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Royall descolgó el teléfono.

– Ven un momento, Mag -dijo-. Ha surgido algo. -Se volvió hacia Damon-. Bueno, ¿qué hay?

– Nos interesa mucho localizar a su hijo, señor Royall. ¿Sabe dónde está?

– Pregúnteme algo más fácil -replicó Royall con un encogimiento de hombros-. Se ha equivocado de sitio. Él, yo y su madre estamos un poco distanciados. En otras palabras, que no nos hablamos.

– ¿Y eso a qué se debe, señor Royall?

El hombre se volvió hacia Nicky, cuyo aspecto y tono, y tal vez incluso su rango y la profesión que desempeñaba al parecer le hacían gracia. Las comisuras de los labios se le curvaron en una sonrisa bajo el bigote caído.

– Bueno, me parece que eso no le incumbe, señora, pero como soy un hombre de buena fe, se lo diré. En primer lugar, mi hijo Brendan creía por alguna razón misteriosa que nunca he llegado a entender que cuando recibiera en herencia la propiedad de mi viejo, debía regalársela a él enterita. ¿Qué le parece? Las veinte mil libras que le di por la venta de dicha propiedad no le bastaron, no, señor, así que siguió viniendo a pedirme más. Pero no le gustaba nada el parque temático. Entre otras cosas, desaprobaba el toro y el torero…

– Y los topos, querido -añadió una voz femenina desde la puerta.

– Ah, sí, los topos también, Mag, tienes razón. Como no queríamos que este lugar pareciera los Alpes, porque ya teníamos una zona suiza, tuvimos la osadía de llamar al exterminador de topos sin consultar antes con su Alteza, lo que, como suele decirse, le hizo bastante la puñeta.

La señora Royall, a la que su marido había avisado para que recibiera a los clientes, permanecía en el umbral, mirando constantemente por encima del hombro para que se no le colara ningún cliente a pie o en coche.

– Soy la madre de Brendan -anunció a Nicky con aire impotente.

– ¿Conoce usted su paradero, señora Royall?

– Ojalá. Me entristece sobremanera estar apartada de mi único hijo por esa pasión que siente hacia los animales. A nosotros también nos gustan los animales, le dije, pero en este mundo hay que ser práctico.

Royall chasqueó la lengua.

– No se trata de animales, sino de dinero, y sabes muy bien dónde está… Velando por sus perspectivas de futuro, o sea, haciéndole la pelota a quien conviene para agenciarse la herencia de su abuelo.

– ¿Y eso dónde es, señor?

– En Marrograve Hall…, señora. Vendí la casa a mi prima, la señora Panick, hace unos siete años, y di una parte justa de los beneficios a ese codicioso amante de bichos…

– ¡Jim! -lo amonestó la señora Royall.

Se marcharon en el instante en que llegaba otro coche, éste con matrícula austríaca. Nicky se preguntó qué les parecería a sus ocupantes la sección dedicada a su patria, con su caballo de plástico enjaezado en oro, el busto de Mozart y la caja de música que tocaba valses vieneses tras insertar una moneda de diez peniques.

– No eran los mismos que habían traído a Roxane, Kitty y Owen -explicó Dora-. Bueno, la verdad es que no estoy muy segura respecto al alto, tal vez fuera él, pero el conductor no era el mismo. El segundo hombre era más alto, aunque no tan alto como el alto, y era más delgado… y más joven. Sólo le vi la cara al alto, y además a través de la media. Era una media bastante gruesa, de veinte, ya saben. Era un hombre blanco, caucásico, como suele decirse, de rasgos afilados, puede, pero quizá redondeados, aunque no lo sé, por la media… Si me mostraran fotografías, podría decirles que se parece un poco a éste o al otro, pero no podría asegurar nada. No sé de qué color tenía los ojos. Sólo le vi el color de los ojos a uno de ellos. Respecto al conductor del que les he hablado… No creo que pueda añadir nada más. No le vi los ojos; en ningún momento oí hablar a ninguno de ellos, porque nunca hablaban con nosotros. El tercero, el que ayudó a traer a Roxane… Bueno, había otro, pero no apareció hasta el día siguiente… En fin, el tercero tenía un tatuaje en el brazo.

– ¿Un tatuaje?

A Wexford y Burden se les ocurrió la misma idea al mismo tiempo. Era la típica pista de las novelas detectivescas, incluso de las más anticuadas, la marca que conduciría de forma inexorable al culpable. Pero ¿sucedía eso en la vida real?

– ¿Dices que llevaba un tatuaje en el brazo? -repitió Wexford-. ¿Estás segura?

– Segurísima. No lo vi hasta el día siguiente, el miércoles. Representaba una mariposa de color rojo y negro, aunque supongo que todos los tatuajes son rojos y negros. Les hablaré más de ello cuando llegue el momento, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

– Como he dicho, había un cuarto hombre -prosiguió Dora-. Era uno de los que nos trajo el desayuno al día siguiente. También era alto, de la misma estatura que el alto, y sinceramente, no sé qué decir de él. Incluso llevaba guantes, así que no sé ni cómo tenía las manos. No era más que una figura alta y enmascarada, un hombre delgado, erguido, de andar atlético… Daba bastante miedo, la verdad, aunque por entonces ya había dejado de tener miedo. Estaba enfadada, y el enfado acaba con el miedo. En fin, no podría identificar a ninguno de ellos, y creo que a los demás rehenes les pasaría lo mismo.

– Pero ¿no vio al cuarto hombre, al de los guantes, hasta el día siguiente, el miércoles?

– Exacto. No debería haber hablado de él aún. No debería haber mencionado el tatuaje. Me está riñendo, ¿verdad?

– ¡Jamás se me ocurriría reñirla! -rió Karen Malahyde-. ¿Por qué la dejaron marchar? -inquirió tras un titubeo.

– No lo sé.

– Dice que uno de ellos habló con usted.

– Fue ayer por la noche, hacia las diez. Por entonces ya estaba sola con Ryan, porque se habían llevado a los demás. El hombre alto de los guantes entró con el del tatuaje. Yo estaba sentada en la cama, como casi siempre. Me indicaron por señas que me levantara y extendiera las manos, así que lo hice, y volvieron a esposarme.

Wexford emitió un sonido ahogado que de inmediato transformó en una tos. Apretó los puños y luego volvió a abrirlos. Su mujer le lanzó una mirada triste.

– Me llevaron afuera. No protesté ni me resistí, porque ya sabía lo que hacían con los que se resistían…, bueno, lo que habían hecho con la que se había resistido. Ni siquiera me despedí de Ryan, porque creía que volvería. Luego me pusieron otra vez la capucha. Fue entonces cuando me habló el del tatuaje. Fue un minuto después de que me sacaran, pero…, bueno, fue un mal minuto. Creía que iban a matarme. En fin, sigamos. En definitiva, me sobresaltó mucho oír su voz.

– ¿Cómo era?

– ¿La voz? Pues hablaba con acento cockney, pero no natural, como si lo hubiera aprendido.

Burden cambió una mirada con Wexford y asintió. El hombre que había llamado a Tanya Paine hablaba con un acento cockney que se le había antojado aprendido.

– ¿Qué te dijo exactamente? -preguntó a Dora.

– Intentaré recordarlo. Vamos a ver… «Diles que hemos tomado nota de la suspensión, pero que eso no basta. Los trabajos deben cesar definitivamente. Diles que las negociaciones empezarán el domingo.» Luego me ordenó que repitiera el mensaje, y así lo hice. Había perdido la voz a causa de los nervios, pero en aquel momento la recuperé, porque si me daban un mensaje significaba que iban a soltarme.

– ¿Te metieron en un coche? ¿Viste el coche?

– En ese momento no. Dieron la vuelta a la capucha para que no pudiera ver nada, así que no vi el lugar en el que nos habían tenido encerrados. Me hicieron subir al asiento trasero de un coche y me abrocharon el cinturón de seguridad. El trayecto duró alrededor de una hora y media. Le habría dado la vuelta a la capucha para ver algo, pero con el cinturón y las esposas no podía hacer nada. Cuando el coche se detuvo, el conductor abrió la puerta, dio la vuelta al vehículo y me quitó la capucha. Estaba oscuro, pero comprobé que era el mismo que me había llevado hasta el sótano, el hombre bajo, moreno y barbudo, el que olía de aquella forma tan peculiar. Seguía oliendo, por cierto, y llevaba gafas de sol. Me quitó las esposas, desabrochó el cinturón de seguridad y me ayudó a bajar del coche. Luego me dio mi bolso, que no había visto desde el miércoles. No habló en ningún momento. El coche estaba aparcado junto al campo de críquet, que está a unos cuatrocientos metros de nuestra casa. Creo que aparcó allí porque en un lado sólo hay campo y en el otro está la iglesia metodista y el cementerio. Allí no habría testigos, imagino. Era más de medianoche, y todas las farolas estaban apagadas. El hombre subió otra vez al coche y me dejó allí. Intenté distinguir la matrícula, pero estaba demasiado oscuro. En cuanto al modelo y el color…, bueno, era bastante claro, crema, quizás, o gris o azul claro. No encendió los faros hasta haberse alejado unos cincuenta metros. La matrícula empezaba por L y acababa en cinco y siete. Me fui a casa. Llevaba las llaves en el bolso. Intenté entrar por la puerta trasera, pero tenía echado el pestillo por dentro, así que fui hacia la principal. Ah, me han preguntado por qué me dejaron marchar. Lo siento, no he contestado a esa pregunta. ¿Sólo para que transmitiera el mensaje? No lo creo… La verdad es que no tengo ni idea.