una lluvia tan fina que no merecía la pena utilizar el limpiaparabrisas. Burden pensó en los distintos lugares a los que podía llamar Planeta Sagrado, los lugares que conocerían, un consultorio médico, un hospital, una tienda céntrica… En cuanto llamaran, el asunto saldría a la luz sin que nada pudiera detenerlo, por muchas conferencias de prensa que organizaran. La compañía telefónica estaba respondiendo bien, pero no podían intervenir todos los teléfonos habidos y por haber, y eran los únicos con autorización para hacerlo.