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– No hables así, Aud. No sirve de nada ser grosera.

– No los torturarán, señora Barker.

Al menos de eso podía estar seguro, sobre todo si no se permitía pensar demasiado en ello.

– Y tampoco creo que maten a ninguno de los rehenes. Si los matan perderán el poder de negociación. -Cada palabra que pronunciaba era una puñalada-. Estoy seguro de que lo entiende.

Audrey Barker le dio la espalda y al cabo de un instante se volvió de nuevo hacia él.

– Entonces, ¿por qué no han vuelto ahora que han parado las obras?

Otra vez la misma pregunta. Clare Cox se la había formulado media hora antes en Pomfret. La había encontrado sola en casa, pues la familia Masood, por increíble que pareciera, había salido «de excursión» para ver el castillo de Leeds. Clare le explicó que había intentado pintar para distraerse. En cualquier caso, la bata que llevaba sobre uno de sus habituales vestidos vaporosos aparecía manchada de pintura.

– ¿Por qué no han cumplido su promesa? -le había preguntado.

Wexford se repitió las palabras que Burden recordaba de la llamada efectuada a Tanya Paine: «Interrumpan las obras mientras nos sentamos a negociar. Pero deberán asegurárnoslo públicamente, a través de los medios de comunicación, mañana a las nueve como máximo. De lo contrario, el primero de los rehenes morirá, y les enviaremos su cadáver antes del anochecer…».

Mientras nos sentamos a negociar… Pero los secuestradores no habían anunciado negociación alguna. Además, el mensaje no mencionaba la liberación de los rehenes, sólo amenazaba con matarlos si no se interrumpían las obras de la carretera. No habían dicho nada respecto a lo que debía hacerse para que los rehenes quedaran en libertad.

– La pondremos en antecedentes de cualquier novedad que se produzca -aseguró Wexford a Audrey Barker.

El teléfono sonó mientras hablaba. La mujer descolgó y se calmó en cuanto oyó la voz del otro extremo de la línea. Su rostro recobró algo de color, y empezó a hablar en monosílabos, aunque con voz suave, casi dulce. Durante el trayecto de regreso a Framhurst, Wexford cayó en la cuenta de que sabía menos de ella y su madre que de cualquiera de los demás rehenes. Había algo en aquella mujer y su madre que impedía preguntar, impresión que se acentuaba a causa de la difícil situación que atravesaban.

Por ejemplo, ¿quién era y dónde estaba el padre de Ryan? ¿Vivía alguien más en la casa de Croydon? Con toda probabilidad, la señora Peabody era viuda, pero no lo sabía con certeza. Audrey Barker había sido operada, pero no sabía de qué, ignoraba cuan grave era su dolencia y si estaba curada por completo. ¿Quién la había llamado? Tal vez nada de aquello importara, quizás eran asuntos privados en los que nadie debería inmiscuirse bajo circunstancias normales.

¿Acaso no había dicho a los integrantes de su equipo que el historial de los rehenes no revestía demasiada importancia para ellos ni para su operación?

Caía una lluvia insistente cuando se adentró en la zona ya inevitablemente asociada a la carretera de circunvalación. En ese lugar, el hipotético visitante de Marte no habría albergado sospecha alguna, no habría observado ningún indicio de destrucción, contaminación ni daños medioambientales. Los senderos serpenteaban entre riberas cubiertas de maleza y setos altos, el viento suspiraba en las ramas más inalcanzables de las hayas, el bosque dormía apacible bajo el golpeteo de la lluvia que arrancaba algunas hojas todavía verdes.

En Framhurst, alrededor de una docena de habitantes de los campamentos estaban sentados bajo el toldo a rayas de la tetería; todos tomaban Coca-Cola a excepción de uno, que bebía té. Con toda probabilidad, los alegres secuaces de Robin Hood tenían ese aspecto, se dijo Wexford. No llevaban los pantalones color naranja y las túnicas verdes con flecos que se veían en los dibujos animados, sino unas prendas de una versión medieval del dril bajo una especie de impermeables con capucha ajustada. Eran seres barbudos y sucios, pero curiosamente representaban a aquellos que pretendían salvar Inglaterra. Pero ¿por qué presentaban siempre ese aspecto? ¿Por qué no eran nunca hombres de traje gris? Wexford pasó junto a ellos muy despacio y luego continuó hacia Markinch Lane.

Savesbury House era un lugar impresionante. Burden lo había descrito como una mezcla de barraca y mezcolanza arquitectónica, pero a Wexford se le antojó una combinación de estilos encantadora y fundamentalmente inglesa. El sendero de entrada avanzaba sinuoso por entre grandes árboles cuyas ramas pugnaban por alcanzar el cielo. Al cabo de un rato, el sendero se ensanchaba para dar paso a una extensión de césped salpicada de parterres repletos de plantas herbáceas exóticas. Si uno se acercaba al margen de aquel césped y separaba el follaje con las manos, con toda seguridad disfrutaría de una amplia panorámica de Savesbury, Stringfield y los recodos del río a sus pies.

Un perro apareció por un costado de la casa en cuanto se apeó del coche. El animal se le acercó en actitud sigilosa y amenazadora. Era un pastor alemán de pelo bastante largo que se comportaba, como ocurre en ocasiones con esa raza de perros, de un modo intimidatorio, con el morro abierto para dejar al descubierto dos hileras de afilados dientes blancos y relucientes.

El padre de Wexford había sido una de esas personas de las que se afirma que «pueden hacer cualquier cosa con un perro». El inspector no había desarrollado dicho arte, pero sí había heredado parte del talento de su padre por asociación o por genética. Quizá porque no temía nada a los perros, extendió la mano hacia la criatura y la saludó como quien no quiere la cosa. No le gustaban los perros, nunca le habían hecho gracia los numerosos perros que Sheila les había endosado a él y Dora para cuidar de ellos durante sus ausencias, pero pese a todo, les caía bien. Siempre se restregaban contra él, como hizo aquel ejemplar antes de embutir el hocico en el bolsillo de su abrigo en cuanto se agachó.

Bibi, la muchacha de tez pálida, le abrió la puerta con un cigarrillo entre los labios. Wexford la había visto con anterioridad, pero sólo de lejos, al igual que a Andrew Struther, cuando ambos acudieron a la comisaría para hablar con Burden. Su rostro, que Burden y Malahyde consideraban bonito, le recordaba a un personaje de dibujos animados empeñado en parecer hermoso y malvado a un tiempo, como la madrastra de Blancanieves o Cruela de Vil. Su cabello rojo poseía un matiz muy peculiar, más purpúreo que caoba, y no creía que lo llevara teñido.

La chica agarró al perro por el collar.

– Ven con mamá, Manfred, cariño mío -le murmuró como si Wexford se hubiera dedicado a torturar al animal.

Burden le había explicado que el interior de Savesbury House estaba exquisitamente amueblado y «escrupulosamente» limpio. Tras dos días en manos de Andrew Struther y Bibi, había experimentado un cambio considerable. En medio del vestíbulo se veía un cuenco con comida de perro y otro lleno de agua. Manfred había mordisqueado huesos entre horas, y Wexford estuvo a punto de tropezar con medio fémur atravesado en el umbral del salón. En dicha estancia había tazas y vasos esparcidos por mesas y estantes, así como un plato con un bocadillo a medio comer tirado sobre un sillón. Wexford vio varios ceniceros llenos a rebosar de colillas. El aire estaba enrarecido, una mezcla desagradable de olor a humo de cigarrillo y huesos pasados.

Andrew Struther también estuvo a punto de tropezar con el fémur al entrar en la habitación.

– ¿No podrías encerrar a ese pesado de Manfred en la jaula? -espetó malhumorado a Bibi antes de dirigir la palabra a Wexford-. Me lo prometiste cuando accedí a tenerlo en casa dos días como máximo, ¿lo recuerdas?

El joven se volvió hacia Wexford con expresión huraña y ofendida. Pese a ello, era un hombre apuesto, de rostro ligeramente bronceado, un poco más oscuro que su cabello dorado. Tanto él como la muchacha iban vestidos al estilo de los moradores de los árboles, con elegantes prendas en tonos marrones y verdes, duendes que compran la ropa en Ralph Lauren. Wexford se dijo que los padres de Struther eran los más ricos de los rehenes y con diferencia. A su lado, él y Dora parecían pobres, y los demás, auténticos mendigos.