Al igual que casi todos sus compatriotas, Wexford tenía sus reservas en cuanto a la Unión Europea, pero en este caso, se dijo, no le importaría que Estrasburgo vetara el asunto de forma tajante.
Hacia final de mes, la Sociedad Británica de Expertos en Lepidópteros creó un nuevo comedero para la Araschnia, una plantación de ortigas en la cara occidental de Pomfret Monachorum. Un periodista del Kingsmarkham Courier escribió un artículo satírico pero no demasiado gracioso en el que afirmaba que era la primera vez en la historia de la horticultura que alguien plantaba ortigas en lugar de arrancarlas. Como es natural, las ortigas prosperaron de inmediato.
Los expertos en tejones provocaron una inversión similar del orden natural de las cosas. En lugar de proteger habitáis, se veían obligados a destruirlos. Al abrir y sellar una tejonera que, de haber permanecido ocupada, se habría interpuesto en el camino de la nueva carretera, tuvieron que arrancar un denso amasijo de zarzas. Las zarzas habían crecido con fuerza, lo que indicaba que procedían de troncos muy podados, y las ramas espinosas se doblaban por el peso de la fruta verde. Al levantar las ramas cortadas con las manos enguantadas, hallaron algo que los hizo retroceder espantados. Uno de ellos profirió un grito y otro corrió a esconderse entre los árboles para vomitar.
Habían encontrado el cadáver extremadamente descompuesto de una joven.
La policía de Kingsmarkham creía saber de quién se trataba, pero no anunció de forma oficial la identidad de la muchacha. Fueron los periódicos y la televisión quienes afirmaron con rotundidad que era Ulrike Ranke, la autoestopista alemana desaparecida.
Tenía diecinueve años, estudiaba Derecho en la Universidad de Bonn y era la única hija de un abogado y una profesora de Wiesbaden. Había ido a Inglaterra el mes de abril anterior para pasar la Semana Santa en casa de una chica que había trabajado de au pair en casa de sus padres. La familia de esta chica vivía en Aylesbury, y Ulrike decidió realizar el viaje en plan económico. Nadie sabía a ciencia cierta por qué, pues sus padres le habían proporcionado dinero suficiente para los billetes de avión y tren correspondientes. En cualquier caso, Ulrike cruzó Francia en autoestop y tomó el ferry hasta Dover. Eso era lo único que se sabía.
– A mí no me parece nada misterioso -había sentenciado Wexford en su momento-. Lo que me habría asombrado sería que hubiera obedecido a sus padres. Eso sí que me habría parecido misterioso.
– Mira que eres cínico -resopló el inspector Burden.
– No es verdad; soy realista y no me gusta que me llamen cínico. Un cínico es el que conoce el precio de todo pero no sabe el valor de nada. Yo no soy así; es que no me gusta la hipocresía. Tus hijos también han sido adolescentes y sabes cómo son. Sheila hacía estas cosas constantemente. ¿Por qué gastar dinero si puedes hacer lo mismo gratis? Así piensan. Necesitan el dinero para música, para aparatos con que escucharla, para vaqueros negros y para sustancias prohibidas.
Por lo visto, tenía razón, pues en el bolsillo de los vaqueros negros marca Calvin Klein que vestía la víctima se encontraron veinticinco comprimidos de anfetamina y un paquete con algo menos de cincuenta gramos de cannabis. No llevaba nada encima que diera fe de su identidad ni tampoco dinero alguno. Su padre identificó el cadáver. El hombre que la había violado y estrangulado dos meses antes no había reconocido el contenido de su bolsillo o no había querido llevárselo. El dinero de Ulrike, quinientas libras en billetes, había desaparecido.
Durante la investigación no habían peinado Framhurst Copses ni ninguna otra zona de las inmediaciones de Kingsmarkham, pues no existía razón alguna para suponer que Ulrike Ranke había pasado por allí. Kingsmarkham se hallaba a muchos kilómetros de la ruta lógica para ir de Dover a Londres. Pero alguien había dejado su cadáver en una hondonada del bosque, lo había ocultado bajo los zarzales cada vez más espesos. En opinión del patólogo y los forenses, el cuerpo no había sido transportado hasta aquel lugar, sino que Ulrike Ranke había sido asesinada allí mismo.
Puesto que no se había peinado la zona, tampoco se había llevado a cabo investigación alguna. Pero justo después de anunciarse la identidad de la joven muerta, William Dickson, gerente del Brigadier, una fonda que él prefería denominar hotel, llamó a la policía para proporcionarles cierta información. En cuanto vio las fotografías de Ulrike Ranke en el Kingsmarkham Courier, la reconoció como la muchacha que había entrado en su bar a principios de abril.
El Brigadier se hallaba en la antigua carretera de circunvalación de Kingsmarkham; era una de esas fondas de carretera construidas a finales de los años treinta, de pretendido estilo Tudor y rimbombantes revestimientos de madera, enorme en apariencia, pero de escasa profundidad. Sobre el aparcamiento de la parte trasera se cernía la sombra de un gran edificio prefabricado y diseñado como sala de fiestas (que Dickson llamaba sala de baile). El pavimento del estacionamiento era de macadán, pero los alrededores de la casa eran de gravilla. Qué desagradable caminar sobre gravilla, comentó Vine a Burden, peor que una playa de guijarros.
– Fue el miércoles tres de abril, justo antes de cerrar -explicó Dickson cuando llegaron los dos policías.
– ¿Por qué no nos lo ha dicho antes? -preguntó Burden.
Él y el sargento detective Vine estaban sentados en la barra. Dickson les había ofrecido una copa, pero ambos habían declinado la invitación. Vine bebía un agua mineral que había pagado.
– ¿Cómo que antes?
– Cuando la chica desapareció. Su fotografía apareció en todos los periódicos y en la tele.
– Sólo leo la prensa local -repuso Dickson- y lo único que miro en la tele son los deportes. En nuestro negocio no tenemos mucho tiempo libre, como puede imaginarse. No es que me sobren horas de ocio precisamente.
– Pero ¿la reconoció en cuanto vio su foto en el Courier?
– Una chica muy mona, sí, señor -sentenció Dickson antes de mirar por encima del hombro para verificar algo-. Estaba buenísima.
– ¿Ah, sí? Háblenos de esa noche.
Ulrike entró en el bar hacia las diez y veinte; era una chica rubia «vestida como todas las chicas de su edad», o sea, de negro, pero con una chaqueta o algo parecido… Un anorak, una parka, una cazadora de lona… No estaba seguro, pero creía que era marrón. Llevaba una bolsa de viaje al hombro, una bolsa llenísima, no una mochila. ¿Cómo es que la recordaba con tanta claridad después de tres meses?
– Pues porque tengo una foto.
– ¿Que tiene qué? -exclamó Vine.
– Había una despedida de soltera -explicó Dickson-. Una chica se casaba el jueves siguiente en el juzgado de paz de Kingsmarkham. Le pidió a la parienta que le sacara una foto con sus amigas alrededor de la mesa, y justo entonces entró esa chica alemana. Por eso sale al fondo de la foto.
– ¿Y tiene una copia de la foto? Creía que me había dicho que la cámara no era suya.
– La chica…, me refiero a la novia, nos envió una copia. Creyó que nos haría gracia tenerla porque la fiesta se había celebrado en el Brigadier y tal. Si quieren se la enseño.