Más tarde, después de haberse ceñido escrupulosamente al agua con gas, Wexford se dirigía hacia el coche con el commissaire Laroche cuando vio a Slesar caminar hacia el suyo. No se le había ocurrido que Slesar intentara conducir tras haber bebido, pero lo vio abrir la portezuela del conductor seguido de los dos amigos que lo habían acompañado en la mesa.
– No me parece buena idea -se le había escapado a Wexford.
Slesar lo miró con ojos vidriosos. En su rostro se advertía una expresión confusa y descontrolada.
– No pasa nada -replicó.
Debían de estar rodeados por media docena de personas en aquel momento.
– Venga conmigo; lo llevaré a casa -se ofreció Wexford con voz despreocupada, casi jovial-. Alguien puede venir a recoger su coche mañana.
Slesar pareció darse cuenta de la cantidad de testigos que tenían y se ruborizó visiblemente a la luz de la farola.
– Tiene usted razón, señor -reconoció-. Jim me llevará.
Apoyó una mano insegura sobre el hombre que esperaba detrás de él mientras con la otra se aferraba al coche para no perder el equilibrio.
– Entonces, buenas noches, señor -se despidió de Wexford.
Un hombre sensato, un hombre capaz de aceptar una reprimenda y no perder el buen humor. Wexford se alegraba de haberlo recordado por fin en la medida en que podía alegrarse por algo, y también le complacía el hecho de contar con Slesar en su equipo. Se levantó y bajó a la planta baja enfundado en su bata, una prenda color rojo oscuro de un tejido que se asemejaba más al terciopelo que al rizo; Sheila se la había regalado por su cumpleaños. Paul estaba en la cocina, preparando una taza de té con el bebé, despierto pero tranquilo, en sus brazos.
Wexford se preguntó si convenía que un actor fuera tan apuesto en los tiempos que corrían. Tal vez Paul Curzon había nacido con medio siglo de retraso. Amulet había heredado el cabello negro de él o quizás de Dora… Wexford alargó los brazos hacia la pequeña, pues no le hacía demasiada gracia ver a alguien sostener a un bebé y preparar té al mismo tiempo.
– ¿Qué tal va todo?
¿Cuánto sabía Paul? ¿Sólo que Dora había desaparecido?
– Igual -repuso.
El primer noticiario local empezaría poco antes de las siete. Quizás dirían algo en la radio antes de eso. Wexford no quería escucharlo o no escucharlo en compañía de nadie; quería estar a solas.
– No te importa que me haya quedado a pasar la noche, ¿verdad? Las echo de menos… Bueno, echo de menos a Sheila y me gustaría conocer mejor a la pequeña para poder echarla de menos también a ella.
Wexford consiguió lanzar una especie de carcajada.
– Me alegro de que hayas venido -aseguró.
De repente se le ocurrió una idea.
– ¿Sabes, Paul? Me gustaría que te la llevaras a casa, que te las llevaras a casa a las dos.
– Pero la necesitas aquí, eso es lo que ella dice. Dice que no sabe lo que te pasaría si se fuera.
Wexford meneó la cabeza; los malentendidos siempre lo deprimían, sobre todo cuando sucedían entre personas cercanas que creían conocerse a la perfección. No le quedaba más remedio que mostrarse inflexible.
– La verdad es que tenerla aquí no hace más que agravar mis preocupaciones. No pongas esa cara. Sheila me importa mucho, la quiero con locura, por decirlo de un modo suave, pero con ella aquí no paro de pensar en ella, si está bien, qué hace… Y la verdad. Paul, ahora mismo no puedo con ello. Nunca la veo, porque llego a casa muy tarde. Llévatela a casa, por favor.
Paul le alargó una taza de té.
– ¿Azúcar?
– No, gracias. Llévale una taza a Sheila y dile que te la llevas a casa.
– De acuerdo… En realidad, es lo que más deseo. Si estás convencido…
– Sí.
Había olvidado cuan reconfortante resultaba llevar a un bebé en brazos. Le embargó la estúpida sensación de que si pudiera caminar por la casa durante horas con aquella niñita cálida apretada contra el pecho, todo iría mejor, sus preocupaciones menguarían, se tomaría menos susceptible a las fantasías espeluznantes. Los grandes ojos azules del bebé se habían clavado en los suyos. ¿Todos los niños de esa edad tienen las pestañas tan largas y espesas? Su piel era una finísima capa de leche y nácar.
Wexford la llevó al salón para contemplar la salida del sol por la ventana, y luego al comedor para ver el jardín envuelto en sombras a través de los ventanales. La niña frunció los labios cuando le dijo que estaba esperando el comienzo del noticiario, que nunca le había pasado tan despacio una hora.
Paul regresó y cogió a la pequeña.
– A desayunar -anunció-. Esta noche sólo se ha despertado una vez -explicó a Wexford.
– ¿Qué dice Sheila?
– Que volverá a casa conmigo, pero que no promete quedarse allí.
En Radio Cuatro no dijeron nada. La dejó encendida porque prefería oír voces, música y el parte meteorológico a soportar el silencio. Se le ocurrió que podía matar el tiempo duchándose, afeitándose y vistiéndose, de modo que hizo todas esas cosas. Al terminar comprobó que no eran más que las siete menos cuarto, pese a que había intentado ir muy despacio.
Encendió el televisor sin apagar la radio. A aquellas horas sólo hablaban de dinero, negocios y deportes. Oyó el sonido del buzón cuando trajeron los periódicos. Nada en primera plana ni en las páginas interiores de ninguno de ellos. Se recordó que, para la gran mayoría de la población de las Islas Británicas, su tragedia no era noticia. Aquellas cosas sólo importaban si uno vivía cerca… o era un fanático. Sin lugar a dudas, importaban si la gente se enteraba. Si les hubieran hablado de los rehenes, las exigencias, las condiciones, el bombazo habría desterrado el Líbano y la Unión Monetaria Europea de las primeras páginas y las franjas de máxima audiencia.
Ya empezaba el noticiario. En primer lugar, la guapa y morena presentadora habló de una visita que la princesa Diana realizaría a un hospital de Myringham, y a continuación…
– La Agencia de la Red Viaria anunció anoche que se suspenderán las obras de la nueva carretera de circunvalación de Kingsmarkham. Dicha interrupción se debe a la necesidad de llevar a cabo una evaluación del río Brede y la marisma de Stringfield, según una comisión europea sobre hábitats y especies, antes de poder reanudar los trabajos. Si bien se trata de una suspensión temporal, cabe la posibilidad de que se prolongue varias semanas. Hemos conversado con Mark Arcturus, de Naturaleza Inglesa. Señor Arcturus, ¿son buenas noticias para los grupos de activistas, o se trata tan sólo de…?
Wexford apagó el televisor, embargado por una oleada de algo más que alivio, de una suerte de felicidad. Se cubrió la boca con la mano como un niño que acabara de decir una imprudencia sin poder contenerse. ¡Mira que experimentar alivio y alegría ante la victoria de aquella gente!
De todos modos, ¿qué más daba? ¿En qué estaba pensando? Dora seguía en manos de aquellos tipos; todos los rehenes seguían en manos de aquellos tipos, y Wexford no estaba más cerca de descubrir la identidad de los integrantes de Planeta Sagrado y la ubicación de su cuartel general que veinticuatro horas antes.
La noticia se propagó como un reguero de pólvora. Cuando Burden acudió al campamento de Pomfret Tye acompañado de Lynn Fancourt, sus habitantes ya lo estaban celebrando. Alguien, quizás sir Fleance McTear, les había suministrado un buen champán de imitación. Habían encendido una hoguera junto al brezal y estaban sentados en torno a ella, cantando We shall overcome y bebiendo vino espumoso.