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– ¿Qué clase de coche era? -inquirió Burden.

– Era pequeño y de color rojo… Un VW Golf, creo. En fin, como el de mi hija Sylvia. Si fuera un detective con razones para sospechar, habría anotado la matrícula, pero no soy detective, así que no lo hice.

Burden se echó a reír.

– ¿Te pusiste el cinturón de seguridad? -preguntó.

– ¡Qué pregunta! Claro que me puse el cinturón. ¿Acaso no sabes quién es mi esposo? -Dora meneó la cabeza con exasperación-. Tenía la maleta sobre el asiento junto a mí, y los paquetes en el suelo. El hombre tomó la ruta habitual de la estación, pero en Queen Street dio un rodeo. Había un poco de atasco en ese punto, como casi siempre, de modo que no me extrañó. Hoy en día, los taxistas hacen las mil y una para evitar los embotellamientos. En el cruce de York Street y Old London Road nos detuvimos porque el semáforo estaba en rojo. Hay un paso de peatones de esos en los que hay que pulsar un botón. Por supuesto, ahora sé que el conductor fue por allí adrede, porque son los peatones quienes controlan el semáforo. Alguien que esperaba en el cruce pulsó el botón cuando el coche se acercaba, y el semáforo cambió a rojo. Cuando nos detuvimos, la portezuela del coche se abrió y apareció un hombre. Todo sucedió tan deprisa que no tuve tiempo de gritar ni resistirme. Estaba atrapada por el cinturón de seguridad, y ya saben que se tarda unos segundos en abrir el cinturón en los coches ajenos. No le vi la cara al hombre, sólo entreví la figura de un hombre joven y alto que llevaba la cabeza cubierta con una media.

– ¿Quiere decir que estuvo esperando en el semáforo con una media sobre la cabeza?

– No había nadie más por allí -explicó Dora-, pero de todos modos creo que se cubrió la cabeza con una mano mientras con la otra abría la puerta del coche. En cualquier caso, no le vi la cara, sólo vi una especie de máscara de goma, que es el efecto que deben de causar las medias, ¿no? Luego se puso una capucha sobre la cabeza y me puso otra a mí. Por un momento no vi nada, porque estaba demasiado ocupada forcejeando e intentando gritar, y además me di cuenta de que me estaban poniendo unas esposas. Fue muy desagradable. Bueno, en realidad fue más que desagradable… Fue aterrador.

– ¿Quieres descansar un rato, Dora? -terció Wexford.

– No, estoy bien. Supongo que comprenderán que estaba muy asustada, seguramente más asustada que nunca. Al fin y al cabo, no he vivido demasiadas situaciones atemorizadoras; me parece que he llevado una vida muy protegida. Y además, no podía hacer nada. La cosa mejoró un poco cuando el hombre me ajustó la capucha y pude volver a ver. Miré por la ventanilla y comprobé que estábamos en la antigua carretera de circunvalación. El hombre señaló el suelo para indicarme que me tumbara, supongo que para que no me vieran desde fuera o yo no pudiera asomarme. Por supuesto, obedecí de inmediato. Creo que permanecí en el coche alrededor de una hora. Tal vez más, pero no creo que menos. Dejé de resistirme, porque no servía de nada. Estaba muy asustada… No tiene mucho sentido hablar de ello ahora, así que lo dejaré correr. Me asustaba la posibilidad de perder el control en diversos sentidos y quería evitarlo a toda costa. Intenté mantener la calma y respirar profundamente, lo que no resultaba fácil sentada en el suelo con una capucha sobre la cabeza. Al cabo de un rato, el coche giró, tal vez para cruzar una verja o puede que sólo para enfilar un camino estrecho o incluso rodear una fábrica o un almacén. No lo sé. En cualquier caso, íbamos mucho más despacio y girando constantemente a derecha e izquierda. De repente nos detuvimos. Aún llevaba la capucha con los orificios para los ojos vueltos hacia atrás. Creo que sólo me la había ajustado un momento al principio para mostrarme que tenía orificios. En cualquier caso, no veía nada, sólo negrura, y llevaba las manos esposadas por delante. Cada uno de los hombres me asió un brazo. Creo que el de la derecha era el conductor, porque no parecía mucho más alto que yo y además su brazo se me antojó grueso y fofo. Además aquel olor… El otro me agarraba el brazo con mucha fuerza. Me dio la impresión de que tenía los dedos largos, delgados y muy fuertes. No olía a nada. No sé si el aire era de campo o de ciudad, y la temperatura era más o menos igual que aquí. Oí que abrían una puerta muy pesada, por la que me hicieron pasar. No me empujaron ni nada de eso, sino que me hicieron bajar una escalera, me acercaron a una de las camas y me ayudaron a sentarme sobre ella. Primero me quitaron la capucha y luego las esposas, pero ellos siguieron con la cabeza cubierta. Uno de ellos tenía las manos morenas y robustas, mientras que el otro tenía los dedos muy largos. Fue entonces cuando vi a Ryan. Los dos hombres salieron y cerraron la puerta con llave.

– Ahora pararemos para almorzar -anunció Wexford-, y luego quiero que descanses un rato.

Lo mejor habría sido llevar a su mujer a comer fuera. Wexford intentó dar con la forma de hacerlo, aunque significara dejarse acompañar por Burden y Karen Malahyde, pero sabía que resultaría imposible. En aquellas circunstancias no podían ir al nuevo restaurante de Olive and Dove, La Méditerranée, a disfrutar de una buena botella de vino, salades de crevettes, sole meunière y crème brulée. En otra ocasión, tal vez la semana siguiente, pero ese día no. Decidió mandar a comprar un surtido de bocadillos de salmón ahumado, queso cheddar con pepinillos y jamón con lengua.

Dora tenía mejor aspecto; a buen seguro, hablar le sentaba bien pese al cansancio y el shock. No era de extrañar, pues de eso trataban las psicoterapias, de hablar con personas que no sólo escuchaban, sino cuyo mayor deseo en el mundo era escuchar. Era mucho mejor que guardárselo todo dentro, que permanecer tumbada en la cama, atiborrada de sedantes.

Le dejó tomar otro café. Se decían muchas sandeces sobre el café, sobre sus efectos excitantes y la cafeína, pero nunca se había oído hablar de alguien a quien realmente le hiciera daño. Dora se puso leche y azúcar, algo que jamás hacía en casa, y anunció que prefería no descansar, sino continuar.

Burden puso de nuevo en marcha la grabadora y le formuló la primera pregunta de la tarde.

– Así que estabas sola en la habitación con Ryan Barker, ¿verdad?

– Durante un rato sí. Estaba muy asustado; sólo tiene catorce años. Hablé con él, le dije que no se preocupara demasiado, que si nos hubieran querido hacer daño, ya lo habrían hecho. Creo que por entonces ya me había dado cuenta de que éramos rehenes, aunque no tenía idea del rescate que exigirían. Ryan dijo que sabía que debía mostrarse valiente (supongo que por ser hombre), y que su padre era un soldado que había muerto en el frente de las Malvinas. Le dije que no, que no hacía falta que se mostrara valiente, que podía gritar cuanto quisiera, porque eso haría volver a los secuestradores y así podríamos preguntarles por qué estábamos allí. Ojo, yo también estaba muerta de miedo, pero me fue bien tener a Ryan conmigo, porque en su presencia no podía expresar mis temores. En fin, no estuvimos solos mucho rato. De repente trajeron a Roxane… Supongo que saben que Roxane Masood es uno de los rehenes.

– Sí, Roxane Masood y Kitty y Owen Struther -asintió Karen.

– Exacto. Roxane se portaba de una forma mucho menos pasiva que yo, se lo aseguro. No dejaba de forcejear, y cuando le quitaron la capucha y las esposas, intentó abalanzarse sobre ellos.

– ¿Quién la trajo?

– El conductor y otro hombre alto, más alto que el conductor, pero no tanto como el que iba en el coche conmigo. Me pareció que tenía veintitantos años, quizá treinta. Él le quitó las esposas, y el conductor, la capucha. De inmediato, Roxane intentó sacarles los ojos con las uñas pese a que llevaban las capuchas. El hombre delgado le asestó un tremendo golpe en la cabeza. Roxane cayó sobre la cama y permaneció un rato inconsciente. Me quedé a su lado, y cuando despertó empezó a llorar; pero sólo porque le habían hecho daño, no como Kitty Struther. Al cabo de una media hora trajeron a los Struther. Él era el típico esnob muy tieso; me recordaba a Alec Guinness en El puente sobre el río Kwai…, ya sabe, muy tieso, erguido…, tan inglés… El típico que se negaba a tratar siquiera con los secuestradores. El hombre que me había llevado allí, el de la cara como gomosa, trajo a Kitty, que le escupió en cuanto le quitaron la capucha. El hombre no hizo más que limpiarse sin hacerle ningún caso. Una vez leí en un libro que alguien se quedaba anonadado al oír a una dama muy refinada soltar más tacos que un carretero en una situación como…, bueno, como la nuestra. Simplemente, no podía creer que aquella señora conociera semejante lenguaje. Bueno, pues lo mismo me ocurrió a mí con Kitty Struther al verla escupir y soltar una sarta interminable de palabrotas. Supongo que era por la histeria, no lo sé, pero en cualquier caso se puso a chillar y asestar puñetazos al colchón. Al cabo de un rato, Owen intentó calmarla, de modo que Kitty la emprendió con él. No creo que se diera cuenta de lo que hacía, pero gritó durante mucho rato. Los demás estábamos horrorizados. Luego empezó a llorar y a gemir, se enroscó en posición fetal, enterró la cabeza entre los brazos y por fin se durmió.