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Nicky Weaver levantó la mano.

– ¿Nicky?

– Esa garantía… En mi opinión, nadie, ningún gobierno daña semejante garantía. Por ejemplo, podrían darla para que liberaran a los rehenes y acto seguido renegar de ella, o aun cuando sus intenciones fueran sinceras, aun cuando prometieran no construir la carretera, en cuanto cambiara el gobierno o nombraran a un nuevo secretario de Transporte, podrían reanudar las obras. ¿Cómo va a evitar eso Planeta Sagrado?

– Tengo la sospecha de que viven el momento -señaló Wexford-. Si consiguen una garantía que dure cinco años, ya pueden darse por satisfechos. Si luego vuelve a plantearse la construcción de una carretera, pues bueno…, a lo mejor repiten la operación. Nada es cierto en este mundo, ¿verdad?

Creyó observar que Nicky se estremecía, pero tal vez no eran más que imaginaciones suyas.

10

En el tramo de la nueva carretera que mediaba entre Stowerton Dale y Pomfret Monachorum reinaba el más absoluto silencio. Hacía bastante frío para principios de septiembre; soplaba un viento casi siberiano, y de vez en cuando caía un chaparrón. Los pájaros que cantaran al amanecer habían enmudecido y no emitirían ningún otro sonido hasta la hora de dormir. En los campamentos se había mitigado la euforia inicial para dar paso a una suerte de anticlímax. Sus moradores discutían, pensaban, planificaban y, sobre todo, se preguntaban qué estaña sucediendo.

Las pesadas excavadoras se hallaban de nuevo en el prado donde las habían montado. Los autobuses que transportaban a los guardias de seguridad no habían acudido ese día, y en los barracones destartalados de la base aérea, los guardias comentaban la posibilidad de perder el empleo.

Numerosos niños de Stowerton, a quienes los guardias habían mantenido a raya hasta entonces, se encaramaban a los montículos de tierra para jugar a comandos guerrilleros en las montañas. KCCCV convocó una reunión de emergencia en la que se tomó una decisión. Lady McTear y la señora Khoori redactarían una solicitud para el Departamento de Transporte que deberían firmar todos los miembros de la organización, así como todos los simpatizantes a los que pudieran convencer. En ella indicarían que, dada la necesidad de llevar a cabo una evaluación medioambiental de acuerdo con la directiva europea correspondiente y a causa de los fenómenos ecológicos únicos que se producían en la zona, las obras de la carretera deberían quedar interrumpidas para siempre.

Cuando la señora Peabody era joven, una arreglaba el dormitorio y ponía al niño enfermo un pijama limpio antes de que llegara el médico. Si se esperaba la visita de la autoridad, una limpiaba toda la casa. De igual modo, para ir de compras «al centro», se ponía sus mejores galas. Son hábitos difíciles de romper, y era evidente que el secuestro de su nieto no bastaba para hacer olvidar a la señora Peabody todos aquellos condicionamientos. Era la clase de mujer que cambiaría las sábanas de su lecho de muerte para estar presentable.

Wexford sintió una profunda compasión al ver a la anciana con su traje chaqueta rosa de falda plisada, sus zapatos brillantes y sus perlas. Incluso se había pintado los labios. Todos los almohadones del salón aparecían rollizos y bien colocados, y sobre la mesita de café se veía una selección de revistas dispuestas en forma de abanico. La señora Peabody había sido capaz de empolvarse la nariz, pero no logró dedicarle una sonrisa, tan sólo murmurar un débil saludo.

Su hija, perteneciente a una generación que veía las cosas de un modo muy distinto, la generación de Clare Cox, aparentaba no haberse lavado ni peinado desde el día en que se enteró de la noticia. Wexford sabía qué era recorrer la casa como un oso enjaulado una y otra vez, pues no había cesado de hacerlo en la suya día y noche, y pensó que la señora Barker se hallaba en la misma situación. A todas luces era incapaz de quedarse quieta, aunque por otro lado parecía enferma y necesitada de un largo período de convalecencia.

– Tengo que quedarme aquí -dijo-. Debería irme a casa, lo he dejado todo sin más, pero en casa sería peor.

Se levantó de un salto, caminó hacia la ventana y allí se detuvo mientras abría y cerraba los puños sin cesar.

– Por teléfono ha dicho que tenía algo que contamos.

– No serán malas noticias…

La señora Peabody era un prodigio de autodominio, se dijo Wexford antes de preguntarse cómo pasaría las noches en cuanto cerraba la puerta de su dormitorio.

– Usted ha dicho que no eran malas noticias.

El inspector les refirió que los secuestradores exigían la interrupción de las obras de la carretera. Audrey Barker volvió a cruzar la estancia, asintiendo en silencio, como si ya se le hubiera ocurrido aquella posibilidad o como si no le sorprendiera. La señora Peabody, en cambio, parecía tan perpleja como si le acabaran de decir que los rehenes sólo serían liberados si todos los habitantes de Kingsmarkham accedían a aprender suajili o a pilotar helicópteros.

– ¿Qué tiene Ryan que ver con eso? Es asunto del gobierno.

– Estoy de acuerdo con usted, señora Peabody -aseguró Wexford-, pero ésa es la condición que ponen.

– Pero si ya han interrumpido las obras -terció Audrey Barker muy cerca de él, moviendo las manos sin cesar-. Lo han dicho esta mañana en la tele. ¿Han parado por eso?

– Sí, se han suspendido las obras.

La señora Peabody parecía abrumada. Wexford percibió cómo asimilaba sus palabras y las interpretaba de un modo que pudiera comprender.

– ¿Y todo eso por Ryan? -preguntó-. Bueno, por Ryan y los demás.

Sacudió la cabeza maravillada. Aquello era la fama, salir del anonimato, aparecer en los periódicos y en la televisión.

– Nuestro Ryan -suspiró.

Audrey le lanzó una mirada enojada.

– Si ya han interrumpido las obras, ¿por qué no ha vuelto? -inquirió.

Sí, ¿por qué no había vuelto? ¿Por qué no había vuelto ninguno de ellos? Eran las cuatro de la tarde; habían transcurrido nueve horas desde el anuncio de la suspensión de las obras. No había noticias de Planeta Sagrado; el mensaje que Burden escuchara por casualidad veinte horas antes había sido el último.

– No lo sé. No puedo decírselo porque no lo sé.

La señora Barker había olvidado que su mujer era uno de los rehenes.

– Pero ¿qué están haciendo para encontrarlos? ¿Por qué no salen a buscarlos? Debe de haber alguna forma.

Se estaba tirando de las manos como si quisiera arrancárselas de las muñecas. Tenían la piel cubierta de morados por los malos tratos que ella misma les infligía.

– Yo saldría en su busca, pero no sé cómo. Ustedes sí saben cómo hacerlo, deben saberlo, es su trabajo. ¿Qué están haciendo por ellos? Podrían matar a Ryan, podrían torturarlo… Dios mío, oh, Dios mío, ¿qué están haciendo por ellos?

Con expresión horrorizada, la señora Peabody apoyó su mano pequeña y arrugada sobre el brazo de su hija.