Horas… Se acercaba el fin de cualquier día normal de trabajo, pero Burden sabía que a lo sumo había llegado a la mitad de su jornada. Los ojos que te acechan desde las profundidades del bosque y desde los árboles eran una imagen recurrente en la literatura infantil. Se pasaba la vida leyendo descripciones como aquella a su hijo, pero los ojos de los libros infantiles pertenecían a animales, mientras que los que le observaban a él eran humanos. Burden los percibía en las ramas que se cernían sobre él y entre los matorrales. De repente, la cortina de entrada de una de las cabañas se apartó, y en la plataforma apareció un hombre, mirando hacia el suelo con rostro impasible y en silencio.
Habían dejado el coche en un apartadero para enfilar el sendero que atravesaba sinuoso un grupo de abedules muy jóvenes. Lynn Fancourt conocía el camino mejor que él y desde luego que Ted Hennessy, que pisaba el terreno con cautela, como si se hallara en una expedición por la selva tropical. Cada vez más pájaros se congregaban entre cantos en las copas de los árboles para dormir. A Burden le pareció oír el sonido de una guitarra a lo lejos, pero la música y la voz penetrante no tardaron en enmudecer, dejando en el aire tan sólo el murmullo monótono de los pájaros.
Cuando los abedules dieron paso a los árboles grandes, Burden distinguió los ojos. Los moradores les habían oído acercarse, les habían oído caminar sobre ránulas, musgo y hierba seca; por ello habían guardado la guitarra y se habían puesto a observarlos. Burden siempre había creído que sólo los ojos de los animales brillaban en la oscuridad, pero los que tenía delante refulgían del mismo modo. Se dio cuenta de que su llegada había interrumpido las actividades de tres personas que parecían ocupadas en la construcción de una nueva cabaña.
– ¿En qué puedo servirles? -preguntó el hombre de la plataforma.
Pronunció aquellas palabras con la cortesía de un dependiente, pero no parecía un dependiente, sino un líder de aspecto imponente en la capa que lo envolvía. Parecía un general que supervisara el campo de batalla antes del inicio de la contienda.
– Somos de la policía de Kingsmarkham -se presentó Archbold con gran corrección-. Nos gustaría hablar con ustedes un instante.
– ¿Qué hemos hecho ahora?
– Llevamos a cabo una investigación y nos gustaría hablar con ustedes, nada más -terció Burden antes de alzar la mano en ademán pacificador-. No tiene nada que ver con este campamento… Será un momento.
– Esperen.
El hombre de la capa desapareció en el interior de su cabaña. Poco podría hacer si decidía no volver a salir. Ahora los observaban menos ojos. Alzó la mirada hacia la cabaña a medio construir. Se componía de un marco de madera instalado sobre dos ramas enormes y el tronco cortado de un haya desmochada largo tiempo atrás. Una mujer embutida en un vestido largo de aspecto incomodísimo bajó por el tronco, se puso a buscar herramientas en una bolsa de lona que había en el suelo y le pasó un martillo al hombre de la barba larga y rubia que había bajado a medio camino para cogerlo. En aquel instante, su líder (de algún modo, Burden sabía que era su líder) apareció de nuevo en la plataforma y bajó por la escala de cuerda, transformado de repente en un hombre corriente que llevaba vaqueros, jersey y zapatillas deportivas.
Bueno, quizás no un hombre del todo corriente. De hecho, era excepcionalmente alto, de piernas excepcionalmente largas y manos de dedos excepcionalmente largos. Llevaba la cabeza afeitada, y sus rasgos recordaron a Burden las imágenes que había visto de jefes indios, angulosos, penetrantes, piel y huesos apenas cubiertos de carne.
– Soy Conrad Tarling – se presentó con una inclinación de cabeza en sustitución del habitual apretón de manos-. Me llaman el Rey del Bosque.
A Burden no se le ocurrió ninguna réplica apropiada.
– ¿Les importaría identificarse?
Tarling echó un vistazo a las tres identificaciones y asintió de nuevo.
– Lo hemos pasado muy mal, hemos tenido muchos problemas -explicó Conrad Tarling como si hubiera pasado seis meses en un campamento de refugiados-. ¿De qué quieren hablar?
Lynn Fancourt se lo dijo. Al cabo de un instante se reanudaron los martillazos. El hombre que estaba construyendo la cabaña había empezado a fijar tablones de madera a la estructura. Lynn alzó la voz para hacerse oír por encima del estruendo. Burden se acercó a la mujer del vestido de algodón.
– ¿Les importaría dejarlo por un rato?
– ¿Por qué? -replicó el hombre del árbol.
Burden sólo había visto barbas de aquella longitud en los libros infantiles. Era la barba del hechicero o del leñador de los cuentos. No sabía por qué pensaba una y otra vez en libros infantiles.
– Somos de la policía y estamos llevando a cabo una investigación. Deje de trabajar diez minutos, por favor.
Por toda respuesta, el martillo salió despedido del árbol, aunque no en dirección a Burden. La mujer del vestido largo lo recogió del suelo y se quedó mirando al inspector con cara de pocos amigos. Burden oyó cómo Lynn Fancourt preguntaba a Tarling en tono normal si había oído hablar de Planeta Sagrado o conocía a alguien que supiera de ellos. De repente, una muchacha envuelta en lo que parecían vendajes de momia apareció como por arte de magia, tal vez desde la copa de un árbol o de entre la espesura, y se acercó a ellos gritando y agitando los brazos.
– Nos alejáis de nuestra tierra, nos echáis de nuestros hogares, y ahora os presentáis aquí y nos pedís que nos traicionemos unos a otros. No os basta con destruir este país, este mundo, sino que también pretendéis destruir a la gente. No se trata sólo de nuestros cuerpos, del modo en que me bajasteis del árbol, inconsciente, de forma que podría haberme caído y quedado incapacitada de por vida, sino también de nuestras almas. ¡Queréis que traicionemos a nuestros amigos y así quebrar nuestro espíritu!
– ¿Sus amigos? -preguntó Burden tras un prolongado silencio.
– Está trastornada -terció Tarling-. Y no me extraña. No fueron ustedes, ¿verdad? Supongo que fueron los alguaciles. Pero todos ustedes tienen las manos manchadas, ¿y quién tiene la culpa?
– También ustedes tienen las manos manchadas, señor Tarling…, ¿y quién tiene la culpa?
Tarling se lanzó a pronunciar un discurso sobre temas medioambientales, la destrucción del equilibrio ecológico y el peligro de lo que denominaba las «emisiones». Burden asintió un par de veces y luego se fue a casa, desde donde llamó al antiguo gimnasio para comunicar dónde se hallaría aquella noche. Habían acordado mantenerse informados en todo momento del paradero de cada uno.
– No se han mostrado dispuestos a colaborar precisamente -explicó a Jenny mientras cenaban algo rápido con su hijo-. Supongo que he empezado con mal pie. Esa tal Quilla… ¿Cómo puede alguien ponerse el sobrenombre de Quilla? ¿Qué nombre será? Bueno, en fin, me dio un nombre, y la otra, Freya, acabó por ablandarse y me indicó un lugar. Tengo la sospecha de que ninguno de los dos existe.
– Vuelves a salir, ¿verdad? -preguntó Jenny en tono neutro, sin exasperación alguna.
– ¿Tú qué crees? ¿Que vamos a pasar una velada tranquila mirando una serie policíaca en la tele?
– He recordado algo, Mike -dijo Jenny-. Bueno, mejor dicho a alguien… de la escuela integrada, antes de que naciera Mark.
Burden dejó de comer.
– En cierto modo preferiría no haberlo recordado porque…, bueno, ¿no te parece terrible que en nuestra sociedad se etiquete a las personas éticas, idealistas y valientes como elementos subversivos y terroristas, mientras que a la gente que en su vida no hace nada por la paz, el medio ambiente o contra la crueldad siempre se la respeta?
– Nadie ha dicho nada de terroristas -puntualizó Burden.
– Ya me entiendes… o al menos eso espero. Con el tiempo he conseguido que veas las cosas un poco más desde mi punto de vista, ¿no?