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– Estrictamente, encender hogueras va contra el reglamento -masculló Burden, malhumorado-. Estos presuntos amantes de la naturaleza, ecologistas o como se llamen siempre son los peores.

Reconoció a la pareja cuya cabaña había ardido en verano, los reprendió por la hoguera y acto seguido empezó a interrogarlos. Ellos le preguntaron si no le parecía que se trataba de una noticia maravillosa y si no consideraba que «suspensión» era un término estúpido. Lo que en realidad querían decir, tío, era que detenían las obras de la carretera definitivamente, pero tenían que emplear la palabra «suspensión» para quedar más o menos bien, ¿no estaba de acuerdo el inspector?

Ni Lynn ni él lograron sonsacarles ninguna pista sobre Planeta Sagrado, de modo que se dirigieron al Gran Bosque de Framhurst, donde, para sorpresa y consternación de Burden, encontraron a Andrew Struther y la pelirroja Bibi sentados sobre un tronco en animada conversación con media docena de moradores de los árboles.

– Ya sé lo que debe de estar pensando -exclamó Struther al tiempo que se levantaba de un salto con expresión culpable-. Lo siento muchísimo, pero no es lo que parece. No les he revelado nada de nada.

– ¿Le importaría acercarse un momento, señor Struther?

Por lo visto, Bibi decidió tomarse la ausencia de su novio como una excusa perfecta para conocer mejor a los habitantes del campamento. Se levantó del tronco y caminó hacia un joven ataviado tan sólo con pantalones cortos y un sombrero de paja que se hallaba junto a una escalera de mano apoyada contra el tronco de un castaño enorme. El joven le indicó que subiera en primer lugar y la siguió muy de cerca mientras ascendía peldaño tras peldaño, riendo como una energúmena.

– ¿Me permite preguntarle qué hace aquí, señor Struther? -inquirió Burden-. ¿Tiene amigos aquí? Ayer nos dijo que ni siquiera sabía de la construcción de la carretera.

– Eso fue ayer -replicó Struther con el rostro rojo como la grana-. Uno puede aprender mucho en veinticuatro horas si se lo propone, inspector. Creí que sería mejor aprender algo teniendo en cuenta lo que les está sucediendo a mis padres.

– Espero que no haya hablado de ello con esta gente.

– Por supuesto que no -espetó el joven con expresión ofendida-. Me dijeron que no lo hiciera, así que no lo he hecho.

– Entonces, ¿qué hace aquí? No creo que haya venido para efectuar una evaluación medioambiental.

– He pensado que si hablaba con ellos, alguien me daña una pista sobre quién podría hacer una cosa así, quién podría ser…, bueno, una especie de terrorista.

Exactamente lo mismo que intentaban Burden y el resto del equipo, aunque de boca de Struther sonaba bastante endeble.

– Yo de usted dejaría eso en nuestras manos, señor -advirtió Burden-. Es nuestro trabajo. Déjelo en nuestras manos y vuelva a casa. Más tarde ira a verle alguien.

– ¿De verdad? ¿Para qué?

– Me gustaría dejar eso para entonces, señor Struther.

La muchacha había desaparecido en el interior de una cabaña. Struther empezó a buscarla con la mirada.

– ¡Bibi, Bibi! -gritó desesperado-. ¿Dónde estás? ¡Nos vamos a casa, cariño!

Los moradores de los árboles lo observaron impasibles.

Karen Malahyde había localizado a la mujer llamada Frenchie Collins en casa de su madre, en Guilford. Nicky Weaver, Damon Slesar y Edward Hennessy trabajaban con material vago que les había proporcionado la cúpula de Especies, mientras que Archbold y Pemberton se dedicaban a localizar por teléfono y ordenador a activistas ecologistas de todo el país. Wexford convocó una reunión para las dos y media. Ya había hablado con el jefe de policía, su adjunto y Brian St. George.

El redactor jefe del Kingsmarkham Courier reaccionó con indiferencia, y Wexford creía saber por qué. Si le hubieran permitido usar la información la mañana del día anterior, en cuanto llegó la carta de Planeta Sagrado, la habría podido incluir en la edición semanal de su periódico. Pero ya era viernes y por tanto, demasiado tarde. Por lo que a él respectaba, le importaba bien poco si no sabía nada más de Planeta Sagrado, los rehenes o la policía hasta el miércoles siguiente por la noche.

– Sigo creyendo que cometen un error -insistió al hablar con Wexford-. Cuando sucede algo así, el público tiene derecho a saberlo.

– ¿Y eso por qué? -replicó Wexford con brusquedad-. ¿Qué derecho? ¿Quién lo dice?

– Es un principio fundamental del periodismo -recitó St. George en tono sentencioso-. El público tiene derecho a saber. Silenciar a la prensa nunca ha servido de nada a nadie. No es que me incumba, todo lo contrario, pero no me importaría declarar oficialmente que considero que están cometiendo un grave error.

– Seguiremos manteniéndolo en silencio mientras podamos -anunció inflexible el jefe de policía-. La verdad es que me sorprende que aún podamos, pero ya que tenemos esa suerte, aprovechémosla.

– Es viernes, señor, y tengo la sensación de que la prensa no estará tan interesada; considerarán que sería un desperdicio usar semejante información el fin de semana.

– ¿De verdad? No me lo había planteado.

– Lo que les gustaría es que levantáramos la prohibición el domingo por la noche -indicó Wexford-. Sería un artículo genial para las ediciones matutinas del lunes. Si está usted de acuerdo, señor -prosiguió conteniendo un suspiro-, me gustaría poner a los familiares de los rehenes al corriente de…, en fin, de las condiciones y la amenaza. Creo que debemos hacerlo, y me ofrezco para hablar con ellos personalmente.

En cuanto la reunión tocara a su fin, hablaría primero con Audrey Barker y la señora Peabody. Iría a Stowerton solo y luego se dirigiría a ver a Clare Cox en Pomfret antes de visitar por último a Andrew Struther. Al jefe de policía le pareció buena idea, por lo visto. Aquellas cosas podían ocultarse a la prensa, pero no a los familiares; no era justo ni humano.

Su propia familia estaba tan implicada en el caso como los Masood, los Barker y los Struther, por lo que aquella mañana, al despedirse de Sheila, le había prometido llamarle, hubiera o no noticias. Se pondría en contacto con ella dos veces al día. Antes de salir de casa llamó a Sylvia para decirle que su hermana había regresado a Londres, que él estaba bien, pero que no había novedades.

Todos se congregaron en el antiguo gimnasio diez minutos antes de lo previsto, a excepción de Karen Malahyde, que seguía a la caza de Frenchie Collins, y Barry Vine, que empezaba a compartir la opinión de Burden respecto a Stanley Trotter. Los presentes enmudecieron cuando Wexford entró en la sala. No se trataba tan sólo de una señal de respeto y cortesía, eso lo sabía. Habían estado hablando de él y de Dora. Por primera vez se sorprendió deseando que lo que había previsto hubiera sucedido, es decir, que el jefe de policía lo hubiera apartado del caso.

Con aspecto mucho menos cansado y nervioso que la noche anterior, Nicky Weaver expuso con energía y decisión los resultados de sus conversaciones con Especies y KCCCV. Largo tiempo atrás, un dirigente de Especies, en la actualidad rehabilitado, había cumplido condena por tentativa de sabotaje de una central nuclear. Aquel tipo le había proporcionado una lista exhaustiva de nombres de personas que tildó de anarquistas.

– ¿Por qué se lo contó? -quiso saber Wexford.

– No lo sé, tal vez porque ahora sólo aboga por la resistencia pacífica. Alguien lo llevó a visitar la central de Sizewell y quedó tan impresionado que cambió de rollo por completo.

– Al parecer, hemos hecho todo lo posible en los campamentos -comentó Wexford-. El ordenador procesará todos los nombres que hemos averiguado y establecerá las referencias cruzadas que existan. Con la suspensión de las obras hemos comprado un poco de tiempo, lo cual es muy importante. En algún momento del día de hoy deberíamos recibir otro mensaje de Planeta Sagrado. No han prometido nada; del mensaje de anoche no se desprendía que enviarían otro, pero seguro que lo hacen. Hemos intervenido todos los teléfonos de Kingsmarkham, Pomfret y Stowerton que la compañía telefónica nos ha permitido. Pero los de Planeta Sagrado son gentes vanidosas y arrogantes, como suele suceder. Querrán felicitamos por haber tenido la sensatez de cumplir sus requisitos. Llamarán por teléfono o se pondrán en contacto con nosotros por otros medios. No se les habrá escapado que la suspensión es temporal. Se trata de eso, una suspensión, un aplazamiento, no una detención total. Si no me equivoco, querrán garantías de que las obras de la carretera de circunvalación se interrumpen de forma definitiva, cosa que, por supuesto, no podemos ofrecerles, que no podremos ofrecerles jamás, suceda lo que suceda.