Los familiares escucharon su relato, a cuyo término les preguntó si tenían alguna duda. Sabía que no había sido del todo franco con ellos o tal vez ni siquiera consigo mismo. Eso de que «se encontraban bien»… ¿Hasta qué punto era cierto? Ahora creía que se había abstenido de seguir interrogando a Dora, que había aplazado las preguntas porque había ciertas cosas, sobre todo de Roxane Masood, pero también de los Struther, que había preferido no saber antes de presentarse ante los familiares. Sus temores parecían haber remitido un poco. ¿Por qué echar más leña al fuego en semejante coyuntura?
Audrey Barker levantó la mano como una niña en clase…, o más bien como hacían los niños en clase en tiempos de Wexford.
– Diga, señora Barker.
Sus ojos y su rostro tenso, desgarrador, producían la impresión de que acababa de presenciar algo espeluznante. Como si acabara de ver un fantasma o un cruento accidente múltiple en la autopista.
– ¿Puede decirme algo más de Ryan? -preguntó al borde de las lágrimas-. Me refiero a cómo estaba, cómo soportaba la situación.
– El viernes por la noche estaba bien, bastante animado -repuso Wexford, sin añadir que, con toda probabilidad, al partir Dora se habría quedado solo-. Por lo visto, la comida era decente, y los rehenes tenían cuarto de baño, camas y mantas.
«No me pregunte si están todos juntos -rogó en silencio-. No me pregunte dónde está la chica.» Nadie lo preguntó. Clare Cox parecía dar por sentado que Roxane también se hallaba en el sótano cuando liberaron a Dora.
Masood había soltado la mano de la de su ex mujer para anotar algo en su pequeña agenda de cuero. Al cabo de unos instantes alzó la vista.
– ¿Puede decimos quién los custodia? -inquirió.
– Por lo visto son cinco hombres o cuatro hombres y una mujer.
– ¿Y tienen ya alguna pista acerca de su paradero?
– Sí, tenemos pistas, muchas pistas que nuestros investigadores siguen sin cesar. De momento no sabemos con certeza dónde se encuentran los rehenes, sólo que se trata de un lugar situado en un radio de unos cien kilómetros. Puede que la publicación de la noticia nos resulte de gran utilidad en este sentido.
Estaba a punto de surgir la pregunta de siempre, la pregunta que alguien formulaba tarde o temprano. En este caso fue Andrew Struther.
– Todo eso está muy bien, pero ¿por qué no han realizado más esfuerzos para localizarlos? ¿Cuántos días han pasado? ¿Cinco? ¿Seis? ¿Qué han estado haciendo ustedes exactamente?
– Señor Struther, todos los agentes de la zona están dedicados exclusivamente a encontrar a sus padres y los demás rehenes -explicó Wexford con paciencia-. Se han anulado todos los permisos, y cinco agentes de la Unidad Criminal Regional han acudido en nuestra ayuda.
– Los milagros los hacemos enseguida -recitó Masood como si se tratara de un aforismo ingenioso o nuevo-. Para lo imposible tardamos un poco más.
– Debemos esperar que no se trate de algo imposible -dijo Wexford-. Si no tienen más preguntas, tal vez quieran conversar a solas. Se ha propuesto crear un grupo de apoyo que podría resultar de gran ayuda en estos momentos.
Pero no habían terminado con él. De repente surgió la otra pregunta, la que casi había creído poder rehuir, y fue Bibi, de entre todos los presentes, quien la formuló.
– Qué curioso, ¿no? Quiero decir, un poco raro que sólo hayan soltado a su mujer, ¿verdad? ¿Cómo se lo explica, eh?
La clase de rabia que jamás debía exteriorizar se apoderó de él en una oleada, esa rabia que convierte la hipertensión en una sensación física de sangre golpeando contra todas las paredes del cuerpo. Respiró profundamente y se dispuso a contestar.
– No me lo explico -dijo con toda sinceridad antes de aspirar otra profunda bocanada de aire-. Por supuesto, deben prepararse para el acoso de los medios de comunicación. La policía no impondrá restricción alguna sobre lo que digan a la prensa o sobre cualquier entrevista que deseen conceder. -Irguió la cabeza y los miró uno por uno-. No se desanimen; sean optimistas.
Bajó de la tarima con el acuciante deseo, un deseo al que no debía sucumbir, de alejarse de aquella gente. Los familiares permanecieron en el gimnasio como si esperaran que les sirvieran un refrigerio, pensó Wexford. De repente sucedió algo extraño. Las dos madres se acercaron una a otra. Hasta entonces no habían establecido contacto alguno, apenas si habían mostrado con su actitud que compartían una misma preocupación, pero ahora, como si las palabras de Wexford les recordaran la angustia que sufrían, se acercaron una a otra mirándose a los ojos. Y entonces, como si siguieran las acotaciones de un único guión, extendieron los brazos y se fundieron en un abrazo.
Los hombres nunca hacían esas cosas, se dijo Wexford. Cuánta vergüenza, cuánta incomodidad se ahorraban las mujeres. Se dio cuenta de que él mismo sentía cierta vergüenza ajena, algo que le sorprendió y casi le divirtió. Comprobó que Masood desviaba la mirada y que Struther susurraba algo a la chica que la hizo reír.
Wexford emitió una tosecita discreta, anunció que seguirían en contacto y les pidió que recordaran que la noticia saldría publicada al día siguiente.
Dora, a quien Karen había ido a buscar a casa, estaba sentada en su despacho, una estancia mucho más agradable que el antiguo gimnasio. Las horas de sueño habían mejorado su aspecto, le habían arrebatado la expresión cansada y tensa. Había recobrado parte de su vivacidad e iba muy bien vestida, con un traje chaqueta que Wexford no le había visto antes y que le sentaba muy bien.
Burden también estaba en el despacho y acababa de poner en marcha la grabadora. Dora, que al principio se había sentido un poco intimidada por el aparato, hablaba ahora como si no existiera.
– El inspector jefe Wexford ha entrado a las diez y cuarenta y tres minutos -recitó Burden.
Sus palabras parecieron divertir a Dora, que esbozó una sonrisa.
– ¿Por dónde iba? ¿He hablado ya de la primera mañana?
– De la mañana del miércoles, cuatro de septiembre -repuso Burden.
– Exacto. Si os parece bien, llamaré a los secuestradores Conductor, Guantes, Cara de Goma y Tatuaje.
Las sonrisas que obtuvo por respuesta la animaron a seguir.
– Ah, sí, y la quinta persona, el… ¿Cómo se dice? No es travestí, sino… Ah, sí, hermafrodita.
– ¿Qué? No hablarás en serio -exclamó Burden.
– No sé si era un hombre o una mujer. Nunca les veíamos la cara ni les oíamos la voz, así que… Muy inteligente de su parte no hablar, ¿verdad?
– Los villanos listos no hablan -masculló Burden-. Eso lo sabemos. Sigue, Dora.
– Los demás llevaban chándals negros, pero Hermafrodita llevaba esos zapatones de suela muy gruesa… ¿Doc Martens? Y me pregunté si sería para que los pies parecieran más grandes… si es que era una mujer, claro. Se movía como una mujer, con más gracia que los demás, con gestos menos deliberados, más ligeros… En fin, no sé, la verdad. Aquella mañana, en cuanto nos dejaron solos, Owen Struther cogió a Ryan por banda…, bueno, en realidad se sentó junto a él y empezó a hablarle sobre la idea de la fuga y todo eso. Creo que la emprendió con Ryan porque pese a que aún no ha cumplido los quince años, era el único varón y además mide un metro ochenta. A mí no me hacía ninguna gracia, porque será alto como un hombre, pero es un niño en muchos sentidos. Owen le decía una y otra vez que debía portarse como un hombre, que era su responsabilidad proteger a las mujeres porque ellos eran los únicos hombres y eso formaba parte de su papel en la vida. Lo más importante era que Ryan no mostrara temor en ningún momento y demás tonterías así… Al cabo de un rato me levanté y fui al baño para asearme lo mejor posible. Pasé un buen rato allí dentro, intentando lavarme bien, y además era un modo de matar el tiempo. Roxane también se lavó, y ambas nos cepillamos los dientes con mi cepillo. Luego le dije a Kitty que el baño estaba libre, pero apenas me hizo caso. Un rato antes se había paseado por el sótano como un oso enjaulado, asestando puñetazos contra la pared y demás, pero luego se había derrumbado en la cama. Tomó un poco de café, pero no desayunó, y parecía haber sucumbido por completo a la desesperación… Me pareció curioso… Su marido es un hombre tan activo, resuelto y lleno de energía, como esos oficiales tan audaces de las viejas películas bélicas, y ella, en cambio, débil como si estuviera a punto de sufrir un colapso nervioso. Bueno, el primer día escupió y soltó muchas palabrotas, pero luego nada. Me costaba entender cómo dos personas que seguramente llevaban muchos años casadas podían tener actitudes tan distintas ante la vida.