– Muy bien -terció Wexford-. Basta por hoy. Si quieres podemos hablar un poco más en casa, pero de momento se acabó la declaración oficial. Nos has proporcionado muchísimos datos útiles.
Era una casa espantosa, de las que sólo podían remontarse a las últimas fases de la arquitectura victoriana. Lo curioso, tal como Hennessy señaló a Nicky Weaver, era que a todas luces la habían construido como vivienda, no como institución. El principal material de construcción era un ladrillo de color caqui amarillento, un color enfermizo que de vez en cuando se veía interrumpido por líneas de baldosa roja. Bajo el tejado poco inclinado de pizarra se veían ocho ventanas de marco corredizo, y bajo ellas, otras ocho más alargadas. En la planta baja, a cada lado de la puerta completamente centrada, había tres ventanas rematadas por arcos góticos. La puerta principal era chata, tosca, carente de paneles, sin porche ni la más mínima entrada. Marrowgrave Hall era un lugar enorme, como observó Damon Slesar al rodear el edificio, pues la estructura delantera se repetía exactamente en la parte posterior, más allá de una hendidura que el tejado formaba en el centro.
La única edificación exterior era un garaje, un monstruo prefabricado y algo separado de la casa. Hennessy escudriñó el interior por la única ventana que había en la parte posterior, pero lo único que vio fue un montón de sacos vacíos. Nicky llamó a la puerta, que abrió una mujer descomunal, una de esas personas tan increíblemente gordas que es un milagro que puedan acarrear cada día su ingente masa de carne de un lado a otro. Aparentaba cuarenta y tantos años, tenía el rostro muy redondo, la boca entreabierta y el cabello escaso y rojizo. Iba embutida en una especie de tienda de campaña floreada que le llegaba hasta las monumentales pantorrillas.
– ¿Es usted la señora Panick? -preguntó Nicky.
– Son de la policía, ¿verdad, querida? Los esperábamos. Acabamos de recibir una llamada.
– ¿Podemos entrar?
En la casa olía a comida. Era un olor bastante agradable, sobre todo si uno tenía hambre, una mezcla de vainilla, azúcar quemado y fruta. Mientras recorrían el oscuro pasillo les llegó asimismo un olor a queso seguido de beicon frito, y cuando por fin entraron en la cocina, una estancia enorme y cavernosa, percibieron el conjunto de todas aquellas fragancias suculentas. Avanzaban muy despacio, porque Patsy Panick encabezaba el grupo y caminaba con gran dificultad. La mujer se detuvo en medio de la cocina y se apoyó en una silla para recobrar el aliento.
Sentado a una larga mesa de pino, un hombre daba cuenta de lo que probablemente era el almuerzo, aunque no eran más que las once y media. Estaba casi tan gordo como su mujer, pero no del todo. Los hombres y las mujeres engordan de un modo distinto, y mientras que la señora Panick tenía la grasa repartida de forma más o menos regular por todo el cuerpo, la de Robert Panick se había acumulado sobre su abdomen hasta convertirse en una verdadera montaña. Cuando atravesaban Forby de regreso a casa, Slesar comentó que en cierta ocasión había leído que Tomás de Aquino se había hecho cortar una gran elipse en su mesa de trabajo a fin de acomodar su enorme barriga. A Robert Panick no le habría venido mal semejante arreglo, pero por lo visto, a nadie se le había ocurrido la idea, por lo que se veía obligado a permanecer a más de medio metro de la mesa e inclinarse hacia adelante cuanto le permitía su inexistente cintura para poder comer.
El almuerzo consistía al parecer en un gran plato de carne, hígado y tal vez beicon frito, con guarnición de patatas fritas, guisantes y pan también frito. En la cocina chisporroteaban dos sartenes llenas de lo mismo. Sobre la mesa se veía el plato medio vacío de la señora Panick, quien al acercarse a él comió un bocado con aire distraído.
– Dales algo de comer, Patsy -masculló Panick, quien por lo demás hizo caso omiso de los recién llegados-. Algunas galletas de chocolate con mermelada o los Mars que tenemos en el congelador.
– No, gracias -declinó Slesar en nombre de todos-. Es muy amable de su parte, pero no, gracias. Queríamos preguntarles por la casa. Tengo entendido que se la compraron al señor James Royall hace unos siete años.
– Cierto, querido, pero fue hace seis años. Jimmy es primo mío, y su padre, el que vivía aquí, era mi tío. Siempre nos había encantado esta casa, ¿verdad, Bob? Es una casa antigua preciosa, una antigüedad, en realidad, y en cuanto tuvimos ocasión de comprarla…, bueno, a Bob le habían ido muy bien los negocios, de modo que los vendió, y decidimos invertir en la casa de nuestros sueños.
Su marido asintió con un gesto y le alargó el plato vacío para que se lo llenara. La señora Panick vertió en él casi todo el contenido de las dos sartenes y se sentó ante su propio plato, arrancando un largo y doloroso quejido a la silla.
– No les importará que siga comiendo, ¿verdad? Ojalá se animaran a tomar algo. ¿Qué tal un trozo de bizcocho Victoria? Lo he hecho esta misma mañana. En fin, como quieran… Nuestras necesidades son escasas, como pueden observar, y no tenemos coche. En Pomfret hay una excelente tienda de comestibles que tiene servicio a domicilio dos veces por semana, así que creímos que podíamos permitirnos comprar la casa y mantenerla, y la verdad es que nos las arreglamos bastante bien, ¿verdad, Bob? Claro que estoy convencida de que mi primo Jimmy nos hizo un precio especial por ser de la familia.
– Respecto a Brendan, el hijo de su primo -terció Nicky-. Supongo que le conocen.
– ¿Conocerlo? Más bien es como un hijo para nosotros. Al fin y al cabo, es nuestro sobrino segundo, ya me dirá. Es como un hijo para nosotros y no quiere saber nada de Jimmy y Moira, querida. Dice que su padre es cruel con los animales y además le estafó su parte de la herencia, y es verdad que mi tío John siempre decía que Brendan heredaría la casa cuando él muriera. Su padre le dio parte del dinero que le pagamos, pero se lo gastó casi todo en el Euro-Fun. De todas formas, le dije a Brendan que no se preocupara, que algún día esta casa sería suya.
– ¿A qué se refiere?
– Pues a que se la dejaremos en el testamento.
– O sea que lo ven…
– ¿Que si lo vemos? Siempre viene a vemos cuando está de paso. Siempre le digo a Bob que Brendan nos convirtió en sus padres porque no se llevaba bien con los suyos. Somos… ¿Cómo se dice? Ah, sí, padres suplentes. Y creo que sabe que siempre tendrá un plato caliente en esta casa. Vaya, Bob, te lo has acabado todo. Tendré que prepararme otra cosa.
– Hay pudín, ¿no? -preguntó Panick en el tono de alguien que pregunta al director de un banco cómo es posible que su cuenta esté en números rojos.