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– ¿Qué clase de habitación era? -inquirió Wexford.

– ¿Te refieres a si era vieja, cómo estaba decorada, si era una cocina o un salón? Bueno, no era un salón, de eso estoy segura. Tenía las paredes desiguales, con un encalado en mal estado, y la instalación eléctrica era bastante primitiva, con todos los cables a la vista. Bajo la ventana había un fregadero antiguo, de esos tan grandes de antes, pero sin grifos. A lo largo de una de las paredes más largas se alineaban estantes de madera muy tosca, pero no vi nada sobre ellos. Era una especie de garaje, pero sin puerta por la que pudieran entrar los coches. Tal vez un taller… Pensé mucho en ello y llegué a la conclusión de que quizás antes era una fábrica pequeña.

– ¿Miró por la ventana? -preguntó Karen.

– A la primera oportunidad. Habían construido una especie de caja a su alrededor. Sólo puedo decir que era como una especie de conejera en la que el conejo apenas tendría luz. La ventana se abría… o podría haberse abierto si no hubiera estado cerrada con llave… Quiero decir que era de las que se abrían, y por la cara exterior tenía construida esa estructura, un artilugio de madera y tela metálica que formaba una especie de valla. El primer día me encaramé al fregadero y por entre unos resquicios vi un poco de verde. Plantas, una estructura de ladrillo y un bulto de hormigón, como un escalón roto. Nada más. Podía ser el campo o un jardín de las afueras. Lo único que sé con certeza es que no estábamos en el centro de la ciudad.

– ¿Sabe hacia dónde estaba orientada la ventana?

– El sol entraba por la tarde, así que estaba orientada al oeste. Como ya les he dicho, había un baño diminuto con un retrete. Pues bueno, lo curioso es que era nuevo, quiero decir por estrenar. Las paredes estaban pintadas de blanco, y el lavabo y el inodoro parecían grotescamente nuevos, aunque el retrete no tenía tapa. El baño carecía de ventana, como si fuera una especie de despensa que hubieran convertido en baño de la forma más económica posible, como si lo hubieran preparado para nosotros, es decir, para acomodar a los rehenes. Permanecimos en la habitación tres noches y cuatro días, al menos yo… y Ryan. A los demás los trasladaron al cabo de poco. ¿Quieren que vuelva al principio?

– Nos tomaremos un descanso -anunció Wexford.

– ¿Seguro?

– Seguro. Voy a contar lo que nos has dicho al resto del equipo para ver si surge alguna idea. Continuaremos dentro de una hora.

A las once, tres niños de Stowerton llegaron a la comisaría con una bolsa llena de huesos. Según contaron al sargento de guardia, los habían encontrado en uno de los montículos de tierra ahora abandonados de Stowerton Dale. Uno de ellos creía que eran de origen romano, mientras que los demás los consideraban mucho más recientes, vestigios de las actividades de un asesino en serie.

– Parece que Manfred ha estado muy ocupado -comentó Wexford en cuanto supo la noticia, refiriéndose al pastor alemán de Bibi.

– Habrá que llevarlos a analizar -masculló Burden en tono pesimista.

– Supongo que tienes razón…, aunque salta a la vista que la mayoría son de costillas de cerdo y el resto de un estofado de rabo de buey.

– ¿A qué se referían con que las negociaciones empezarían el domingo?

– Ojalá no me hubieras preguntado eso.

Karen Malahyde estaba tomando un café con Dora. Creía que a la señora Wexford no le convenía beber más café, pues ya había tomado tres tazas, y así se lo señaló con toda amabilidad y cortesía. Dora repuso que tenía razón y que por favor la llamara Dora, que le reventaba lo de «señora Wexford», y que si creía que podría conseguirle un zumo de naranja. Siempre y cuando no lo quisiera recién exprimido, repuso Karen antes de decirle que intentaría encontrar lo que solía denominarse «zumo concentrado».

Dora se quedó dormida en el cómodo sillón, pero despertó en cuanto volvió Karen. ¿Por qué creía Karen que no le habían permitido llevarse la maleta? ¿Y todos los regalos que llevaba para Sheila, la ropa de bebé, el quimono, los libros? ¿De qué les serviría todo aquello?

– Creo que debemos esperar al señor Wexford y al señor Burden para hablar de ello, señora…, esto… Dora.

– Tiene razón… Ay, el único zumo de naranja de verdad es el que tiene trocitos de pulpa…

Wexford y Burden regresaron juntos, y este último puso en marcha la grabadora.

– Estaba hablando con Karen de mi maleta -empezó Dora-. La verdad es que no importa demasiado; en cierto modo, nada importa salvo que yo he vuelto y los demás rehenes no, pero ¿para qué querrían la maleta? No es más que una maleta mediana de fibra color marrón oscuro, con mis iniciales grabadas en ella. Y luego están las otras cosas que llevaba, los regalos para Sheila y el bebé.

– Puede que con las prisas por librarse de usted la olvidaran -comentó Burden.

– ¿Podemos empezar ahora desde el principio? -terció Wexford al tiempo que desplazaba un poco su silla para apartarse de un rayo de sol que entraba por una de las ventanas alargadas del gimnasio-. Comencemos por la mañana del martes pasado.

– De acuerdo -accedió Dora antes de doblar las piernas bajo el cuerpo y reclinándose en el sillón-. Tenía que pedir un taxi. Hay una empresa llamada All The Sixes, y llamé allí porque es un número fácil de recordar. Eran casi las diez y media, y quería coger el tren de las once y tres, por lo que iba sobrada de tiempo. En cualquier caso, en All The Sixes me contestó una de esas grabaciones enloquecedoras. Ya saben, de esas que dicen «Por favor, no se retire», con esa voz que sube en «favor» y en «retire». Y luego dice «Su llamada será atendida lo antes posible» para luego endosarte todo un movimiento de Pequeña serenata nocturna. Colgué y en ese momento encontré ese folleto que nos habían enviado y llamé a Contemporary Cars.

– ¿Cómo era la voz de la persona que contestó? -preguntó entonces Karen.

– Era una voz de hombre bastante vulgar, sin inflexiones, ni acento, de una persona bastante joven. Por cierto, eran las diez y media clavadas, porque en aquel momento miré el reloj digital del vídeo. El taxi llegó enseguida, al cabo de unos siete minutos, diría yo.

– ¿Puede describir al hombre?

– No demasiado bien. He pensado mucho en ello, pero sólo sé que no era muy alto, alrededor de un metro setenta, corpulento y con barba. Caminaba un poco rígido, como estevado. Ah, sí, además olía a algo muy peculiar.

– ¿Se refiere a sudor? ¿Como a cebolla frita y algo dulzona?

– No, no, más bien olía a disolvente o… ¿se llama acetona?

Miró alternativamente a todos los presentes. De repente parecía mucho más vivaz, como si la emoción del relato hubiera desvanecido la fatiga.

– Algo así como esmalte de uñas o quitaesmalte, no precisamente desagradable, sino curioso.

»Cuando sonó el timbre fui al salón a recoger la maleta y los paquetes…, bueno, las bolsas, antes de abrir la puerta. Suponía que el taxista me llevaría los bártulos al coche, pero cuando abrí la puerta lo vi junto a la verja, de espaldas a mí. Supongo que tendría que haberle pedido que me llevara la maleta, pero no lo hice, sino que me limité a decir buenos días, hola o algo así, y él me saludó con un ademán de cabeza. Dejé la maleta y los paquetes sobre la esterilla y cerré la puerta con llave. El hombre ya estaba sentado al volante. No me pareció extraño, sino maleducado. Ni siquiera me abrió la portezuela del taxi. Al subir al coche lo vi de perfil, pero aquella barba negra y rizada le tapaba casi toda la cara. El coche estaba completamente impregnado de aquel olor. El hombre tenía una melena oscura larga y espesa, y llevaba una especie de jersey de color azul grisáceo.