Llamó primero a Sylvia porque en realidad quería llamar primero a Sheila.
– Deberías haberme llamado anoche -le reprochó Sylvia.
– Era la una de la mañana. Ahora está dormida, pero ven a verla esta noche si quieres.
Sheila contestó al teléfono con voz llorosa. Wexford le dio la buena noticia.
– ¡Oh, papá, qué maravilla, cariño! ¿Quieres que vaya ahora mismo con Amulet?
A las siete y media, cuando subió, encontró a Dora despierta e incorporada en la cama. Al verlo alargó los brazos y lo abrazó.
– Dormí mucho en aquel lugar, así que no estaba cansada. No había nada que hacer aparte de animar a los demás y dormir.
– ¿Sabes dónde estabas?
– Ni idea -repuso ella-. Por supuesto, sabía que sería lo primero que me preguntarías…, y ellos también. Tomaron todas las precauciones del mundo desde el primer momento.
Le subió el desayuno, y Dora decidió tomar café. Wexford se duchó cantando a pleno pulmón fragmentos de temas de Gilbert y Sullivan. Dora se mofó de él, lo cual le encantó.
– Dime una cosa, Reg -pidió Dora en cuanto su marido regresó al dormitorio enfundado en el batín púrpura-. ¿Quién dirige la investigación? No puedes ser tú, no te habrían dejado al ser yo uno de los rehenes.
– Pues sí, soy yo.
Le explicó la situación, y Dora se compadeció de él.
– Anoche dijiste que esperabas a uno de ellos, y te contesté que yo era más o menos su representante. Me ordenaron transmitir un mensaje; fue la única vez que oí hablar a uno de ellos. Me esposaron, me sacaron y me pusieron la capucha -explicó con un escalofrío-. Entonces uno de ellos empezó a hablar, lo que me asustó bastante. Hasta entonces se habían comportado como si fueran sordomudos. Dijo que debía transmitir «el próximo mensaje». ¿Tiene sentido?
Wexford asintió.
– Bueno, dijo que tomaban nota de la suspensión, pero que eso no bastaba, que querían la anulación definitiva. Las negociaciones empezarán el domingo, dijo.
– ¿Cómo? -inquirió Wexford.
– No lo sé.
– ¿No te dijeron nada más?
– No.
Wexford, Burden y Karen Malahyde. No en una sala de interrogatorios, pues todos se habían negado a ello menos Dora, a quien no le habría importado. A fin de cuentas, le gustaba bastante ser el centro de atención, y además sólo había visto salas de interrogatorios en televisión. Sin embargo, trasladaron el equipo de grabación al antiguo gimnasio, junto con cuatro sillones, para conferir al asunto un aire de fiesta más que de interrogatorio. El jefe de policía acudió ex profeso, estrechó la mano a Dora y le aseguró que era una mujer muy valiente.
– ¿Por dónde quieren que empiece? -preguntó Dora cuando se sentó con la tercera taza de café del día junto a ella-. Supongo que por el principio, ¿no?
– Me parece que no -replicó su marido-. Como tú misma has dicho, ahora mismo lo más importante es el lugar. Dinos lo que sepas del lugar en que te tuvieron secuestrada.
– Pero si no sé dónde estaba.
– Tendremos que intentar encontrar el sitio a partir de lo que nos cuentes.
– Eso casi significa empezar por el principio, por el trayecto hasta allí. No sé en qué dirección fuimos ni cuánto rato tardamos; eso no lo sabes cuando llevas la cabeza cubierta con una capucha. Pero creo que estuvimos en el coche una hora, no más, y durante un rato fuimos por una carretera grande, quizás incluso una autopista.
– ¿Podría tratarse de Londres? -inquirió Karen-. ¿De Londres o de las afueras?
– Supongo que podría ser algún barrio del sur de Londres, como Sydenham, Orpington o algo así, pero no lo sé, no tengo ni idea. No estuvimos en el coche el tiempo suficiente para llegar al norte de la ciudad. De hecho, podría ser casi cualquier rincón de Kent o Hampshire, o incluso la costa.
Dora estaba muy pálida, pensó su esposo, y pese a haber dormido profundamente, sólo había descansado seis horas y parecía fatigada. Wexford había insistido en llevarla de inmediato al centro médico para que la visitara el doctor Akande, pero Dora se había negado, casi burlándose de él. No debían demorarse, replicó antes de asegurarle que se encontraba bien. Pero mientras se vestía, Wexford la había visto dar un traspié y aferrarse a una silla para no caer.
La desaprobación era un sentimiento que Burden experimentaba con frecuencia, y lo cierto era que desaprobaba todo aquel asunto. Dora tendría que haber ido al médico para que la examinaran a conciencia y tal vez le administraran un tranquilizante si no incluso un sedante. Él mismo no tenía tiempo que perder en terapias, si bien abogaba por la conveniencia del apoyo profesional porque así lo dictaba la política del departamento, pero creía a pies juntillas en el principio de que el shock sobrevenía a las víctimas mucho más tarde de lo esperado. Tarde o temprano. Dora sufriría los efectos del shock y se desmoronaría.
Llevaba una falda gris y una blusa a cuadros grises y amarillos, ropa vieja y cómoda. Al salir de casa para visitar a Sheila llevaba un traje nuevo de hilo color tostado. Lo había tenido puesto cuatro días, y el hilo se había arrugado muchísimo. Dora no quería volver a verlo jamás. No había sabido nada del resto de la ropa que llevaba en la maleta desde el instante en que le cubrieron la cabeza con la capucha, porque le habían quitado el equipaje y con toda probabilidad seguía en poder de los secuestradores. Le habían permitido conservar el bolso, pero no la maleta ni los regalos que había comprado para Sheila.
Interrumpió el relato para tomar un café y al reanudarlo pareció darse cuenta por primera vez de que la estaban grabando. Su voz se tomó más lenta y entrecortada.
– Las capuchas que llevábamos… Nos las ponían de vez en cuando, y eran como saquitos con orificios para los ojos. Creo que habían pintado la tela con aerosol negro, o quizá la habían empapado en pintura. La mía era bastante gruesa y pesada; no me la quitaron hasta que entramos.
– Habla con naturalidad -recomendó Wexford-. No pienses en la grabadora.
– Lo siento… Lo intentaré.
– No, no, tranquila, lo estás haciendo muy bien.
– Bueno, supongo que querrán saber dónde entramos, pero no puedo decírselo – suspiró antes de mirar de soslayo la grabadora y carraspear-. Sé que bajé dos escalones, como si fuera un semisótano, pero no una bodega. ¿Me estoy explicando bien?
– A mí me parece que sí -terció Burden.
– Quiero que sepan que desde el primer momento intenté por todos los medios grabarme en la memoria todo lo que veía, reparar en el tamaño y la forma de todas las cosas para ver si encontraba alguna pista sobre el lugar en que nos encontrábamos. Me parecía que quizá fuera necesario más tarde, y así ha sido.
– Bien hecho, señora Wexford -alabó Karen-. Es usted una auténtica maravilla.
– No se precipite -advirtió Dora con una sonrisa-. Los resultados no se corresponden con las intenciones. El chico ya estaba allí cuando llegué. Se llama Ryan Barker, aunque supongo que ya lo saben. Estaba sentado en una de las camas, con la mirada fija, perdida. Era una habitación bastante grande, como un tercio de este gimnasio, y de forma oblonga, con una sola ventana alta en una de las paredes más cortas. Bueno, no era tan alta, la verdad, porque el techo era bastante bajo, menos de dos metros y medio, diría yo. Reg no se habría golpeado la cabeza contra él, pero por bastante poco. No sabría calcular las dimensiones de la estancia en metros, pero diría que era de unos diez por siete. Estaba la puerta por la que entré y luego otra que daba a un baño minúsculo con retrete y lavabo. En la habitación había cuatro camas plegables muy estrechas. Al cabo de un rato trajeron otra, y pensé que se debía a que sólo habían querido secuestrar a cuatro personas, pero en realidad tenían a cinco…
– ¿Por qué creyó eso? -atajó Karen.
– No querrán que dé opiniones, ¿no? Bueno, si creen que puede resultar útil, tuve la sensación de que creían que sólo secuestrarían a uno de los Struther, pero en realidad se vieron obligados a llevárselos a ambos. Más tarde, Owen Struther explicó que su mujer había pedido un taxi por teléfono, por lo que los secuestradores creerían que raptarían a una mujer sola. En cualquier caso, trajeron una quinta cama. Las camas eran el único mobiliario aparte de dos sillas de cocina.