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– ¿Un arma de fuego?

– Sí, una pistola o un revólver. Tal vez fuera de juguete, no lo sé, pero Owen, que entiende de esas cosas, aseguró más tarde que no era de verdad. O sea que, probablemente, el arma que el de la cara de goma llevaba en el coche tampoco era de verdad. Al cabo de un rato usó la pistola… No me mires así, Reg, que nadie resultó herido -aseguró Dora al tiempo que le cogía la mano-. No volvieron a colocar las bombillas. La habitación estaba bastante oscura pese a que fuera hacía sol. Apenas se filtraba luz por entre los barrotes y las grietas de la conejera. El de los guantes abrió la ventana, lo que no fue un gesto tan generoso como parece, porque entre los barrotes no cabía nada más grueso que un brazo. Pero al menos entró un poco de aire fresco. El desayuno consistía en rebanadas de pan de molde, una naranja para cada uno, un bollo…, una especie de magdalena seca, mermelada en tarrinas diminutas, como en los hoteles, cinco tazones de café instantáneo y tres vasos de plástico llenos de leche de soja. Supongo que nos alimentaron bien porque no pensaban damos nada más hasta la noche. Owen dijo muchas tonterías acerca de afilar la cuchara para convertirla en un destornillador y así desquiciar la puerta, pero entonces volvió el de la cara de goma y comprobó que estaban todos los utensilios antes de llevarse las bandejas. ¿Te cuento cómo pasamos el resto del día?

– No, querida. Quiero que te vayas a la cama. Te subiré algo caliente para beber. Mañana seguiremos hablando.

Permaneció sentado en el salón durante un rato, intentando recordar algo que le había dicho Dora y que le estaba martilleando la cabeza. Por fin se le ocurrió. La leche de soja, sí, señor, el sucedáneo de leche que habían servido a los rehenes en el desayuno. La tarde anterior, había tomado té con leche de soja en compañía de Gary y Quilla, y el brebaje le había dejado un sabor de boca muy desagradable. Habían sucedido tantas cosas desde entonces que parecían haber transcurrido cien años.

Aquellos dos sabían que Wexford era policía, pero no cómo se llamaba. De repente recordó que, cuando les dijo su nombre. Quilla se había sobresaltado. En aquel instante había creído que se debía a su graduación, pero ¿y si fuera por el nombre?

Hacia las cinco y media del viernes, había revelado a Quilla y Gary su nombre y su graduación en la tenacita de la tetería de Framhurst. Cuatro horas más tarde se ultimaban los preparativos para dejar en libertad a Dora.

Era terreno desconocido para él, nuevo e inexplorado. A ratos tenía la sensación de atravesar a tientas un bosque tenebroso de árboles exóticos, sembrado de obstáculos invisibles y animales salvajes que lo amenazaban de un modo indefinido. Nunca había imaginado que tendría que ocuparse de un secuestro y una petición de rescate de carácter político, y si alguien se lo hubiera propuesto, habría sugerido que le dieran el caso a otro, sin lugar a dudas.

Aquel domingo por la mañana parecía haber alcanzado un confín impenetrable del bosque, un lugar que, pese a todo, debía explorar. No sabía cuál sería su siguiente movimiento. Los ordenadores poseían ya gran cantidad de información, pormenores de todas las pistas investigadas, historiales de todas las personas mencionadas en la investigación, actividades verificadas por partida doble, posibles lugares y «zulos», transcripciones de entrevistas… También había montones de cintas, la carta enviada al Kingsmarkham Courier y las versiones de los mensajes posteriores. Wexford no veía nada concreto en todo ello, nada que le diera a entender que pronto podría ordenar que rodearan un lugar específico y acorralaran a una persona o personas en particular.

Había enviado al sargento Cook y al agente Lowry a buscar a Quilla y Gary para llevarlos a la comisaría de Kingsmarkham. Si es que seguían en el campamento de Elder Ditches, se dijo, si es que no se habían marchado el día anterior como tantos otros. Dora aun dormía cuando se hubo preparado para salir aquella mañana, y mientras se preguntaba qué hacer al respecto, llamó Sheila. Su hija, que había pasado la noche en casa de Sylvia, pasaría por allí de camino a su casa, de inmediato o en cuanto llegara el coche de alquiler, y haría compañía a su madre hasta que él regresara.

Pese a andar a tientas por el oscuro bosque, había tomado la decisión de reunir a los familiares de todos los rehenes en el antiguo gimnasio para que los miembros disponibles del equipo de investigación los pusieran en antecedentes y les anunciaran que la noticia saldría publicada el lunes por la mañana. Haciendo caso omiso de lo que el jefe de policía opinara de las prácticas continentales, habían implicado a los familiares y debían continuar por ese camino. Al verlos ahí sentados, se preguntó si había hecho lo correcto, pero ¿cómo saber qué era lo correcto si no existía precedente alguno?

Recordó que Audrey Barker le había preguntado si podía ponerse en contacto con la otra madre para crear un grupo de apoyo. Wexford se había negado, sobre todo para reducir al mínimo el riesgo de que se revelara el secreto. Ahora podían crear ese grupo si querían, pues tal vez hablar del tema constituiría un consuelo, pero veía que ahora que se les brindaba la oportunidad, cada uno de ellos estaba sentado solo, limitándose a lanzar de vez en cuando una mirada suspicaz a los demás.

La señora Peabody no había acudido, de modo que su hija era la única persona sola. Era una figura solitaria, de cabeza inclinada, las manos entrelazadas en el regazo, el rostro blanco como la nieve. Parecía sumida en la desesperación pese a saber que su hijo se hallaba a salvo. Por contra. Clare Cox exhibía una expresión esperanzada. Ofrecía un aspecto práctico, resuelto y, sobre todo, diferente. La americana, la falda y los zapatos negros transformaban por completo su apariencia. Llevaba el cabello recogido en la nuca con un lazo de seda negra. Embutido en un elegante traje oscuro de brillo purpúreo, Masood se sentaba junto a ella; la había acompañado sin su segunda familia. Con todo el sentido del humor que era capaz de reunir dadas las circunstancias, Wexford reparó en que estaban cogidos de la mano.

Andrew Struther, con aspecto cansado y tenso, susurraba de vez en cuando algo al oído de Bibi. La muchacha llevaba pantalones cortos blancos y una camiseta roja de tirantes que dejaba el vientre al descubierto. Andrew, por el contrario, iba muy formal, con americana de hilo, pantalón oscuro, camisa blanca y corbata. También ellos se cogían de la mano, pero de un modo mucho más expresivo que los padres de Roxane, con ademán casi libidinoso. Bibi le había cogido la mano para apoyársela sobre el muslo entre pálido y dorado. No parecía muy alterada, pero a fin de cuentas, ¿por qué iba a estarlo? A sus padres no los habían secuestrado.

Wexford subió a la tarima improvisada y empezó a hablar. Les explicó que los datos del caso que habían proporcionado a la prensa el miércoles anterior quedarían bloqueados esa misma noche. Los medios de comunicación tendrían plena libertad para utilizarlos junto con la información más reciente que la policía de Kingsmarkham estaba a punto de revelarles.

Creía que ya sabían que Planeta Sagrado había liberado a su esposa. Fue ella quien les había proporcionado información sobre el estado en que se hallaban los demás rehenes, asegurándoles que todos se encontraban bien el viernes, cuando ella se fue. Asimismo les había transmitido el mensaje de que Planeta Sagrado iniciaría las negociaciones ese día, domingo, aunque todavía no habían recibido noticias de ellos. Tampoco podía asegurar que la policía o los familiares de los rehenes, para el caso, estuvieran dispuestos a conversar con los secuestradores en los términos que éstos impusieran.