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Dora se detuvo, exhaló un suspiro e irguió ligeramente los hombros.

– Supongo que querrán que les cuente lo que sepa de los secuestradores.

– ¿Te importaría echar un vistazo a esto, Dora? -pidió Burden, tendiéndole una fotografía-. ¿Crees que el moreno, el conductor, podría ser este hombre? Olvida la barba, porque las barbas aparecen y desaparecen en un santiamén. ¿Crees que puede ser él?

– No, estoy segura -negó Dora-. Este hombre es delgado y mayor que el otro. Sé que el conductor no era muy mayor, y además era más corpulento.

– ¿Quién es? -preguntó Wexford cuando Karen se llevó a Dora a tomar una taza de té.

– Stanley Trotter -repuso Burden al tiempo que se guardaba la foto-. Él también huele de un modo muy peculiar. Hoy hemos recibido cierta información; no te lo había dicho antes porque ya tenías bastantes quebraderos de cabeza. Es de la policía de Bonn, Alemania.

– ¿Donde Ulrike Ranke fue a la universidad? -inquirió Wexford tras un instante de reflexión.

– Exacto. ¿Recuerdas las perlas? ¿El collar de perlas cultivadas que sus padres le regalaron al cumplir los dieciocho y por el que pagaron mil trescientas libras?

– Claro que las recuerdo.

– Pues bien, las vendió. Supongo que necesitaba más el dinero. La policía de Bonn ha localizado el collar y al joyero que le pagó mil setecientos marcos por él.

– Qué generoso -espetó con ironía Wexford después de efectuar los cálculos mentales correspondientes.

– Sí, ¿verdad? La cuestión es: ¿se compró otro collar por veinte para podérselo mostrar a sus padres en caso de necesidad? Sin duda alguna compró uno, porque sabemos que llevaba un collar de perlas en la foto del Brigadier. ¿Y es ése el que…?

– No es Trotter, Mike -aseguró Wexford-. Él no la mató ni es el hombre que conducía el taxi de Dora.

13

El rótulo, clavado en el margen de hierba, rezaba: «Euro-Fun, el único parque temático internacional de Sussex». Estaba escrito en letras blancas sobre fondo azul, y bajo el texto, alguien había pintado sin demasiada destreza un ciervo o rebeco pequeño, un molino de viento y lo que parecía una reproducción de la torre inclinada de Pisa. Damon Slesar cruzó la verja abierta, una de cuyas hojas aparecía rota y apoyada contra la calle, y subió por un sendero que en invierno debía de convertirse en un lodazal.

El parque estaba dispuesto en una serie de explanadas que el sendero atravesaba en sinuosa trayectoria. El lamentable aspecto del lugar quedaba contrarrestado en parte por la gran cantidad de árboles que disimulaban algunos de los excesos más flagrantes de Euro-Fun, que pese a todo iban quedando expuestos a la vista a medida que uno se adentraba en el parque. El paso de los años lo había convertido en un lugar destartalado, y había pocos visitantes. Cinco personas, tres adultos y dos niños, caminaban aturdidos por la zona denominada Dinamarca, contemplando con aire dubitativo una casa de muñecas de madera con tejado verde y una reproducción en plástico de la Sirenita sentada a orillas de un estanque de agua estancada veteado de PVC azul.

No quedaba claro en qué consistía el objetivo del parque; tal vez que los visitantes pasearan por él y contemplaran su contenido preguntándose qué era aquello. Eso era precisamente lo que hacían un hombre y una mujer que deambulaban entre tulipanes de cera dañados por el agua a la sombra de un monstruoso molino de viento de plástico, mientras un par de niños en plena pubertad permanecían sentados en la escalinata de una cabaña con la mirada fija en un reloj de cuco. El cuco había salido de la casita, y en ese momento se había estropeado el mecanismo, por lo que el pájaro se había quedado fuera, silencioso, con el pico abierto para siempre, dispuesto a emitir una llamada que jamás llegaría.

– ¿Has venido alguna vez con tus hijos? -preguntó Damon Slesar.

– Por favor -replicó Nicky Weaver-. ¡Mira el Partenón! ¡Es increíble!

Parecía hecho de amianto, aunque probablemente era de yeso, con tuberías de desagüe blanqueadas por columnas. Delante de la Acrópolis se veía un maniquí de boutique ataviado con faldita plisada blanca y chaqueta negra, tocando un instrumento de cuerda. Junto a la Acrópolis se veía España, con un toro y un torero de papel maché, y al lado la taquilla y el aparcamiento. Más allá se alzaba un bungalow bastante grande al que le habría venido de perlas una buena capa de pintura.

Apareció un hombre de mediana edad que llevaba un jersey de punto y pantalones de pana gris. Era uno de esos hombres que apenas tenían cabello sobre la cabeza pero en cambio poseían una barba pobladísima, en su caso una maraña canosa y desaliñada, coronada por un bigote espeso y de puntas caídas al que flanqueaban unas patillas bastante rizadas.

– ¿Dos entradas, señora? Al aparcamiento se llega siguiendo todo recto.

– Policía -anunció Nicky al tiempo que le mostraba la placa en lugar del dinero que el hombre esperaba ver-. Estoy buscando al señor o a la señora Royall.

Como buena policía, Nicky observó de inmediato que el hombre estaba familiarizado con las investigaciones policiales.

– Yo soy James Royall, señora, a su servicio -repuso, golpeándose el pecho con el puño-. ¿En qué puedo servirla?

Nicky sabía que no la llamaba «señora» por deferencia o cortesía, sino que pretendía hacer un chiste, una parodia del modo en que los policías se dirigen a una superior. James Royall se estaba haciendo el gracioso.

– Me gustaría hablar con usted de su hijo… Brendan.

– Como observará, no puedo dejar mi puesto, señora.

Damon Slesar miró en derredor.

– Pues yo no observo demasiada actividad precisamente. No hay cincuenta mil personas haciendo cola.

– Nos gustaría hablar con usted ahora, señor Royall -insistió Nicky-. Que deje su puesto o busque a alguien que lo sustituya…, a mí me da igual.

La pequeña oficina o caseta tenía una suerte de trastienda. Nicky abrió la puerta, entró y llamó por señas a James Royall. Había dos sillas de cocina y una mesa que hacía las veces de escritorio. A lo largo de las paredes se veían estanterías con docenas, tal vez centenares de artefactos del parque temático, figurillas, animales de plástico, trozos de árboles, casas de muñecas y embarcaciones, todo ello roto y a la espera de ser reparado.