Karen encontró estacionamiento casi delante de la casita de Clare Cox, justo donde terminaba la doble línea amarilla de prohibición. Embutió el coche detrás de un Jaguar negro con matrícula del año anterior. Su propietario, según adivinó Burden antes de que nadie se lo dijera, les abrió la puerta. Era un hombre menudo y pulcro que vestía un estrafalario traje de dril. Tenía la tez cerúlea, cabello y bigote negro azabache y aspecto de Hércules Poirot en sus años mozos, pensó Burden.
– Soy el padre de Roxane, Hassy Masood. Entren, por favor. Su madre no se encuentra demasiado bien.
Pese a que a todas luces era asiático o cuando menos de ascendencia asiática, Masood hablaba con acento del oeste de Londres. El entorno que Clare Cox había creado, consistente en artilugios indios y alfombras y tapices que recordaban vagamente a Asia Central, encajaba a la perfección con su aspecto, pero no con su voz, sus modales ni, por lo visto, su gusto. Una vez en el salón, meneó la cabeza con aire exasperado, volvió la mirada hacia el techo y gesticuló enfáticamente.
– ¿No les parece horrenda esta basura? -exclamó.
– Nos gustaría ver a la señora Cox si es posible -pidió Karen.
– Ahora mismo voy a buscarla. Supongo que no tienen noticias de mi hija, ¿verdad? Llegué anoche. Su madre estaba angustiadísima -esbozó una sonrisa forzada que le arrugó las comisuras de los ojos-. Yo también, la verdad. Las familias deben estar unidas en situaciones como ésta, ¿no les parece?
Burden guardó silencio.
– Por supuesto, no me alojo aquí. Uno se acostumbra a los espacios grandes, ¿no les parece? Aquí me ahogaría. Me alojo en el Kingsmarkham Posthouse. Mi mujer, nuestros dos hijos y mi hijastra llegarán hoy.
– La señora Cox, por favor, señor Masood.
– Por supuesto. Siéntense, por favor; pónganse cómodos.
Burden y Karen se quedaron mirando el retrato con fijeza. Roxane era hija de dos personas no especialmente guapas cuyos genes se habían combinado para crear una belleza poco común que en nada se asemejaba a ellos. No obstante, eran los ojos negros y húmedos de su padre los que los contemplaban desde la pared, era su piel cremosa como la nata la que cubría aquellos pómulos finísimos, la barbilla redondeada, los brazos perfectos.
– Esa foto -dijo Clare Cox al entrar en el salón y comprobar que miraban el retrato-. No es muy buena. He intentado pintarla, pero no puedo hacerle justicia.
– Nadie podría hacerle justicia -terció Masood-, ni siquiera… – se interrumpió para buscar un nombre apropiado, pero se le ocurrió el más inadecuado de todos-. Ni siquiera Picasso.
Clare Cox ofrecía un aspecto lastimoso. El llanto constante le había hinchado el rostro y enronquecido la voz. Sus mejillas rojas e inflamadas aún aparecían bañadas en lágrimas. Se dejó caer en una silla cubierta con un chal rojo y violeta, y se reclinó contra el respaldo en actitud de completa desesperación. Burden, que tras la experiencia con Andrew Struther había empezado a albergar serias dudas, comprendió que contar la verdad a los padres era la única vía posible. La esperanza, aunque fuera vaga, era mejor que aquello.
Karen les contó lo sucedido, que al menos de momento, Roxane estaba a salvo. No estaba muerta ni herida, y tampoco había sucumbido víctima de un violador. La única reacción de Masood y la madre de Roxane consistió en quedarse mirando a los policías con expresión estupefacta.
– ¿Secuestrada? -musitó Masood por fin.
– Eso parece, junto con otras cuatro personas. En cuanto sepamos algo más, les pondremos al corriente, se lo prometo.
– Pero de momento no sabemos nada -añadió Karen-. Tenemos intención de intervenirles el teléfono.
– ¿Quiere decir que… vendrá alguien y…? ¿Un ingeniero?
– No, la compañía telefónica puede hacerlo sin venir.
– Pero esos…, los secuestradores… ¿podrían llamar aquí?
– No sabemos dónde ni cuándo se recibirá la llamada, pero creemos que, en cualquier caso, establecerán contacto por teléfono.
Burden les explicó con calma cuan importante era que guardaran silencio, que no hablaran con nadie del asunto.
– Ni siquiera con su mujer ni sus hijos, señor Masood. Con nadie. Cuénteles tan sólo que Roxane ha desaparecido.
Advirtió lo mismo a Audrey Barker y su madre en Rhombus Road, Stowerton. También les pidió permiso para intervenir el teléfono de la señora Peabody. La reacción de Audrey Barker ante la noticia de que su hijo había desaparecido fue muy distinta de la de Clare Cox. No derramó ni una sola lágrima, pero su rostro aparecía más pálido que nunca, sus ojos, más grandes que la última vez, su cuerpo, más flaco aún si cabía. Burden recordó que había estado enferma, que acababa de salir del hospital. La señora Barker parecía lista para un nuevo ingreso.
La señora Peabody estaba sencillamente perpleja. Aquello era demasiado para ella.
– Pero si es un chico alto, muy alto para su edad -repetía una otra vez, con la mano de su hija entre las suyas-. Nunca subiría al coche de un desconocido.
– Él no sabía que era un desconocido, madre.
– Nunca habría subido, es demasiado mayor para hacer una cosa así, y además es muy alto para su edad, Aud, tú lo sabes.
– ¿Podría ver a la otra madre? -pidió Audrey Barker de repente-. ¿Podría encontrarme con ella? Dice usted que también han secuestrado a una chica. Podríamos formar un grupo de apoyo, tal vez incluso con las otras mujeres… ¿Tienen familia?
– No creo que sea buena idea hacer algo así en estos momentos, señora Barker.
– No quiero hacer nada que esté fuera de lugar, pero pensaba que… Bueno, a veces ayuda hablar de ello…, compartir la experiencia.
«Todavía no has tenido ninguna experiencia -pensó Burden con amargura-, y Dios quiera que no la tengas.» En voz alta reiteró que no le parecía buena idea en aquellos momentos.
– No quieren que te inmiscuyas, Aud -terció la señora Peabody.
– Esa gente que ha raptado a mi hijo… ¿Qué quieren?
– Esperamos averiguarlo hoy mismo.
– Y si no consiguen lo que quieren, ¿qué le harán?
De regreso en la comisaría, esperaron la llamada de Planeta Sagrado. También la esperaban en el Kingsmarkham Courier, donde Vine había sido reemplazado por los agentes Lambert y Pemberton. Sólo era mediodía.
Wexford se dijo que las personas secuestradas y encerradas en algún lugar formaban un grupo muy peculiar. Pensaba en aquellos detalles a fin de desterrar de su mente ideas terribles, la imagen de Dora y sus sentimientos. Una modelo potencial de veintidós años que parecía una princesa de Las mil y una noches, un chico de catorce años demasiado alto para su edad, y un matrimonio que, si Burden no exageraba, pertenecía a una elite anacrónica aunque sorprendentemente poderosa, y por último su mujer.
Dora se llevaría mejor con los dos jóvenes, se dijo, que con aquellos dos cuyos horizontes tal vez quedaban restringidos a la caza, las obras benéficas de índole paternalista y la copita de jerez con las amistades antes del almuerzo dominical. Luego se recordó que, a fin de cuentas, los Struther habían decidido ir de vacaciones a Florencia. No todo debía de ser desdeñable en un matrimonio que decidía pasar las vacaciones allí en lugar de en un coto de caza de lagópodos escoceses.