– Es usted el inspector jefe Wexford, ¿verdad?
– Exacto. Tengo entendido que ya está al corriente de las condiciones que han impuesto los secuestradores.
En aquel instante recordó lo que se le había ocurrido en casa de la señora Peabody.
– Planeta Sagrado, como se autodenominan los secuestradores, no han prometido liberar a los rehenes tras la interrupción de las obras, sino sólo sentarse a negociar. Sin embargo, tampoco han dado ningún paso para entablar negociación alguna.
– ¿Por qué dice eso? -intervino la muchacha con aire malhumorado-. ¿Por qué dice «como se autodenominan los secuestradores»?
– Las personas que cometen delitos de estas características no merecen respeto, ¿no le parece? -comentó Wexford con firmeza.
Bibi no respondió.
– Espero que no estés empezando a sentir compasión por un puñado de cabrones que han secuestrado a mis padres -le reprochó Struther.
Su rostro bronceado se había ruborizado intensamente. Wexford jamás había visto la serenidad transformarse con tal rapidez en pura rabia. Struther avanzó un paso hacia la chica, y por un instante, Wexford creyó que se vería obligado a intervenir, pero Bibi no se arredró, sino que puso los brazos en jarras y miró a su novio con expresión insolente.
– ¡Bah, qué más da! -masculló Andrew Struther-. Pero quiero que ese perro desaparezca mañana a primera hora, ¿te enteras? Y también quiero la casa limpia. Mi madre volverá, ¿sabes? Mi madre volverá muy pronto, ¿verdad, inspector jefe?
– Eso espero.
Wexford recordó de nuevo que él mismo había insistido en que la vida personal de los rehenes carecía de importancia, pero volvió a desobedecer su propia advertencia.
– ¿A qué se dedica su padre, señor Struther?
– A la Bolsa -repuso Andrew Struther con sequedad-. Igual que yo.
Manfred mordisqueaba la pata de una silla en el vestíbulo. Wexford no sabía si la había confundido con un hueso o si sencillamente le gustaba el Chippendale de imitación, pero en cualquier caso, no tenía intención de quedarse a averiguarlo. Condujo lentamente por el sendero flanqueado de árboles. Había dejado de llover mientras se hallaba en Savesbury House, y el sol, tímido y pálido, asomaba por entre las nubes. El termómetro de su coche indicaba que la temperatura exterior era de trece grados centígrados y cincuenta y seis grados Fahrenheit, nada espectacular para esa época del año.
Al cabo de cinco minutos llegó a la calle principal de Framhurst. Casi todos los moradores de los árboles se habían ido de la tetería, pero aún quedaban dos. El propietario había recogido el toldo, tal vez al dejar de llover, y en un arranque de optimismo había instalado más mesas y sillas en la acera. En dos de esas sillas, con una sola taza de té entre ellos, se sentaban el hombre con la barba más larga que Wexford había visto en su vida, una barba dorada como una madeja de seda bordada, y junto a él una joven empapada ataviada con la prenda que más gustaba a Clare Cox, un vestido de algodón bastante sucio con un chal manchado atado a la cintura.
El inspector pudo observarlos con atención porque la tetería se encontraba en el único cruce con semáforo de Framhurst. Una de las calles conducía a Sewingbury, mientras que la otra se dirigía a Myfleet. El semáforo cambió a rojo cuando se acercó al cruce, lo que le permitió comprobar, gracias a la descripción de Burden, que el hombre era Gary y la mujer. Quilla. De repente, la joven se levantó de un salto y se plantó en medio de la calle, delante del coche de Wexford. El inspector se encogió de hombros y bajó la ventanilla.
– ¿Qué quiere? -le preguntó.
La joven pareció sorprenderse de que no se enfadara y se llevó ambas manos al rostro sin saber qué hacer. Wexford esperó, pues ningún vehículo lo obligaba a seguir. Quilla acercó el rostro a la ventanilla.
– Es usted policía, ¿verdad?
Wexford asintió con un gesto.
– Pero no es de los que vinieron a hablar con nosotros en el campamento, ¿verdad?
– Soy el inspector jefe Wexford.
La mujer pareció sorprenderse de nuevo, tal vez porque la graduación de Wexford era más alta de lo que esperaba.
– ¿Podría hablar con usted?
– Claro, voy a aparcar el coche.
Encontró un hueco al doblar la esquina de la carretera de Myfleet y regresó a la tetería, donde Quilla había vuelto a sentarse junto al hombre de la barba.
– Usted es Quilla, y usted, Gary. ¿Les apetece una taza de té? -propuso Wexford.
Ambos quedaron atónitos al ver que el inspector sabía sus nombres, como si en el mundo existiera un tabú relativo a los nombres y él acabara de violarlo. Wexford les aclaró el misterio, y Gary esbozó una sonrisa tímida. Luego les dijo que podían esperar sentados a que alguien saliera a atenderles. Entró en el establecimiento, y de inmediato salió una chica de unos quince años para preguntarles qué querían tomar.
– No me importaría tomar algo caliente -dijo Quilla-. Con la vida que llevamos, siempre pasamos frío. Llegas a acostumbrarte, pero una bebida caliente siempre se agradece.
– ¿Les apetece comer algo?
– No, gracias. Hemos comido unas patatas fritas con los demás. Entonces lo hemos visto pasar, y el Rey nos ha dicho que es usted policía.
– ¿El Rey?
– Conrad Tarling. Conoce a todo el mundo…, bueno, de vista. Los demás han vuelto al campamento, pero yo les he dicho que me quedaría para ver si volvía, y Gary se ha quedado a esperar conmigo.
– ¿Quería decirme algo?
En aquel momento, la camarera trajo el té. Tres tazas con platillo, sobrecitos de edulcorante y unos recipientes de plástico con un líquido que parece leche pero no procede de ninguna vaca. A Wexford le parecía vergonzoso tener que soportar aquello en pleno campo y así se lo dijo a la camarera.
– O lo toma o lo deja -replicó la muchacha-. Es lo que hay.
– Uno de nuestros objetivos consiste en acabar también con esta clase de cosas -explicó Gary-. Estamos en contra de todo lo que sea antinatural, sintético, contaminante y adulterado, y dedicamos nuestra vida a luchar contra ello.
En lugar de contestar que en los tiempos que corrían resultaba extremadamente difícil distinguir lo natural de lo artificial, Wexford les preguntó desde cuándo eran activistas profesionales.
– Desde que yo tenía dieciséis años y Quilla quince -repuso Gary-. De eso hace doce años. Yo soy trabajador de la construcción, pero nunca hemos tenido un empleo… remunerado. Nuestro trabajo es bastante duro.
– ¿Y de qué viven?
– No del Estado, desde luego. No sería correcto que nos mantuvieran el gobierno y los contribuyentes si nos oponemos a todo lo que piensan, a todos sus principios.
– Supongo que tienen razón -convino Wexford-, pero es un punto de vista muy original, de todos modos.
– No necesitamos gran cosa. Casi nunca necesitamos medios de transporte, y construimos nuestros hogares con nuestras propias manos. Trabajamos en granjas cuando podemos, y de vez en cuando me dan trabajo de albañil o corto césped. Quilla hace y vende muñecas de paja y joyas.
– Una vida muy dura.
– La única que podemos vivir -aseguró Quilla-. Me he enterado…, bueno, no sé cómo decirlo.
– ¿De qué se ha enterado? ¿De que andamos buscando nombres?
– Eso nos ha dicho Freya, la mujer a la que los alguaciles estuvieron a punto de dejar caer del árbol ayer. Dice que están buscando a un terrorista.
Wexford apuró la taza de té echado a perder por el sabor de la leche de soja.
– Es una forma de expresarlo.
– ¿Qué se supone que ha hecho? -preguntó Quilla.